Llamando las cosas por su nombre: la limpieza étnica de Palestina de 1948. Ilan Pappe, (2006).

Durante muchos años, el término Nakba – una catástrofe humana – parecía un término satisfactorio para evaluar tanto los eventos de 1948 en Palestina, como su impacto en nuestras vidas hoy en día. Pienso que ya es el momento de usar un término diferente: «La Limpieza étnica de Palestina». El término Nakba no conlleva ninguna referencia directa de quién está detrás de la catástrofe – cualquier cosa puede causar la destrucción de Palestina, incluso los propios palestinos. No así cuando se usa el término limpieza étnica. Implica una acusación directa y una referencia a los culpables, no sólo en el pasado sino también en el presente. Y lo que es mucho más importante, conecta políticas, como las que destruyeron Palestina en 1948, con una ideología. Y cuando esta ideología es todavía la base de las políticas de Israel hacia los Palestinos estén donde estén, el Nakba continúa, o lo que es más preciso y convincente, la limpieza étnica sigue adelante. En este 58º aniversario del Nakba, es momento de utilizar abiertamente y sin vacilación el término limpieza étnica como el mejor término posible para describir la expulsión de los palestinos en 1948.

La Limpieza étnica es un crimen y los que lo perpetraron son criminales.

En 1948 la dirección del movimiento Sionista, que pasó a ser el gobierno de Israel, cometió un crimen contra el pueblo Palestino. El crimen fue la Limpieza Étnica. Éste no es un término casual sino una acusación de implicaciones políticas, legales y morales de largo alcance. El significado de este término quedó clarificado como consecuencia de la guerra civil de los Balcanes en la década de los 90. Cualquier acción por parte de un grupo étnico de cara a expulsar a otro grupo étnico con el propósito de transformar una región étnicamente mixta en otra étnicamente pura, es Limpieza Étnica. Una acción se convierte en política de limpieza étnica al margen de los medios empleados para obtenerla. Cualquier medio – desde persuasiones y amenazas hasta expulsiones y masacres justifica la atribución de este término a tales políticas. Es más la propia acción determina la definición, y por consiguiente ciertas políticas fueron consideradas como limpieza étnica por la comunidad internacional incluso aunque no existiese o hubiese sido expuesto un plan maestro para su ejecución. Por consiguiente, las víctimas de la limpieza étnica son tanto personas que marcharon presas del pánico como aquel as expulsadas por la fuerza como parte de una operación continua. Pueden encontrarse las anteriores definiciones y referencias en los sitios web del Departamento de Estado norteamericano y de las Naciones Unidas. Éstas son las definiciones principales que guiaron al Tribunal Internacional de La Haya cuando se dispuso a juzgar a los responsables de planear y ejecutar las operaciones de limpieza étnica como a personas que perpetraron crímenes contra la humanidad.

El objetivo israelí en 1948 estaba claro y se articuló sin desviarse del “Plan Dalet” adoptado en marzo de 1948 por el alto comando de la Hagana (la principal clandestinidad judía de la época pre-estatal). El objetivo era ocupar tanto territorio como fuera posible del Mandato de Palestina y la eliminación de la mayoría de los barrios urbanos y los pueblos palestinos del futuro y codiciado Estado judío. La ejecución fue aún más sistemática y exhaustiva de lo que el plan había anticipado. En cuestión de siete meses, 531 pueblos fueron destrui-dos y 11 barriadas urbanas vaciadas. La expulsión masiva fue acompañada de masacres, violaciones y encarcelamiento de hombres (definidos como tal a partir de los 10 años de edad) en campos de trabajo por períodos de más de un año. Todas estas características en el año 2006 pueden ser sólo atribuidas a una política de limpieza étnica, es decir, a una política que según la definición de la ONU busca transformar un área étnicamente mixta en un espacio étnicamente puro cuando todos los medios están justificados para ello. Tales políticas están definidas en derecho internacional como crímenes contra la humanidad, los cuales el Departamento de Estado de los EEUU considera que sólo pueden ser rectificadas con la repatriación de toda la gente que marchó o fue expulsada como consecuencia de las operaciones de limpieza étnica.

Las implicaciones políticas de tal declaración es que Israel es el único culpable de la creación del problema de los refugiados palestinos y sobre el cual pesa la responsabilidad legal y moral del problema. La implicación legal es que, aunque exista obsolescencia tras un período tan largo de tiempo para aquellos que cometieron actos descritos como crímenes contra la humanidad, la propia acción sigue siendo la perpetración de un crimen por el cual nunca nadie ha sido l evado ante la justicia. La implicación moral es que, en realidad, el Estado judío nació a partir de un pecado (como muchos otros estados, por supuesto) pero el pecado, o crimen, nunca ha sido admitido. Peor aún, en ciertos círculos de Israel ha sido reconocido para, a renglón seguido, justificarlo y aceptarlo como política futura contra los palestinos dondequiera que estén.

Pero todas estas implicaciones fueron totalmente ignoradas por la elite política israelí y en cambio se derivó una lección muy diferente de los acontecimientos de 1948: tú puedes, como Estado, expulsar a la mitad de la población de Palestina, destruir la mitad de sus pueblos y salirte con la tuya sin una pizca de crítica. Las consecuencias de una lección así fueron inevitables: la continuación de la política de limpieza étnica por otros medios. Hubo bastantes hitos conocidos en este proceso: la expulsión de decenas de pueblos entre 1948 y 1956 de Israel propiamente dicho; el traspaso forzado de 300.000 palestinos de Cisjordania y la Franja de Gaza y una muy mesurada, pero constante, limpieza de la zona del Gran Jerusalén.

En tanto en cuanto no se aprenda la lección política, no habrá solución alguna para el conflicto palestino-israelí. La cuestión de los refugiados fracasará repe-tidamente en cualquier intento, exitoso bajo otros parámetros, de reconciliar las dos partes en conflicto. Es por esto que es tan importante reconocer los acontecimientos de 1948 como una operación de limpieza étnica, para poder así asegurar que una solución política no eludirá la raíz del conflicto, es decir, la expulsión de los palestinos. En el pasado, tales elusiones han sido la principal razón para el colapso de todos los acuerdos previos de paz.

En tanto en cuanto no se aprenda la lección legal, siempre permanecerán im-pulsos punitivos y emociones vengativas del lado palestino. El reconocimiento legal del Nakba de 1948 como un acto de limpieza étnica posibilitaría una justicia indemnizatoria. Éste es el proceso que ha tenido lugar recientemente en Sudáfrica. El reconocimiento de los fantasmas del pasado no se ha hecho para llevar a los criminales ante la justicia, sino más bien para llevar el propio crimen ante la justicia y ante la opinión pública. El fallo final no será punitivo, no habrá castigo, sino que será más bien indemnizatorio, es decir, las víctimas serán compensadas. La compensación más razonable para el caso particular de los refugiados palestinos fue claramente formulada ya en diciembre de 1948 por la Asamblea General de la ONU en su resolución 194: el retorno incondicional de los refugiados y sus familias a su tierra materna (y a sus casas en la medida de lo posible).

En tanto en cuanto no se aprenda la lección moral, el Estado de Israel con-tinuará existiendo como un enclave hostil en el corazón del mundo árabe.

Seguirá siendo el último recuerdo de un pasado colonial que complica no sólo la relación israelí con los palestinos, sino también con el mundo árabe en general. Y puesto que la lección moral no se está asimilando, existe hoy en día en Israel una justificación a posteriori para la limpieza étnica y un peligro real para intentar llevarla a cabo de nuevo.

¿Cuándo y cómo podemos esperar que estas lecciones sean aprendidas y absor-bidas en el esfuerzo de llevar la paz y la reconciliación a Palestina? En primer lugar, por supuesto, no se puede esperar mucho mientras persista la brutal fase actual de ocupación de Cisjordania y la Franja de Gaza. Y sin embargo, al lado de la lucha contra la ocupación, y con el positivo desarrollo de la opción BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) adoptada como la mayor estrategia hacia adelante por parte de la sociedad civil en los territorios ocupados y por el movimiento de solidaridad internacional, el esfuerzo de trasladar la limpieza étnica de 1948 al centro de la atención y la conciencia mundial ha de continuar.

El trabajo no ha de limitarse a un lugar. Más bien, el sitio donde la limpieza étnica de 1948 ocurrió – el Israel de hoy en día – está totalmente excluido de esta empresa. El trabajo dentro del país del Nakba ha de incluirse y coordinarse en el esfuerzo general allí donde haya palestinos y los que los apoyan. Con la ayuda de Badil y otras organizaciones, los refugiados internos dentro de Israel y otras ONG líderes de Palestina en ese estado cooperaron con un grupo de activistas judíos para iniciar un intento serio de l evar ante la opinión pública la limpieza étnica y defender enérgicamente y sin vacilaciones la implementación del derecho palestino al retorno.

En dos conferencias de apoyo al derecho al retorno, investigadores y activistas palestinos y judíos airearon en público sus averiguaciones sobre la limpieza étnica desde 1948 hasta hoy y presentaron sus ideas de cómo avanzar en la sensibilización de la opinión pública sobre las implicaciones desastrosas – para palestinos y judíos por igual, y en realidad para el mundo en general – de la negación continua de las limpiezas étnicas de 1948 y el rechazo a aceptar el internacionalmente reconocido Derecho al Retorno.

En el 58º aniversario y en la preparación del 60º aniversario, nosotros palestinos, israelíes y todos aquellos a los que les importa esta tierra, debemos exigir que los crímenes contra la humanidad de 1948 sean incluidos en los libros de historia de todo el mundo para así poder detener la continuación de los actuales crímenes antes de que sea demasiado tarde.

Representar al colonizado: los interlocutores de la antropología. Edward Said

Pas un bout de ce monde qui ne porte mon empreinte digitale et mon calcanéum sur le dos des gratte-ciel et ma crasse dans le scintillement des gemmes!

AIMÉ CÉSAIRE,

Cahier d’un retour au pays natal

Cada una de las cuatro palabras principales del título de estos comentarios habita un campo un tanto agitado y de algún modo turbulento. Ahora es casi imposible, por ejemplo, recordar la época en que las personas no hablaban de crisis de la representación. Y cuanto más se analiza y discute la crisis, antes parecen localizarse sus orígenes. La argumentación de Michel Foucault ha planteado de un modo quizá más convincente y más atractivo la idea que aparece en las obras de historiadores de la literatura como Earl Waserman, Erich Auerbach o M.H. Abrams de que con la erosión del consenso clásico, las palabras ya no constituían un medio transparente a través del cual resplandeciera el Ser. Más bien, había de emerger como objeto de atención filológica el lenguaje entendido como una esencia opaca y, sin embargo, curiosamente abstracta e inaprehensible, para a partir de entonces neutralizar e inhibir toda tentativa de representar la realidad de forma mimética. En la era de Nietzsche, Marx y Freud, la representación tiene, por tanto, que competir no sólo con la conciencia de las formas y convenciones lingüísticas, sino también con las presiones de fuerzas transpersonales, transhumanas y transculturales como la clase, el inconsciente, el género, la raza y la estructura. Las transformaciones que todo ello ha llevado emparejadas en lo que se refiere a nuestras ideas de cosas inicialmente estables como los autores, los textos y los objetos son, de forma bastante literal, irrepetibles y ciertamente impronunciables. Ahora representar a alguien o siquiera algo se ha convertido en un desafío tan complejo y problemático como una asíntota, con consecuencias para la certeza y la decidibilidad tan cargadas de dificultades como pueda imaginarse.

La idea del colonizado, por referirme ahora al segundo de los cuatro términos, presenta su propia marca de volatilidad. Antes de la Segunda Guerra Mundial los colonizados eran los habitantes del mundo no occidental y no europeo que habían sido dominados y a menudo colonizados por los europeos. Consecuentemente, por tanto, el libro de Albert Memmi situaba tanto al colonizador como al colonizado en un mundo especial, con sus propias leyes y situaciones, igual que en Los condenados de la tierra Frantz Fanon hablaba de que la ciudad colonial estaba dividida en dos mitades aisladas, que se comunicaban entre sí mediante una lógica de violencia y contraviolencia.[60] Para cuando las ideas de Alfred Sauvy sobre los Tres Mundos se habían institucionalizado en la teoría y en la práctica, el colonizado se había vuelto sinónimo del Tercer Mundo. (1)

No obstante, había una presencia colonial continuada de las potencias occidentales en diversas partes de África y Asia, muchos de cuyos territorios habían alcanzado la independencia en gran medida en la época que rodeaba a la Segunda Guerra Mundial. Así, «el colonizado» no era un grupo histórico que hubiera obtenido la soberanía nacional y que por tanto se hubiera disuelto, sino una categoría que incluía tanto a los habitantes de estados recién independizados como a pueblos súbditos de territorios adyacentes todavía colonizados por europeos. El racismo siguió siendo una fuerza importante con mortíferos efectos en las horrendas guerras coloniales y los sistemas de gobierno rígidamente implacables. La experiencia de ser colonizado significó, por tanto, muchísimo para las regiones y pueblos del mundo cuya experiencia como gentes dependientes, subalternas y sometidas a Occidente no terminó —parafraseando a Fanon— cuando se marchó el último policía blanco y se arrió la última bandera europea(2). Haber sido colonizado era un destino de consecuencias perdurables y sin duda grotescamente injustas, sobre todo después de que se hubiera alcanzado la independencia nacional. Pobreza, dependencia, subdesarrollo, patologías diversas del poder y la corrupción, además de, por supuesto, notables avances en la guerra, la alfabetización y el desarrollo económico: esta mezcla de rasgos designaba al pueblo colonizado que se había liberado en un determinado plano pero que en otro seguía siendo víctima de su pasado.(3)

Y lejos de ser una categoría que supusiera súplica o autocompasión, «el colonizado» desde entonces se ha extendido considerablemente hasta incluir a mujeres, clases sociales dominadas y oprimidas, minorías nacionales e incluso subespecialidades académicas marginadas o asiY lejos de ser una categoría que supusiera súplica o autocompasión, «el colonizado» desde entonces se ha extendido considerablemente hasta incluir a mujeres, clases sociales dominadas y oprimidas, minorías nacionales e incluso subespecialidades académicas marginadas o asimiladas. En torno al colonizado ha surgido todo un vocabulario de expresiones, todas las cuales refuerzan, cada una a su modo, el espantoso carácter secundario de gente que, según la burlona caracterización de V.S. Naipaul, está predestinada sólo a utilizar el teléfono, nunca a inventarlo. Por tanto, la condición de pueblo colonizado se ha fijado en zonas de dependencia y periferia, estigmatizado en la designación de estados subdesarrollados, menos desarrollados o en vías de desarrollo, gobernados por un colono superior, desarrollado o metropolitano que fue postulado teóricamente como cacique categóricamente antitético. En otras palabras, el mundo todavía se dividía en superiores e inferiores, y si la categoría de los seres inferiores se había ensanchado hasta incluir un montón de gente nueva así como una nueva época, tanto peor para ellos. Por tanto, ser uno de los colonizados es ser potencialmente una gran cantidad de cosas diferentes, pero todas inferiores, en muchos lugares distintos y muchos momentos distintos.

En lo que se refiere a la antropología como categoría, apenas necesita que alguien ajeno a ella como yo añada mucho a lo que ya se ha dicho o escrito acerca del desconcierto producido en al menos algunos ámbitos de la disciplina. Sin embargo, y hablando en términos generales, pueden subrayarse aquí un par de cuestiones. Una de las tendencias principales de los debates disciplinares durante los últimos aproximadamente veinte años proviene de la conciencia del papel que han desempeñado en el estudio y representación de las sociedades no occidentales «primitivas» o menos desarrolladas por parte del colonialismo occidental la explotación de la dependencia, la opresión de los campesinos y la manipulación o gestión de las sociedades indígenas con fines imperiales. Esta conciencia se ha traducido en diversas formas de antropología marxista o antiimperialista, como por ejemplo la obra temprana de Eric Wolf, Coffee and Capitalism in the Venezuelan Andes, de William Roseberry, We Eate the Mines and the Mines Eat Us, de June Nash, The Devil and Commodity Fetishism in South America, de Michael Taussig, y algunos otros. Este tipo de obra de oposición está admirablemente modelada por la antropología feminista (por ejemplo, The Woman in the Body, de Emily Martin o Veiled Sentiments de Lila Abu-Lughod), la antropología histórica (por ejemplo, Lions of the Punjab, de Richard Fox), los trabajos relacionados con la lucha política contemporánea (Body of Power, Spirit of Resistance, de Jean Comaroff), la antropología estadounidense (por ejemplo, la de Susan Harding sobre el fundamentalismo) y la antropología de denuncia (Victims of the Miracle, de Shelton Davis).

La otra corriente importante es la de la antropología posmoderna practicada por estudiosos influidos por la teoría literaria en términos generales, y más específicamente por teóricos de la escritura, el discurso y las formas del poder, como Foucault, Roland Barthes, Clifford Geertz, Jacques Derrida y Hayden White. Estoy impresionado, no obstante, de que pocos de los académicos que han contribuido en recopilaciones como Retóricas de la antropología o Anthropology as Cultural Critique (4) —por nombrar sólo dos libros recientes muy visibles— hayan apelado explícitamente a un final de la antropología, como por ejemplo han recomendado de hecho una serie de estudiosos de la literatura para el concepto de literatura. Sin embargo, también me impresiona que pocos de los antropólogos que se leen fuera de la antropología hagan un secreto del hecho de que desearían que la antropología y los textos antropológicos pudieran ser más literarios o tuvieran un estilo y una conciencia más influidos por la teoría de la literatura, o que los antropólogos dedicaran más tiempo a pensar en la textualidad y menos en la descendencia matrilineal, o que las cuestiones relativas a la poética cultural adoptaran un papel más central en su investigación que, pongamos por caso, las cuestiones de organización tribal, economía agrícola y clasificación primitiva.

Pero estas dos tendencias ocultan problemas más profundos. Dejando a un lado los análisis y debates obviamente importantes que se desarrollan en el ámbito de determinados subcampos de la antropología como los estudios andinos o la religión indígena, la obra reciente de especialistas marxistas, antiimperialistas y metaantropológicos (Geertz, Taussig, Wolf, Marshall Sahlins, Johannes Fabian y otros) revela, no obstante, un malestar genuino respecto al estatuto sociopolítico de la antropología en su conjunto. Quizá esto sea válido hoy día para todos los campos de las ciencias humanas, pero es especialmente cierto de la antropología. Como ha escrito Richard Fox:

Hoy día la antropología parece intelectualmente amenazada en la misma medida en que los antropólogos se han convertido en una especie de estudiosos en peligro. El peligro profesional tiene que ver con el caída del empleo, los programas universitarios, el apoyo a la investigación y demás erosiones del estatus profesional de los antropólogos. La amenaza intelectual de la antropología procede del interior de la disciplina: dos perspectivas de la cultura en conflicto [lo que Fox denomina el materialismo cultural y la culturología] que comparten demasiado y discuten acerca de demasiado poco. (5)

Es curioso y sintomático que el destacable libro del propio Fox, Lions of the Punjab, del que han sido extraídas estas líneas, tenga en común con otros influyentes diagnosticadores del mal du siècle de la antropología como Sherry Ortner (6) —y que coincide con lo que yo creo— que la alternativa saludable sea una práctica basada en la práctica, reforzada con ideas sobre la hegemonía, la reproducción social y la ideología tomadas de no antropólogos como Antonio Gramsci, Raymond Williams, Alain Tourain y Pierre Bourdieu. Sin embargo, persiste la impresión de un hondo sentimiento de agotamiento del paradigma kuhniano, con consecuencias para el estatus de la antropología que, en mi opinión, son extraordinariamente inquietantes.

Supongo que también hay cierto temor (justificado) a que los antropólogos de hoy día ya no puedan aproximarse al campo poscolonial con tanta facilidad como en épocas anteriores. Esto, por supuesto, es un desafío político a la etnografía precisamente en el mismo terreno en que, en épocas anteriores, los antropólogos eran relativamente soberanos. Las respuestas han variado. Otros han utilizado la violencia que emana del campo como un tópico para la teoría posmoderna. Y en tercer lugar, algunos otros han utilizado el discurso antropológico como espacio para la construcción de modelos de cambio o transformación social. Ninguna de estas respuestas, sin embargo, es tan optimista respecto a la empresa como lo fueron los colaboradores revisionistas del libro de Dell Hymes Reinventing Anthropology o de Stanley Diamon en su importante libro In Search of the Primitive, una generación académica antes.

Finalmente, la palabra «interlocutores». Aquí de nuevo estoy impresionado por el extremo hasta el cual la idea de interlocutor es tan inestable como para dividirse de forma tan dramática en dos significados esencialmente discrepantes. Por una parte, resuena contra todo un trasfondo de conflicto colonial en el que los colonizadores buscan un interlocuteur valable, y los colonizados, por otra parte, se ven impulsados hacia soluciones cada vez más desesperadas a medida que intentan, en primer lugar, ajustarse a las categorías formuladas por la autoridad colonial y, después, reconociendo que semejante curso de acción está destinado al fracaso, deciden que sólo su propia fuerza militar obligará a París o a Londres a que los tomen en serio como interlocutores. Un interlocutor en la situación colonial es, por tanto, por definición, o bien alguien dócil y que se amolda a la categoría de lo que los franceses llamaban en Argelia evolué, notable o caid (el grupo de liberación reservaba la denominación de beni-wéwé o negro de los hombres blancos a esa clase social), o bien alguien que, como el intelectual indígena de Fanon, simplemente se niega a hablar y decide que sólo la réplica radicalmente antagónica y quizá violenta es la única interlocución posible con la potencia colonial.

El otro significado de «interlocutor» es en buena medida menos político. Procede de un entorno casi completamente académico o teórico, y sugiere la condición serena al tiempo que aséptica y controlada de un experimento mental. En este contexto el interlocutor es alguien que quizá ha sido encontrado clamando en el umbral, allá donde desde fuera de un campo o disciplina ha producido una perturbación tan indecorosa como para que se le permita entrar, una vez comprobado en el control de entrada que no lleva armas ni piedras, para seguir hablando. El resultado domesticado recuerda a una serie de correlatos teóricos de moda, como por ejemplo el dialogismo y la heteroglosia de Bajtin. La «situación ideal de diálogo» de Jürgen Habermas o la imagen de Richard Rorty (al final de La filosofía y el espejo de la naturaleza) de filósofos disertando animadamente en un salón espléndidamente amueblado. Aunque esta descripción de interlocutor parece un tanto caricaturesca, mantiene al menos bastante de la incorporación e invitación a participar que, en mi opinión, se requieren para que estas interlocuciones se produzcan. Lo que estoy tratando de señalar es que este tipo de interlocutor limpio y desinfectado es una creación de laboratorio de la que se han eliminado, y por tanto falsificado, las vinculaciones con la urgente situación de crisis y conflicto que han llamado la atención sobre él o ella en primera instancia. Sólo ocurrió cuando personajes subalternos como las mujeres, los orientales, los negros y demás «indígenas» hicieron el suficiente ruido para que se les prestara atención y, por así decirlo, se les preguntara. Antes de eso se ignoraba más o menos que estuvieran allí, como a los criados de las novelas inglesas del siglo XIX, y sólo se reparaba en ellos nada más que como una parte útil del escenario. Convertirlos en temas de discusión o campos de investigación supone necesariamente transformarlos en algo fundamental y constitutivamente diferente. Y así persiste la paradoja.

En este momento debería decir algo acerca de una de las frecuentes críticas vertidas contra mí, y a la que siempre he querido responder, de que en el proceso de caracterización de la producción de los Otros inferiores de Europa mi obra sólo es una polémica negativa que no adelanta ninguna aproximación o método epistemológico y que sólo manifiesta desesperación ante la posibilidad de abordar en algún momento con seriedad a otras culturas. Estas críticas están relacionadas con las cuestiones que he venido analizando hasta ahora, y aunque no tengo deseo alguno de desatar una refutación punto por punto de mis críticos, sí quiero responder de un modo que es intelectualmente pertinente en relación con el tema que tenemos entre manos.

Lo que me propuse acometer en Orientalismo era una crítica de oposición no sólo de la perspectiva del campo y de la economía política, sino también de la situación sociocultural que hace su discurso posible y al mismo tiempo sostenible. Las epistemologías, discursos y métodos como el orientalismo apenas son dignos de recibir ese nombre si se caracterizan de forma reduccionista como objetos similares a los zapatos, que cuando están usados se remiendan o se desechan y se sustituyen por otros objetos nuevos porque cuando están viejos ya no se pueden arreglar. La condición de archivo, la autoridad institucional y la longevidad patriarcal del orientalismo deberían tomarse en serio porque en el agregado estos rasgos operan como visión del mundo con una considerable fuerza política que no puede barrerse al igual que tanta epistemología. Por tanto, desde mi punto de vista, el orientalismo es una estructura erigida en la más plena competición imperial cuya vertiente dominante representaba y desarrollaba no sólo la función académica, sino también de ideología partidista.

Sin embargo, el orientalismo ocultaba la competición que se libraba tras su lenguaje académico y estético. Estas cosas son las que yo estaba tratando de mostrar, además de sostener que no hay ninguna disciplina, ninguna estructura de conocimiento, que pueda mantenerse o se haya mantenido alguna vez libre de las diferentes formaciones socioculturales, históricas y políticas que confieren su peculiar individualidad a cada época.

Ahora bien, esto es cierto de todas las numerosas revalorizaciones teóricas y discursivas de las que hablaba anteriormente, que parecen estar buscando un modo de escapar de esta embarullada realidad. Desarrollar ingeniosas estrategias textuales para tratar de desviar los feroces ataques contra la autoridad etnográfica lanzados por Fabian, Talal Asas y Gérar Leclerc:[(7) estas estrategias han llevado consigo un método para hacer que pase desapercibida la sede desesperadamente solapada, imposiblemente sobrerrepresentada y conflictiva de la antropología. Llamémoslo la respuesta estética. El otro consistía en centrarse más o menos exclusivamente sobre la práctica,[68] como si la práctica fuera un dominio de la realidad libre de agentes, intereses y discusiones, tanto políticas como filosóficas. Llamemos a esta la respuesta reductivamente pragmática.

En Orientalismo no pensaba que fuera posible ocuparse de ninguno de estos anestésicos. Tanto el escepticismo radical como la gran teoría y los puntos de vista puramente epistemológicos pueden haberme inhabilitado. Pero no creo que pudiera entregarme a la perspectiva de que existía un punto arquimédico exterior a los contextos que estaba describiendo, o que fuera posible diseñar ni desplegar una metodología interpretativa inclusiva que estuviera libre de las circunstancias históricas exactamente concretas de las que se derivaba el orientalismo y en las que obtenía su apoyo. Por tanto, me ha parecido particularmente relevante que los antropólogos, y no por ejemplo los historiadores, se hayan encontrado entre los más reacios a aceptar los rigores de la ineludible verdad que formulara de forma contundente por primera vez Giambattista Vico. Yo especulo —y diré más sobre esto más adelante— que como es sobre todo la antropología la que históricamente se ha constituido y construido en sus orígenes durante un encuentro etnográfico entre un observador europeo soberano y un indígena europeo que ocupaba, por así decirlo, una condición inferior y un lugar remoto, son ahora algunos antropólogos de finales del siglo XX los que dicen a alguien que ha desafiado el estatus de ese momento que lo habilitaba algo así como: «Al menos proporcióneme otro».(8)

Esta incursión digresiva continuará un poco más adelante, cuando vuelva de nuevo a lo que me parece que conlleva, a saber, la problemática del observador, asombrosamente poco analizada en las corrientes antropológicas revisionistas de las que hablaba antes. Esto es especialmente cierto, en mi opinión, en obras de antropólogos hábilmente originales como Sahlins (en su obra Islas de historia) o Wolf (en su obra Europa y los pueblos sin historia). El silencio es atronador, al menos para mí. Basta echar un vistazo a las muchas páginas de argumentación brillantes y sofisticadas de las obras de eruditos metateóricos, o a las de Sahlins y Wolf, para empezar a percibir quizá súbitamente cómo alguien, una voz autorizada, inquisidora y elegante, habla y analiza, amasa evidencias, teoriza y especula acerca de todo… excepto sobre sí misma. ¿Quién habla? ¿Para qué y para quién? Las preguntas no se formulan o, si se formulan, se convierten, según palabras de James Clifford cuando escribe sobre la autoridad etnográfica, en asuntos en gran medida de «elección estratégica».(10) Las historias, tradiciones, sociedades y textos de «otros» se contemplan o bien como respuestas a las iniciativas occidentales —y por tanto, pasivas, dependientes— o bien como dominios de la cultura que pertenecen fundamentalmente a las élites «indígenas». Pero en lugar de analizar más esta cuestióndebería volver ahora a mi excavación del campo que rodea al tema de discusión propuesto.

Uno habrá conjeturado entonces que ni a la representación, ni al «colonizado», ni a la «antropología» y sus «interlocutores», puede atribuírseles una significación verdaderamente esencial o fija. Las palabras parecen o bien vacilar ante diversas posibilidades de significado o bien, en algunos casos, dividirse en dos. Lo que más claro está acerca del modo en que nos interpelan es, por supuesto, que están irremediablemente afectadas por una serie de límites y presiones que no pueden obviarse por completo. Así, palabras como «representación», «antropología» y «colonizado» están insertas en escenarios que no pueden eliminar ninguna cantidad de violencia ideológica. Porque no sólo nos encontramos de inmediato forcejeando con el ambiente semántico inestable y volátil que evocan, sino que nos remiten sumariamente al mundo real para localizar y ocupar allí, si no el lugar antropológico, al menos sí la situación cultural en la que se hace de hecho el trabajo antropológico.

La «mundanidad» es un concepto que a menudo me ha parecido útil debido a dos significados que le son inherentes; uno es la idea de ser en el mundo secular, en contraposición a ser «de otro mundo», y el segundo se debe a lo que sugiere la palabra francesa mondanité, mundanidad como calidad de un savoir faire practicado y ligeramente hastiado, mundanalmente astuto y espabilado. La antropología y la mundanidad (en ambas direcciones) se necesitan mutuamente. La desubicación geográfica, el descubrimiento de lo secular y la dolorosa recuperación de historias implícitas o interiorizadas: estos elementos estampan la búsqueda etnográfica con la marca de una energía secular que es inconfundiblemente sincera. Aun así, los hasta ahora discursos, códigos y tradiciones prácticas masificados de la antropología, con sus autoridades, rigores disciplinares, mapas genealógicos y sistemas de mecenazgo y acreditación, se han sedimentado en diversas modalidades del ser antropológico. La inocencia, por supuesto, está fuera de toda duda. Y si sospechamos que, como en todas las disciplinas académicas, el modo habitual de hacer las cosas adormece y aísla al mismo tiempo al miembro del gremio, estamos diciendo algo verdadero sobre todas las formas de mundanidad disciplinar. La antropología no es una excepción.

Al igual que mi propio campo de la literatura comparada, la antropología, en todo caso, se basa en el hecho de la otredad y la diferencia, en el brioso empuje instructivo que le proporciona lo que es extraño o ajeno, «la profunda lozanía» en expresión de Gerard Manley Hopkins. Estas dos palabras, «diferencia» y «otredad», han adquirido hasta ahora propiedades de talismán. De hecho, es casi imposible no quedar atónito por la apariencia mágica e incluso metafísica que tienen, dadas las operaciones absolutamente deslumbrantes que los filósofos, antropólogos, teóricos de la literatura y sociólogos realizan con ellas. Aun así, lo más asombroso de la «otredad» y la «diferencia» es, como sucede con todos los términos generales, lo profundamente condicionadas que están por su contexto histórico y mundano. Hablar de «el otro» en los Estados Unidos de hoy día es, para los antropólogos contemporáneos de aquí, algo bastante distinto de lo que lo es, por ejemplo, para un antropólogo indio o venezolano: la conclusión extraída por Jürgen Golte en un reflexivo ensayo sobre «la antropología de la conquista» es que incluso la antropología no norteamericana y por tanto «indígena» está «íntimamente vinculada al imperialismo», tan dominante es el poder global irradiado desde el gran centro metropolitano (11). Ejercer la antropología en Estados Unidos es, por tanto, no sólo estar haciendo trabajo académico investigando la «otredad» y la «diferencia» en un extenso país; es estar analizándolas en un país enormemente influyente y poderoso cuyo papel global es el de una superpotencia.

La fetichización y la incesante celebración de la «diferencia» y la «otredad» pueden entenderse, por tanto, como una tendencia amenazadora. Evoca no sólo lo que Jonathan Friedman ha denominado «la espectacularización de la antropología», mediante la cual se produce la «textualización» y «culturización» de las sociedades al margen de la política y la historia,(12) o también la apropiación y traducción inconsciente del mundo mediante un proceso que a pesar de todas sus afirmaciones de relativismo, a pesar de sus exhibiciones de precaución epistemológica y de especialización técnica, no puede distinguirse fácilmente del desarrollo del imperio. He formulado esto de un modo tan claro como lo he hecho simplemente porque estoy impresionado de que en tantos de los numerosos escritos sobre antropología, epistemología, textualización y otredad que he leído —que en alcance y material abarcan el espectro comprendido desde la antropología hasta la historia y la teoría literaria— haya casi una total ausencia de referencias a la intervención imperial estadounidense como factor que afecte a la discusión teórica. Se dirá que he vinculado la antropología y el imperio de un modo demasiado grosero, demasiado indiferenciado; a lo que respondería preguntando cómo —y quiero decir realmente cómo— y cuándo se separaron. No sé cuándo se produjo este acontecimiento, ni siquiera si se produjo. De modo que en lugar de suponer que se produjo, veamos si todavía tiene alguna importancia el tema del imperio para el antropólogo estadounidense y, además, para nosotros como intelectuales.

La realidad es desalentadora. Los hechos son que tenemos grandes intereses globales y que los perseguimos con coherencia. Hay infinidad de ejércitos de académicos trabajando política, militar e ideológicamente. Piénsese, por ejemplo, en la siguiente afirmación, que de un modo bastante explícito establece la relación entre la política exterior y «el otro»: En los últimos años el Departamento de Defensa se ha enfrentado a muchos problemas que requieren el apoyo de las ciencias sociales y de la conducta. […] Las Fuerzas Armadas han dejado de estar involucradas en la guerra en solitario. Entre sus misiones se encuentran ahora la pacificación, la ayuda, «la batalla de las ideas», etc. Todas estas misiones requieren una comprensión de las poblaciones urbanas y rurales con las que entra en contacto nuestro personal militar; ya sea en las nuevas actividades «por la paz» o en el combate. En muchos países a lo largo y ancho de todo el mundo necesitamos más conocimiento sobre sus creencias, valores y motivaciones; sus organizaciones políticas, religiosas y económicas, y el impacto que tienen los diversos cambios o innovaciones sobre sus modelos socioculturales. […] Los siguientes aspectos son elementos que merecen consideración como factores de la estrategia de investigación para las agencias militares. Empresas de investigación prioritarias: 1) métodos, teorías y formación en ciencias sociales y de la conducta en países del extranjero […] 2) programas que formen a científicos sociales extranjeros […] 3) investigación en ciencias sociales dirigidas por científicos indígenas independientes […] 4) cometidos de ciencias sociales dirigidos por estudiosos universitarios estadounidenses importantes en centros de territorios en el extranjero […] 7) estudios desarrollados en Estados Unidos que analicen datos recogidos por investigadores de ultramar apoyados por agencias no dedicadas a la defensa. La elaboración de datos, recursos y métodos analíticos debería impulsarse de modo que los datos recogidos para unos determinados fines puedan utilizarse para muchos propósitos adicionales […] 8) colaborar con otros programas en Estados Unidos y en el extranjero que faciliten el acceso continuado del personal del Departamento de Defensa a los recursos académicos e intelectuales del «mundo libre».(13)

No es necesario decir que el sistema imperial, que abarca una inmensa red de estados patrocinadores y clientes, así como un aparato de inteligencia y de elaboración de políticas que no tiene precedentes ni en riqueza ni en poder, no lo abarca todo en la sociedad estadounidense. Ciertamente, los medios de comunicación están saturados de material ideológico, pero es igual de cierto que no todo en los medios de comunicación está saturado en la misma medida. Por todos los medios deberíamos reconocer distinciones, establecer diferenciaciones, pero, debemos añadir, no deberíamos perder de vista el flagrante hecho de que el envoltorio con el que Estados Unidos se abre paso en el mundo es considerable y no simplemente consecuencia de un Reagan y un par de Kirkpatricks, por así decirlo, sino que también depende enormemente del discurso cultural, de la industria del conocimiento, de la producción y divulgación de textos y textualidad; en pocas palabras, no de la «cultura» como un dominio antropológico general, que se discute y analiza rutinariamente en los estudios de poética cultural y textualización, sino, de un modo bastante específico, de nuestra cultura.

Los intereses materiales en juego en nuestra cultura son muy amplios y muy costosos. Llevan consigo no sólo problemas de guerra y de paz —porque si uno en general ha reducido el mundo no europeo a la categoría de una región inferior o subsidiaria, se vuelve muy fácil invadirlo y pacificarlo—, sino también problemas de distribución económica, prioridades políticas y, fundamentalmente, relaciones de dominación y desigualdad. Ya no vivimos en un mundo que sea en sus tres cuartas partes inactivo y subdesarrollado. Sin embargo, todavía no hemos producido un estilo nacional efectivo que se base en algo más equitativo y no coercitivo que una teoría de la profética superioridad que hasta cierto punto todas las ideologías culturales subrayan. La forma cultural concreta adoptada por superioridad en el contexto que revela —y cito un ejemplo típico— el insensato ataque del The New York Times (26 de octubre de 1986) a Ali Mazrui por atreverse a hacer una serie de películas sobre los africanos siendo africano él mismo, es que siempre que se muestre a África como una región que positivamente se ha beneficiado de la modernización civilizadora proporcionada por el colonialismo histórico entonces esa imagen puede tolerarse, pero si se ofrece una visión según la cual los africanos todavía sufren bajo el legado del imperio, entonces debe ponerse en su sitio, debe mostrarse como algo esencialmente inferior, como una regresión que se ha producido desde la partida del hombre blanco. Y, así, no se ha escatimado ninguna retórica —por ejemplo, Tears of the White Man de Pascal Bruckner, las novelas de V. S. Naipaul o los reportajes recientes de Conor Cruise O’Brien— para reforzar ese punto de vista.

Como ciudadanos e intelectuales pertenecientes a Estados Unidos, tenemos una particular responsabilidad por lo que sucede entre Estados Unidos y el resto del mundo, una responsabilidad que en absoluto se atenúa ni se cumple señalando que la Unión Soviética es peor. Lo cierto es que somos responsables, y por tanto más capaces, de influir en este país y en sus aliados de formas que no son aplicables a la Unión Soviética. De modo que deberíamos, en primer lugar, tomar escrupulosa nota de cómo —por mencionar los más obvio— en América Latina, así como en Oriente Próximo, África y Asia, Estados Unidos ha reemplazado a los grandes imperios anteriores como la fuerza exterior dominante.

No es ninguna exageración decir que la actuación no es buena si la contemplamos con honestidad, es decir, si no aceptamos acríticamente la idea de que tenemos derecho a una política casi absolutamente compacta de tratar de influir, dominar y controlar otros estados cuya relevancia, implícita o manifiesta, para los intereses de seguridad estadounidenses es supuestamente primordial. Desde la Segunda Guerra Mundial se han producido intervenciones militares de Estados Unidos en todos los continentes, y lo que estamos empezando a comprender ahora como ciudadanos es sólo la vasta complejidad y el alcance de dichas intervenciones, el enorme número de formas en que se producen y la tremenda inversión nacional que se hace en ellas. Que se producen no está en duda, todo lo cual es, en expresión de William Appleman Williams, el imperio como forma de vida. Las continuas revelaciones del Irangate forman parte de este complejo de intervenciones, si bien vale la pena señalar que sólo en una muy pequeña parte de la inmensa avalancha de los medios de opinión y comunicación se ha prestado mucha atención al hecho de que nuestras políticas en Irán y América Central —ya tengan que ver con la explotación de una apertura entre los «moderados» iraníes o ayudando a los «luchadores por la libertad» de la Contra a derrocar al gobierno legalmente elegido y constituido de Nicaragua— son políticas manifiestamente imperialistas.

Como no deseo dedicar mucho tiempo a este aspecto absolutamente obvio de la política estadounidense, no detallaré los casos ni me embarcaré en absurdas polémicas de definiciones. Aun cuando aceptemos, como aceptan muchos, que la política estadounidense en el extranjero es principalmente altruista y está dedicada a objetivos tan irreprochables como la libertad y la democracia, queda un espacio considerable para mantener una actitud escéptica. Porque, ¿acaso no estamos repitiendo como nación, aparentemente, lo que Francia y Gran Bretaña, España y Portugal y Holanda y Alemania hicieron antes que nosotros? ¿Y no tenemos tendencia a considerarnos a nosotros mismos por convicción y por poder como si de algún modo estuviéramos exentos de las aventuras imperiales más sórdidas que nos precedieron señalando precisamente nuestros inmensos logros culturales, nuestra prosperidad y nuestra conciencia teórica y epistemológica? Y, además, ¿acaso no presuponemos que nuestro destino es que deberíamos gobernar y dirigir el mundo, una función que nos hemos atribuido nosotros mismos como parte de nuestra misión en la jungla?

En pocas palabras, lo que ahora se encuentra ante nosotros desde el punto de vista nacional, y en el panorama imperial al completo, es la honda, la profundamente perturbada y perturbadora cuestión de nuestra relación con los otros; otras culturas, otros estados, otras historias, otras experiencias, otras tradiciones, otros pueblos y otros destinos. La dificultad de la cuestión es que no hay ninguna superioridad al margen de la realidad de las relaciones entre culturas, entre potencias imperiales y no imperiales desiguales, entre diferentes Otros, una superioridad que pueda concedernos el privilegio epistemológico de juzgar, valorar e interpretar estando libres de los abarrotados intereses, emociones y compromisos de las propias relaciones en curso. Cuando pensamos en las relaciones entre Estados Unidos y el resto del mundo somos, por así decirlo, parte de esas relaciones, no estamos fuera ni al margen de ellas. Como intelectuales, humanistas y críticos seculares nos corresponde, por tanto, observar el papel de Estados Unidos en el mundo de las naciones y del poder, desde dentro de la realidad y como participantes en ella, no como observadores exteriores distanciados que, como Oliver Goldsmith en la maravillosa expresión de Yeats, bebe otro sorbo del frasco de las esencias de nuestras mentes.

Ahora se da ciertamente el caso de que las tribulaciones contemporáneas de la antropología europea y estadounidense reciente reflejan sintomáticamente los acertijos y embrollos del problema. La historia de esa práctica cultural en Europa y Estados Unidos lleva consigo como elemento constitutivo principal la desigual relación de fuerza entre el etnógrafo-observador occidental exterior y una sociedad primitiva, o al menos diferente pero sin duda más débil y menos desarrollada. En Kim, Rudyard Kipling extrapola el significado político de esa relación y la personifica con una extraordinaria justicia artística en la figura del coronel Creighton, un etnógrafo a cargo del Observatorio de India, y también jefe de los servicios de inteligencia en India, el denominado Gran Juego al que pertenece el joven Kim. En obras recientes de teóricos que abordan la casi insuperable discrepancia entre una realidad política basada en la fuerza y un deseo científico y humano de comprender al Otro hermenéutica y compasivamente de formas que no siempre se circunscriben ni se definen por la fuerza, la antropología occidental moderna recuerda y ocluye al mismo tiempo esa problemática prefiguración novelística.

En lo que se refiere a si esos esfuerzos tuvieron éxito o fracasaron, esta es una cuestión menos interesante que el hecho mismo de que lo que los distingue, lo que los hace posibles, es cierta conciencia marcadamente avergonzada, si bien disfrazada, del escenario imperial, que después de todo es absolutamente penetrante e inevitable. Porque de hecho no conozco ningún modo de aprehender el mundo desde dentro de nuestra cultura (una cultura, a propósito, con toda una historia de exterminio e incorporación tras de sí) sin aprehender también la propia competición imperial. Y diría que esto es un hecho cultural de una extraordinaria importancia tanto política como interpretativa, porque es el verdadero horizonte que define (y hasta cierto punto su condición de posibilidad) conceptos que de otro modo serían tan abstractos y sin fundamento como la «otredad» y la «diferencia». El verdadero problema sigue rondándonos: la relación entre la antropología  como empresa en curso y, por otra parte, el imperio como preocupación en curso.

Dos casos, el de Oriente Próximo y el de Latinoamérica, nos aportan pruebas de la relación directa entre el academicismo «de área» especializado y la política pública, en la que las representaciones de los medios de comunicación no refuerzan la simpatía y la comprensión sino el uso de la fuerza y la brutalidad contra las sociedades autóctonas. En el discurso se asocia ahora de forma más o menos permanente el «terrorismo» con el islam, que para la mayoría de la gente es una religión o cultura esotérica pero a la que en los últimos años (tras la revolución iraní, tras las diferentes insurrecciones libanesas y palestinas) se ha atribuido un contorno especialmente amenazador mediante análisis «eruditos» del mismo (14). En 1986, la aparición de una serie de artículos editados por Benjamin Netanyahu (entonces embajador israelí ante las Naciones Unidas), bajo el título de Terrorism: How the West Can Win, contenía tres artículos de orientalistas acreditados, cada uno de los cuales afirmaba que había una relación entre islam y terrorismo. A lo que este tipo de argumentación dio lugar de hecho fue a la aprobación del bombardeo de Libia y a otras aventuras de escasa rectitud, dado que el público había leído u oído decir a expertos en los medios escritos y en televisión que el islam distaba poco de ser una cultura terrorista (15). Un segundo ejemplo tiene que ver con el significado popular atribuido a la palabra «indígenas» en el discurso sobre Latinoamérica, especialmente cuando se quiere consolidar la vinculación entre indígenas y terrorismo (o entre los indígenas como pueblo atrasado e impenitentemente primitivo y la violencia ritualizada). El famoso análisis de Mario Vargas Llosa de la masacre andina de periodistas peruanos («Inquest in the Andes: A Latin American Writer Explores the Political Lessons of a Peruvian Massacre», New York Times Magazine, 31 de julio de 1983) se basa en la susceptibilidad de los indios andinos hacia formas particularmente terribles de asesinato indiscriminado; la prosa de Vargas Llosa está atravesada de frases sobre los rituales indios, el atraso y la pesimista imposibilidad de cambio, todo lo cual se basa en la autoridad última de ciertas descripciones antropológicas. De hecho, algunos destacados antropólogos peruanos fueron miembros de la comisión (presidida por Vargas Llosa) que investigó la masacre.

Estas son cuestiones no sólo de importancia teórica, sino también cotidiana. El imperialismo, el control de territorios y pueblos de ultramar, se desarrolla en un continuo con historias, prácticas vigentes y políticas concebidas de forma muy diversa, así como con trayectorias culturales trazadas de manera distinta. Sin embargo, hasta ahora hay una literatura considerable del Tercer Mundo que esgrime una vehemente argumentación teórica y práctica contra los especialistas occidentales de los estudios de área, así como contra los antropólogos e historiadores. El discurso forma parte del esfuerzo revisionista poscolonial por recuperar tradiciones, historias y culturas arrebatadas por el imperialismo, y es también una tentativa de presentar los diferentes discursos del mundo en igualdad de condiciones. Uno piensa en la obra de Anwar Abdel Malek y Abdullah Laroui, de gente como el Grupo de Estudios Subalternos, de C.L.R. James y Ali Mazrui, en diversos textos como la Declaración de Barbados de 1971 (que acusa abiertamente a los antropólogos de cientificismo, hipocresía y oportunismo), así como en el Informe Norte-Sur y el Nuevo Orden Mundial de la Información. En su mayor parte, poco de todo este material llega al núcleo de, ni tiene influencia sobre, los círculos de análisis discursivo o disciplinar general de los centros metropolitanos. En lugar de ello, los africanistas occidentales leen a los autores africanos como fuente material para sus investigaciones, los especialistas occidentales en Oriente Próximo abordan los textos árabes o iraníes como evidencia primigenia de sus investigaciones, mientras que las solicitudes directas, incluso insistentes, de debate y compromiso intelectual elevadas por los anteriormente colonizados quedan en gran medida desatendidas.

En estos casos es irresistible replicar que la moda de las descripciones densas y los géneros borrosos opera dejando fuera e impidiendo el paso al clamor de las voces del exterior que demandan que se tengan en cuenta sus reivindicaciones sobre el imperio y la dominación. El punto de vista indígena, a pesar del modo en que normalmente se ha caracterizado, no es sólo un hecho etnográfico, no es ante todo, ni siquiera principalmente, un constructo hermenéutico; es en gran medida una resistencia de confrontación continua, prolongada y sostenida hacia la disciplina y la praxis de la propia antropología (como representante del poder «exterior»), de la antropología no como textualidad, sino a menudo como agente directo de la dominación política.

Sin embargo, ha habido tentativas interesantes, si bien problemáticas, de reconocer los posibles efectos de este descubrimiento sobre el trabajo antropológico en marcha. El libro de Richard Price First Time analiza el pueblo saramaka de Surinam, una población cuya forma de vida ha sido la de propagar lo que de hecho es el conocimiento secreto de lo que llaman Primera Vez a través de los grupos; de ahí que la Primera Vez, los acontecimientos del siglo XVIII que confieren a los saramaka su identidad nacional, esté «limitada, restringida y protegida». Price entiende con sensibilidad esta forma de resistencia a la presión exterior y la recoge minuciosamente. Sin embargo, cuando pregunta por «la cuestión esencial de si la difusión de información que obtiene su fuerza simbólica en parte del hecho de ser secreta no menoscaba el sentido mismo de esa información», se detiene brevemente sobre los inquietantes problemas morales, y después pasa él también a hacer pública la información secreta (16). Un problema similar se produce en el extraordinario libro de James C. Scott Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance. Scott hace una labor brillante mostrando cómo las explicaciones etnográficas no ofrecen, porque de hecho no pueden ofrecer, una «transcripción completa» de la resistencia campesina a los abusos del exterior, puesto que la estrategia campesina (rezagarse, retrasarse, ser impredecible, no comunicarse, y cosas así) no obedece al poder (17). Y aunque Scott ofrece un brillante relato tanto empírico como teórico de las resistencias cotidianas a la hegemonía, también debilita la resistencia misma que admira y respeta revelando en cierto sentido los secretos de su fuerza. No menciono a Price y a Scott para acusarlos (nada más lejos de mi intención, puesto que sus libros son extraordinariamente valiosos), sino para señalar algunas de las paradojas teóricas y aporías a que se enfrenta la antropología.

Como he dicho anteriormente, y como han señalado todos los antropólogos que han reflexionado sobre los desafíos teóricos ahora tan evidentes, ha habido una considerable suma de préstamos tomados de dominios adyacentes, desde la teoría literaria, la historia, etcétera, en cierta medida porque gran parte de esto ha eludido las cuestiones políticas por razones comprensibles, siendo la poética un asunto mucho más fácil del que hablar que la política. De un modo bastante gradual, sin embargo, se está considerando la antropología como parte de un todo histórico más amplio y más complejo, mucho más estrechamente alineado con la consolidación del poder occidental de lo que se había reconocido anteriormente. La obra reciente de George Stocking y Curtis M. Hinsley es un ejemplo particularmente persuasivo de ello,(18) como también es el caso de los muy diferentes tipos de obras realizadas por Talal Asad, Paul Rabinow y Richard Fox. En el fondo el reajuste tiene que ver, creo yo, en primer lugar con la nueva y menos formalista comprensión que estamos alcanzando de los procedimientos narrativos, y en segundo lugar con una conciencia mucho más desarrollada de la necesidad de ideas sobre prácticas alternativas y emergentes contrarias a las dominantes. Permítaseme ahora hablar de cada una de estas cosas.

La narrativa ha alcanzado hoy en las ciencias humanas y sociales el estatus de una convergencia cultural importante. Nadie que se haya topado con la extraordinaria obra de Renato Rosaldo puede dejar de reconocer este hecho. La obra Metahistoria: La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, de Hayden White, fue la primera en abordar la idea de que la narrativa estaba gobernada por tropos y géneros —la metáfora, la metonimia, la sinécdoque, la ironía, la alegoría, etcétera— que a su vez regularon e incluso produjeron a los historiadores más influyentes del siglo XIX, hombres de cuya labor histórica se ha supuesto que anticipaba ideas filosóficas y/o ideológicas apoyadas por hechos empíricos. White desplazaba la primacía tanto de lo real como de lo ideal; luego los reemplazaba con los mordaces procedimientos narrativos y lingüísticos de códigos formales universales. Lo que no parecía estar dispuesto a explicar (o era incapaz de hacerlo), era la necesidad de y la obsesión por la narrativa manifestada por los historiadores; por qué, por ejemplo, Jakob Burkhard y Marx emplearon estructuras narrativas (en contraposición a dramáticas o pictóricas) cuando las utilizaron, y las conjugaron con diferentes acentos que, para el lector, las dotaba de respuestas y cargas bastante distintas. Otros teóricos —Fredric Jameson, Paul Ricoeur, Tzvetan Todorov— exploraron las características formales de la narrativa en marcos sociales y filosóficos más amplios que los que había utilizado White, mostrando al mismo tiempo la magnitud y la relevancia de la narrativa para la vida social en sí misma. La narrativa dejaba de ser un modelo o patrón formal para convertirse en una actividad en la que convergían la política, la tradición, la historia y la interpretación.

Como tema de discusión teórica y académica más reciente, la narrativa ha resonado, por supuesto, con ecos del contexto imperial. El nacionalismo, resurgente o de nuevo cuño, se centra en las narraciones para estructurar, asimilar o excluir una u otra versión de la historia. La obra Imagined Communitites, de Benedict Anderson, remacha la cuestión de un modo muy atractivo, como también lo hacen los diversos colaboradores de la obra La invención de la tradición, editada por Eric Hobsbawm y Terence Ranger. La legitimidad y la normatividad —por ejemplo, en las discusiones recientes sobre «terrorismo» y «fundamentalismo»— no han entregado ni han negado las narraciones a las formas de la crisis. Si se cree que un determinado movimiento político de África o Asia es «terrorista», entonces se le niegan las consecuencias narrativas, mientras que si se le otorga un estatus normativo (como en Nicaragua o Afganistán) se impone sobre él la legitimidad de una narración completa. Así, a nuestro pueblo se le ha negado la libertad, y por tanto se organiza, se arma y lucha para conseguir la libertad; su pueblo, por otra parte, es un pueblo de terroristas malvados y gratuitos. Por tanto, las narraciones son política e ideológicamente permisibles, o no.(19)

Sin embargo, la narrativa también ha estado en discusión en la hasta ahora ingente literatura teórica sobre la posmodernidad, que también puede entenderse que tiene que ver con el debate político actual. La tesis de Jean-François Lyotard consiste en que las dos grandes narraciones de la emancipación y la ilustración han perdido su poder legitimador y han sido sustituidas hoy día por pequeñas narraciones locales (petits recits) que basan su legitimidad en la performatividad, es decir, en la capacidad del usuario de manipular los códigos con el fin de hacer cosas(20). Un bonito y razonable estado de cosas que, según Lyotard, se produjo por razones completamente europeas u occidentales: las grandes narraciones simplemente perdieron su fuerza. Dando a esto una interpretación ligeramente más amplia y situando la transformación en el seno de la dinámica imperial, el argumento de Lyotard no aparece como una explicación sino como un síntoma. Él distingue el posmodernismo occidental del mundo no europeo y de las consecuencias del modernismo —y la modernización— europea en el mundo colonizado (21). Así, el posmodernismo, con su estética de la cita, su nostalgia y su indiferenciación, se mantiene de hecho libre de su propia historia, lo cual equivale a decir que la división del trabajo intelectual, la circunscripción de las praxis en el seno de fronteras disciplinares claras y la despolitización del conocimiento pueden abrirse paso más o menos a discreción.

Lo sorprendente de la argumentación de Lyotard, y quizá la razón misma de su amplia popularidad, es cómo no sólo malinterpreta sino también tergiversa el principal desafío de las grandes narraciones y la razón por la que su poder puede parecer haberse mitigado ahora. Perdieron su legitimidad en gran medida como consecuencia de la crisis de la modernidad, que se iba a pique o quedaba paralizada en la ironía contemplativa por diversas razones, de las cuales una era la perturbadora aparición en Europa de diversos Otros cuya procedencia era el dominio imperial. En las obras de Eliot, Conrad, Mann, Proust, Woolf, Pound, Lawrence, Joyce o Forster, la alteridad y la diferencia están asociadas sistemáticamente con los extranjeros que, ya sean mujeres, indígenas o excéntricos sexuales, irrumpen en la escena para desafiar y combatir las historias, las formas y los modos de pensamiento metropolitanos establecidos. A este desafío respondió el modernismo con la ironía formal de una cultura incapaz de decir sí, deberíamos dejar el control, o no, deberíamos mantenerlo pese a quien pese: una afectada pasividad contemplativa se convierte, como György Lukács señaló con perspicacia, en ademanes paralizados de impotencia estetizada,(22) como por ejemplo en el final de Pasaje a la India, en el que Forster señala y confirma la historia oculta, un conflicto político entre el doctor Aziz y Fielding —el sometimiento de India por Gran Bretaña— y aun así no puede recomendar ni la descolonización ni la colonización continuada. «No, todavía no, no aquí», es todo lo que Forster puede adelantar como forma de solución.(23)

Dicho brevemente, a Europa y a Occidente se le estaba pidiendo que se tomaran al Otro en serio. Este, creo yo, es el problema histórico fundamental del modernismo. El subalterno y el ser constitutivamente diferente alcanzaron súbitamente una articulación negativa exactamente allá donde en la cultura europea podía contarse con que el silencio y la conformidad lo acallarían. Pensemos en la siguiente y más exacerbada transformación del modernismo tal como se ejemplifica en el contraste entre Albert Camus y Fanon cuando escriben sobre Argelia. Los árabes de La peste y de El extranjero son seres anónimos que se emplean como telón de fondo de la portentosa metafísica europea explorada por Camus, quien, deberíamos recordar, negaba en sus Crónicas argelinas la existencia de una nación argelina (24). Fanon, por su parte, impone a una Europa que juega «le jeu irresponsable de la belle au bois dormant» una contranarrativa emergente, el proceso de liberación nacional (25). A pesar de su amargura y su violencia, toda la cuestión de la obra de Fanon es obligar a la metrópoli europea a pensar en su historia junto con la historia de las colonias que están despertando del cruel estupor y la obligada inmovilidad del dominio imperial, en palabras de Aimé Césaire, «mesurée au compas de la souffrance» («medida al compás del sufrimiento»)(26). En solitario, y sin el debido reconocimiento otorgado por la experiencia colonial, dice Fanon, las narraciones occidentales de la ilustración y la emancipación se revelan como una hipocresía muy pesada; por tanto, dice, el pedestal grecolatino se desmorona.

Falsificaríamos completamente, en mi opinión, la aplastante novedad de la abarcadora mirada de Fanon —que tan brillantemente hace uso del Cahier d’un retour au pays natal de Césaire y de Historia y conciencia de clase de Lukács para llevar a cabo su síntesis— si no subrayamos, como hizo él, la fusión entre Europa y su imperio actuando de forma conjunta en el proceso de descolonización. Con Césaire y C. L. R. James, el modelo de Fanon para el mundo postimperial se basaba en la idea de un destino colectivo y plural para la humanidad, occidental y no occidental por igual. Como dice Césaire, «et il rest à l’homme à conquérir toute interdiction immobilisée aux coins de sa ferveur et aucune racene possède le monopole de la beauté, de l’intelligence, de la force / et il est place pour tout au rendez-vous de la conquête» («y el hombre todavía debe vencer toda prohibición que lo inmoviliza en lo más profundo de su fervor y que ninguna raza posee el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza / y que hay sitio para todos en la celebración de la conquista»).

Por tanto, piénsese detenidamente en las narraciones en el seno del contexto proporcionado por la historia del imperialismo, una historia cuya competición subyacente entre el blanco y el no blanco ha emergido líricamente en la nueva y más inclusiva contranarración de la liberación. Esto, diría yo, es la situación del posmodernismo al completo, para la cual la amnésica visión de Lyotard ha sido insuficientemente amplia. Una vez más, la representación se vuelve relevante, no sólo como un dilema académico o teórico, sino también como una opción política. Cómo representa el antropólogo o la antropóloga su situación disciplinar es, en un determinado plano, por supuesto, una cuestión de la situación local, personal o profesional. Pero forma parte de hecho de una totalidad, la sociedad de uno, cuya forma y orientación dependen del peso acumulativo afirmativo o disuasorio y de oposición conformado por toda una serie de opciones como esta. Si buscamos refugio en la retórica sobre nuestra impotencia, ineficacia o indiferencia, entonces debemos estar dispuestos a admitir que semejante retórica contribuye finalmente a una u otra orientación. La cuestión es que las representaciones antropológicas influyen igualmente tanto en el mundo del representador como en aquel o aquello que se representa.

No creo que se haya afrontado en modo alguno el desafío antiimperialista representado por Fanon y Césaire u otros como ellos; tampoco los hemos tomado en serio como modelos o representaciones del quehacer humano en el mundo contemporáneo. De hecho, Fanon y Césaire —hablo de ellos, por supuesto, en cuanto categorías— tocan directamente la cuestión de la identidad y del pensamiento identitario, ese accionista secreto de la reflexión antropológica actual sobre la «otredad» y la «diferencia». Lo que Fanon y Césaire exigían de sus partidarios, incluso durante el fragor de la batalla, era que abandonaran las ideas fijas de la identidad establecida y la definición culturalmente autorizada. Volverse diferente, decían, con el fin de que su destino como pueblos colonizados pudiera ser diferente: esta es la razón por la que el nacionalismo, a pesar de toda su obvia necesidad, es también el enemigo. No puedo decir ahora si es posible que la antropología como antropología sea diferente, es decir, que se olvide de sí misma y se convierta en alguna otra cosa que sirva para responder al guante arrojado por el imperialismo y sus antagonistas. Quizá la antropología tal como la hemos conocido sólo pueda subsistir a un lado de la línea divisoria del imperio, para permanecer allí como socio colaborador de la dominación y la hegemonía.

Por otra parte, algunas de las tentativas antropológicas recientes de reexaminar críticamente de arriba abajo la noción de cultura pueden estar empezando a contar una historia diferente. Si dejamos de pensar en la relación entre las culturas y sus adeptos como algo absolutamente contiguo, totalmente sincrónico, con una correspondencia absoluta, y pensamos en las culturas como fronteras permeables y, en su conjunto, defensivas entre sistemas de gobierno, aflora una situación más prometedora. Por tanto, contemplar a los Otros no como algo ontológicamente dado sino como algo históricamente constituido supondría socavar los sesgos exclusivistas que tan a menudo atribuimos a las culturas, y en no menor medida a la nuestra propia. Las culturas pueden representarse, por tanto, como zonas de control o de abandono, de rememoración y olvido, de fuerza o dependencia, de exclusividad o de compartir, todo lo cual tiene lugar en la historia global que es nuestro elemento.(27) El exilio, la inmigración y el cruce de fronteras son expe guante arrojado por el imperialismo y sus antagonistas. Quizá la antropología tal como la hemos conocido sólo pueda subsistir a un lado de la línea divisoria del imperio, para permanecer allí como socio colaborador de la dominación y la hegemonía.

Por otra parte, algunas de las tentativas antropológicas recientes de reexaminar críticamente de arriba abajo la noción de cultura pueden estar empezando a contar una historia diferente. Si dejamos de pensar en la relación entre las culturas y sus adeptos como algo absolutamente contiguo, totalmente sincrónico, con una correspondencia absoluta, y pensamos en las culturas como fronteras permeables y, en su conjunto, defensivas entre sistemas de gobierno, aflora una situación más prometedora. Por tanto, contemplar a los Otros no como algo ontológicamente dado sino como algo históricamente constituido supondría socavar los sesgos exclusivistas que tan a menudo atribuimos a las culturas, y en no menor medida a la nuestra propia. Las culturas pueden representarse, por tanto, como zonas de control o de abandono, de rememoración y olvido, de fuerza o dependencia, de exclusividad o de compartir, todo lo cual tiene lugar en la historia global que es nuestro elemento.(28) El exilio, la inmigración y el cruce de fronteras son experiencias que pueden proporcionarnos, por tanto, nuevas formas narrativas o, en expresión de John Berger, otras formas de contar. Si estos movimientos novedosos están sólo al alcance de figuras excepcionalmente visionarias como Jean Genet o de historiadores comprometidos como Basil Davidson (que atraviesa y transgrede provocativamente las fronteras construidas nacionalmente) y no los antropólogos profesionales, no es algo que me corresponda a mí decir. Pero lo que quiero decir, en cualquier caso, es que la fuerza instigadora de semejantes ejemplos es de una relevancia extraordinaria para todas las humanidades y las ciencias sociales, puesto que continúan luchando con las formidables dificultades del imperio.

[1] Véase Carl E. Pletsch, «The Three Worlds, or the Division of Social Scientific Labor, c. 1950-1975», Comparative Studies in Society and History, 23 (octubre de 1981), pp. 565-590. Véase también Peter Worsley, The Third World, University of Chicago Press, Chicago, 1964. <<

[2] Véase Fanon, Wretched of the Earth, p. 101 (hay trad. cast.: Los condenados de la tierra, traducción de Julieta Campos, Fondo de Cultura Económica, México, 1963). <<

[3] Véanse Eqbal Ahmad, «From Potato Sack to Potato Mash: The Contemporary Crisis of the Third World», Arab Studies Quarterly, 2 (verano de 1980), pp. 223-234; Eqbal Ahmad, «Post-Colonial Systems of Power», Arab Studies Quarterly, 2 (otoño de 1980), pp. 350-363; Eqbal Ahmad, «The Neo-Fascist State: Notes on the Pathology of Power in the Third World», Arab Studies Quarterly, 3 (primavera de 1981), pp. 170-180. <<

[4] Véase Anthropology as Cultural Critique: An Experimental Movement in the Human Sciences, edición de George E. Marcus y Michael M. J. Fischer, University of Chicago Press, Chicago, 1986, así como Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, edición de James Clifford y George E. Marcus, University of California Press, Berkeley, 1986 (haytrad. cast.: Retóricas de la antropología, traducción de José Luis Moreno-Ruiz, Júcar, Madrid, 1991). <<

[5] Richard Fox, Lions of the Punjab: Culture in the Making, University of California Press, Berkeley, 1985, p. 186. <<

[6] Véase, por ejemplo, Sherry B. Ortner, «Theory in Anthropology since the Sixties», Comparative Studies in Society and History, 26 (enero de 1984), pp. 126-166. <<

[7] Véanse Anthropology and the Colonial Encounter, edición de Talal Asad Ithaca Press, Londres, 1973; Gérard Leclerc, Anthropologie et colonialisme: essai sur l’histoire de l’africanisme, Fayard, París, 1972, y L’Observation de l’homme: une histoire des enquêtes sociales, París, Seuil, 1979; Johannes Fabian, Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object, Columbia University Press, Nueva York, 1983. <<

[8] Véase Ortner, «Theory in Anthropology», pp. 144-160. <<

[9] En Marcus y Fischer, Anthropology as Cultural Critique, en la página 9 y siguientes el énfasis en la epistemología es muy destacado. <<

[10] James Clifford, «On Ethnographic Authority», Representations, 1 (primavera de 1983), p. 142. <<

[11] Jürgen Golte, «Latin America: The Anthropology of Conquest», en Anthropology: Ancestors and Heirs, edición de Stanley Diamond, Mouton, La Haya, 1980, p. 391. <<

[12] Jonathan Friedman, «Beyond Otherness or: The Spectacularization of Anthropology», Telos, 71 (1987), pp. 161-170. <<

[13] Junta de Ciencias de Defensa, Report of the Panel on Defense: Social and Behavioral Sciences, Williamstown, Massachusetts, 1967. <<

[14] He reflexionado sobre esto en mi libro Covering Islam: How the Media and the Experts Determine How We See the Rest of the World, Pantheon Books, Nueva York, 1981. Véase también «The MESA Debate: The Scholars, the Media and the Middle East», Journal of Palestine Studies, 16 (invierno de 1987), pp. 85-104. <<

[15] Véase Blaming the Victims: Spurious Scholarship and the Palestinian Question, edición de Edward W. Said y Christopher Hitchens, Verso, Londres, 1988, pp. 97-158. <<

[16] Richard Price, First Time: The Historical Vision of an Afro-American People, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1983, pp. 6 y 23. <<

[17] James C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance, Yale University Press, New Haven, Connecticut, 1985, pp. 278-350. Véase también Fred R. Myers, «The Politics of Representation: Anthropological Discourse and Australian Aborigines», American Ethnologist, 13 (febrero de 1986), pp. 138-153. <<

[18] Véanse George W. Stocking Jr., Victorian Anthropology, Free Press, Nueva York, 1987, y Curtis M. Hinsley Jr., Savages and Scientists: The Smithsonian Institution and the Development of American Anthropology, 1846-1910, Smithsonian Institution Press, Washington, D. C., 1981. <<

[19] Véase Edward Said, «Permission to Narrate», London Review of Books (16-29 de febrero de 1984), pp. 13-17. <<

[20] Véase Jean François Lyotard, The Postmodern Condition: A Report on Knowledge, traducción al inglés de Geoff Bennington y Brian Massumi, Theory and History of Literature, vol. 10, University oof Minnesota Press, Mineápolis, 1984, pp. 23-53. <<

[21] Véase Irene L. Gendzier, Managing Political Change: Social Scientists and the Third World, Westview Press, Boulder, Colorado, 1985. <<

[22] Georg Lukács, History and Class Consciousness: Studies in Marxist Dialectics, traducción al inglés de Rodney Livingston, MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 1971), pp. 126-134 (hay trad. cast.: Historia y conciencia de clase, traducción de Manuel Sacristán, Orbis, Barcelona, 1986). <<

[23] La argumentación se expone de un modo más completo en mi libro Culture and Imperialism, Knopf, Nueva York, 1994 (hay trad. cast.: Cultura e imperialismo, traducción de Nora Catelli, Anagrama, Barcelona, 1996). <<

[24] Albert Camus, Actuelles, III: Cronique algérienne, 1939-1958, Gallimard, París, 1958, p. 202: «Si bien disposé qu’on soit envers la revendication arabe, on doit cependant reconnâitre qu’en ce qui concerne l’Algérie, l’indépendance nationale est une formule purement pasionelle. Il n’y a jamais eu encore de nation algérienne. Les Juifs, les Turcs, les Grecs, les Italiens, les Bebères, auraient autant de droit à réclamer la direction de cette nation virtuelle». <<

[25] Frantz Fanon, Les Damnés de la terre, F. Maspero, París, 1976, p. 62 (hay trad. cast.: Los condenados de la tierra, traducción de Julieta Campos, Fondo de Cultura Económica, México, 1963). <<

[26] Aimé Césaire, Cahier d’un retour au pays natal [Notebook of a Return to the Native Land]: The Collected Poetry, tradución al inglés de Clayton Eshleman y Annette Smith, University of California Press, Berkeley, 1983, pp. 76 y 77. <<

[27] Ibid. <<

[28] Véase Raymond Williams, Problems in Materialism and Culture: Selected Essays, NLB, Londres, 1980, pp. 37-47. <<

Del Libro «Reflexiones sobre el exilio». Selección de ensayos literarios y culturales por el autor. Edward Said, (2005). Traducción: Ricardo Garcia.

Educación después de Auschwitz, Theodor W. Adorno

 

 

La reflexión sobre cómo impedir la repetición de Auschwitz viene ensombrecida por el hecho de que hay que tomar consciencia de ese carácter desesperado si no se quiere caer en la retórica idealista. Hay, con todo, que intentarlo, sobre todo a la vista de que la estructura básica de la sociedad y con ella, la de sus miembros, que llevaron las cosas hasta donde las llevaron, son hoy las mismas que hace veinticinco años. Millones de seres inocentes —indicar las cifras o regatear incluso sobre ellas es ya indigno de un ser humano— fueron exterminados de acuerdo con una planificación sistemática. Ningún ser vivo está legitimado para minimizar este hecho como un simple fenómeno superficial, como una desviación en el curso de la historia, irrelevante, en realidad, frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, de la presunta humanidad en ascenso. El simple hecho de que sucediera es ya, por sí mismo y como tal, expresión de una tendencia social poderosa en sobremanera. Quisiera referirme, en este contexto, a un hecho que, muy significativamente, apenas parece ser conocido en Alemania, aunque constituyó el tema de un best-seller como Los cuarenta días del Musa de Dagh de Werfel. Ya en la Primera Guerra Mundial los turcos —el movimiento llamado de los Jóvenes Turcos, dirigido por Enver Pacha y Taleat Pacha— habían asesinado a más de un millón de armenios. Como es bien sabido, altas autoridades militares alemanas e incluso jerarquías del gobierno tuvieron noticia de la matanza, pero guardaron un estricto silencio al respecto. El genocidio hunde sus raíces en esa resurrección del nacionalismo agresivo que tuvo lugar en muchos países desde finales del siglo xix.

 

No es posible sustraerse a la consideración de que el descubrimiento de la bomba atómica, que puede aniquilar literalmente de un solo golpe a centenares de miles de personas, pertenece al mismo contexto histórico que el genocidio. El crecimiento brusco de la población es denominado hoy con preferencia «explosión demográfica». Parece como si la fatalidad histórica tuviera preparadas, para frenar la explosión demográfica, unas contraexplosiones: la matanza de pueblos enteros . Esto sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas entre las que hay que actuar son las del curso de la historia mundial.

 

Como la posibilidad de transformar los presupuestos objetivos, es decir, sociales y políticos, en los que tales eventos encuentran su caldo de cultivo, es hoy limitada en extremo, los intentos de cerrar el paso a la repetición se ven necesariamente reducidos al lado subjetivo. Con ello me refiero también, en lo esencial, a la psicología de las personas que hacen tales cosas. No creo que sirviera de mucho apelar a unos valores eternos sobre los que quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros; tampoco creo que fuera de mucha ayuda ilustrar sobre las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces han de buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas con las acusaciones más miserables. Lo urgente y necesario es lo que en otra ocasión he llamado, en este sentido, el viraje al sujeto. Hay que sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades; hay que mostrárselas a ellos mismos y hay que tratar de impedir que vuelvan a ser de este modo, a la vez que se despierta una consciencia general sobre tales mecanismos. Los asesinados no son los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco en el que muchos quisieran presentarlo hoy. Los únicos culpables son los que sin miramiento alguno descargaron sobre ellos su odio y su agresividad. Esa insensibilidad es la que hay que combatir; las personas tienen que ser disuadidas de golpear hacia afuera sin reflexionar sobre sí mismas. La educación solo podría tener sentido como educación para la autorreflexión crítica. Pero como, de acuerdo con los conocimientos de la psicología profunda, los caracteres, en general, incluso los de quienes en edad adulta perpetúan tales crímenes, se forman en la primera infancia, la educación llamada a impedir la repetición de dichos hechos monstruosos tendrá que concentrarse en ella. Ya les recordé la tesis freudiana sobre el malestar de la cultura. Pues bien, su alcance es todavía mayor de lo que Freud supuso; ante todo porque entretanto la presión civilizatoria que él observó se ha multiplicado hasta lo insoportable. Y con ello, las tendencias explosivas sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever. El malestar en la cultura tiene, con todo, un lado social —algo que Freud no ignoró, por mucho que no lo investigara concretamente. Puede hablarse de la claustrofobia de la humanidad en el mundo administrado, de un sentimiento de encierro dentro de un nexo enteramente socializado tejido como una tupida red. Cuanto más tupida es la red, más se procura escapar, y al mismo tiempo precisamente su espesor impide la salida. Esto refuerza la furia contra la civilización, una furia que se vuelve violenta e irracionalmente contra ella.

 

Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, sobre todo contra los percibidos como socialmente débiles y a la vez —con razón o sin ella— como felices. Sociológicamente me atrevería a añadir que nuestra sociedad, a la vez que se integra cada vez más, alimenta en su seno tendencias a la descomposición. Unas tendencias que, ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, están muy avanzadas. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre las personas individuales y las instituciones particulares, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia. Junto con su identidad y su fuerza de resistencia las personas pierden también las cualidades gracias a las que les sería dado oponerse a lo que eventualmente pudiera tentarles de nuevo al crimen. Quizá sean ya apenas capaces de resistir si los poderes establecidos les conminan a reincidir, siempre que esto ocurra en nombre de un ideal en el que creen a medias o incluso no creen ya en absoluto.

 

Cuando hablo de la educación después de Auschwitz hablo de dos ámbitos: en primer lugar, educación en la infancia, sobre todo en la primera; seguidamente, ilustración general llamada a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición; un clima, pues, en el que los motivos que llevaron al horror se hayan hecho en cierto modo conscientes. No pretendo, como es lógico, esbozar el plan de una educación de este tipo, ni siquiera en líneas generales. Pero sí quisiera caracterizar al menos algunos puntos neurálgicos. Con frecuencia se ha responsabilizado —en los Estados Unidos, por ejemplo— al espíritu alemán, tan dócil a la autoridad, del nacionalsocialismo y, por tanto, de Auschwitz. Considero esta explicación demasiado superficial, aunque entre nosotros, como en muchos otros países europeos, los comportamientos autoritarios y la autoridad ciega sobreviven, ciertamente, mucho más tenazmente de lo que parece aceptable en condiciones de democracia formal. Hay que asumir más bien que el fascismo y el terror que alentó guardan una íntima relación con la decadencia de los viejos poderes establecidos del Imperio, que fueron derrocados y abatidos antes de que las personas estuviesen psicológicamente preparadas para determinarse a sí mismas. No se mostraron a la altura de la libertad que les cayó del cielo. De ahí que las estructuras de la autoridad asumieran esa dimensión destructiva y —por así decirlo— demencia! que antes no tenían o, cuanto menos, no mostraban. Si se piensa cómo la visita de tales o cuales soberanos carentes ya de toda función política efectiva hace entrar aún en éxtasis a poblaciones enteras, se verá hasta qué punto está perfectamente fundada la sospecha de que el potencial autoritario es, hoy como ayer, mucho más fuerte de lo que cabría imaginarse. De todos modos, quiero subrayar explícitamente que el retorno o no retorno del fascismo no es, en lo esencial, una cuestión psicológica, sino social. Si me detengo tanto en los aspectos psicológicos es únicamente porque los otros momentos, más esenciales, quedan en buena medida fuera del ámbito operativo de la voluntad educativa, cuando no fuera ya de posibilidad de la intervención del individuo en general.

 

Personas bien intencionadas, que no quieren que vuelva a ocurrir, citan a menudo el concepto de obligación. Responsable de lo ocurrido sería, en efecto, el hecho de que las personas no tengan ya obligaciones. Y, desde luego, el hecho de una de las condiciones del terror sádico-autoritario depende de la pérdida de autoridad. Al sano sentido común le parece posible invocar obligaciones llamadas a contrarrestar, mediante un enérgico «No debes», lo sádico, lo destructivo, lo desintegrador. Por mi parte, considero ilusorio esperar que la apelación a obligaciones o incluso la exigencia de contraer otras nuevas sirva realmente para que el mundo y las personas mejoren. La falsedad de las obligaciones y ataduras que se exigen sólo para conseguir algo —aunque este algo sea bueno—, sin ser experimentadas todavía por las personas como substanciales en sí mismas, es percibida enseguida. Es sorprendente lo pronto que reaccionan hasta las personas más disparatadas e ingenuas cuando se trata de husmear en las debilidades de los mejores. Con facilidad las llamadas obligaciones se convierten o bien en un certificado de sensatez —se las acepta para poder dárselas uno de buen ciudadano—, o bien generan un rencor odioso; es decir, lo contrario, psicológicamente hablando, de lo que se esperaba de ellas. Significan heteronomía, un hacerse dependiente de órdenes, de normas que no se justifican ante la propia razón del individuo. Lo que la psicología llama super-yo, la conciencia moral, es reemplazado en nombre de la obligación por autoridades exteriores, facultativas, intercambiables, como ha podido observarse del modo más claro en la propia Alemania tras el derrumbe del Tercer Reich. Sólo que precisamente la disposición a ponerse de parte del poder e inclinarse externamente, asumiéndolo como norma, ante lo más fuerte, constituye la idiosincrasia típica de los torturadores, una idiosincrasia que no debe volver a levantar la cabeza. Por eso resulta tan fatal la recomendación de obligaciones. Las personas que de mejor o peor grado las aceptan se ven reducidas a un estado de permanente necesidad de recibir órdenes. La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la autonomía, si se me permite valerme de la expresión kantiana; la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego.

 

En una ocasión me asustó mucho una experiencia: en un viaje al lago de Constanza leí en un periódico de Badén un comentario sobre la pieza teatral de Sartre Muertos sin sepultura, en el que se destacaban las cosas terribles que contenía la obra. Es evidente que la pieza le resultaba altamente desagradable al crítico. Sólo que éste no explicaba su malestar remitiéndose a lo horrible de la cosa misma, es decir, al horror de nuestro mundo, sino que efectuaba una inversión tal que, frente a una actitud como la de Sartre, ocupándose de semejantes cosas, nosotros deberíamos tener —le cito fielmente— un sentido para algo más noble; no podríamos, en fin, reconocer el sinsentido del horror. Dicho brevemente; mediante su sofisticada chachara existencial el crítico quería sustraerse a la confrontación con el horror. Ahí radica, en medida nada desdeñable, el peligro de que el terror se repita, en mantenerlo lejos de nosotros y apartar con violencia a quien ose hablar del mismo, como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los autores.

Como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los autores. En el problema de la autoridad y de la barbarie destaca un aspecto al que por lo general apenas se atiende. A él remite una observación del libro Der SS-Sfaaf («El Estado de las SS»), de Eugen Kogon, que contiene idea de capital importancia sobre todo este complejo y que dista mucho de haber sido asimilado por la ciencia y la pedagogía en el grado en que debería haberlo sido. Kogon llama la atención sobre el hecho de que los torturadores del campo de concentración en el que él mismo pasó varios años eran, en su mayoría, jóvenes de familias campesinas. La diferencia cultural todavía subsistente entre la ciudad y el campo es una de las condiciones del terror, aunque, ciertamente, no la única ni la más importante. Disto mucho de albergar sentimientos de superioridad sobre la población campesina. Sé muy bien que nadie tiene la culpa de haber nacido y crecido en una ciudad o en la aldea. Me limito a tomar nota del hecho de que probablemente en las zonas rurales ha avanzado menos la superación de la barbarie que en otros lugares. Tampoco la televisión ni los restantes medios de comunicación de masas han modificado gran cosa la situación de quienes no han podido acceder al estado actual de la cultura. Me parece más justo expresar esto y tratar de remediarlo que ensalzar, apelando a los sentimientos, éstas o aquellas cualidades de la vida rural que amenazan con desaparecer. Voy tan lejos como para sostener que la superación de la barbarie en el medio rural es uno de los objetivos educativos más importantes. Éste presupone, de todos modos, un estudio de la consciencia e inconsciencia de las correspondientes poblaciones. Sería, ante todo, necesario ocuparse del impacto que han ejercido los medios modernos de comunicación de masas sobre un estado de consciencia que dista mucho de haber alcanzado el nivel del liberalismo cultural burgués del siglo xix.

 

Para cambiar este estado no sería suficiente con el sistema normal de escuelas populares, muy problemático en muchos sentidos. Se me ocurren varias posibilidades. Una de ellas —estoy improvisando— consistiría en planificar programas de televisión que tuvieran muy en cuenta los puntos neurálgicos de ese estado específico de consciencia. Pienso también en la formación de algo así como equipos y brigadas móviles de educación, integrados por voluntarios, que fueran a las zonas rurales e intentaran compensar las carencias más graves mediante discusiones, cursos y enseñanzas adicionales. No ignoro, por supuesto, que a estas personas les costaría mucho ganarse a la población. Pero no tardaría en constituirse un pequeño grupo en torno a ellos, capaz tal vez de convertirse en un foco de irradiación.

 

Pero nadie debería llamarse a engaño sobre el hecho de que también en los centros urbanos, y precisamente en los más grandes, está presente la inclinación arcaica a la violencia. La tendencia global de la sociedad engendra hoy por doquier tendencias regresivas —quiero decir, personas con rasgos sádicos reprimidos. Quisiera recordar en este sentido la relación, desviada y patógena, con el cuerpo que Horkheimer y yo describimos en la
Dialéctica de la Ilustración. Dondequiera que la consciencia esté mutilada, pasa a ser retroproyectada de forma no libre y que es propicia a actos de violencia sobre el cuerpo y la esfera de lo corporal. Basta con reparar en la forma en que en cierto tipo de personas incultas su propio lenguaje —sobre todo cuando se les replica o interrumpe— se vuelve amenazador, como si los gestos lingüísticos fuesen en realidad los de una violencia física apenas controlada. Habría que analizar también, por cierto, el papel que juega en todo esto el deporte, tan insuficientemente estudiado todavía por parte de una psicología social de orientación crítica. El deporte es ambivalente: puede generar, por una parte, efectos contrarios a la barbarie y antisádicos mediante el fair play (juego limpio), la caballerosidad y el respeto por el más débil. Por otra, sin embargo, puede fomentar en algunas de sus formas y procedimientos, agresión, brutalidad y sadismo, sobre todo en personas que no se someten ellas mismas al esfuerzo y la disciplina del deporte sino que se limitan a ejercer de meros espectadores; en quienes acostumbran a vociferar en los estadios. Esta ambivalencia debería ser analizada sistemáticamente. En la medida en que la educación pueda ejercer alguna influencia al respecto, sus resultados deberían ser aplicados a la vida deportiva.

 

Todo esto guarda una relación más o menos estrecha con la vieja estructura ligada a la autoridad, con modos de comportamiento —casi diría— propios del bueno y rancio carácter autoritario. Pero lo que produce Auschwitz, los tipos característicos del mundo de Auschwitz, son presumiblemente algo nuevo. Expresan, por una parte, la identificación ciega de lo colectivo. Están, por otra, troquelados para la manipulación de las masas, de lo colectivo, como los Himmier, Hóss, Eichmann. Soy de la opinión de que lo más importante para evitar el peligro de una repetición es combatir la supremacía ciega de todos los colectivos, fortalecer la resistencia a ellos arrojando luz sobre el problema de la colectivización. Esto no es en absoluto algo tan abstracto como puede parecer a la luz de la pasión con la que precisamente personas jóvenes, de conciencia progresista, tienden a encuadrarse en lo que sea. Puede ponerse fácilmente en relación con el sufrimiento que los colectivos inflingen, sobre todo al principio, a cuantos individuos ingresan en ellos. Basta con pensar en las primeras experiencias en la escuela. Habría que combatir todos esos modos de folk-ways, de costumbres populares y ritos de iniciación, del tipo que sea, que causan dolor físico a un ser humano —a veces, hasta lo insoportable— como precio a pagar para poder sentirse parte integrante, uno más del colectivo. La perversidad de costumbres como la de las noches salvajes, la de la justicia popular bávara y otras de este tipo, de raigambre popular y a veces muy estimadas, constituye una prefiguración directa de la violencia nacionalsocialista. No es ninguna casualidad que los nazis enaltecieran y frecuentaran tales atrocidades con el nombre de «Brauchtum» (propio de los usos y costumbres). Toda una tarea, y muy actual, para la ciencia. Que podría invertir drásticamente esa tendencia folclorizante y populista, de la que los nazis se apoderaron con entusiasmo, poniendo así coto a la supervivencia, a un tiempo brutal y fantasmal, de tales distracciones populares.

 

 

Lo que en toda esta esfera está en juego es un presunto ideal que no ha dejado de jugar también, ciertamente, un papel importante en la educación tradicional, el de la dureza. Un ideal que acostumbra a invocar también en su favor, de forma bastante ignominiosa, un dicho de Nietzsche, que en realidad tiene un significado muy distinto. Recuerdo que, durante el proceso de Auschwitz, el terrible Boger tuvo un estallido que culminó en un panegírico de la educación para la disciplina mediante la dureza. Una dureza necesaria para producir el tipo de ser humano que a él le parecía cabal. Esta imagen pedagógica de la dureza, en la que muchos creen sin reflexionar sobre ella, está profundamente errada. La idea de que la virilidad consiste en una máxima capacidad de resistencia ha sido durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que —como ha hecho ver la psicología— viene a coincidir muy fácilmente con el sadismo. La tan loada dureza, para la que tendríamos que ser educados, significa sin más indiferencia frente al dolor, sin una distinción demasiado nítida entre el dolor propio y el ajeno. Quien es duro consigo mismo se arroga el derecho de ser duro también con los demás, y se venga así del dolor cuyos efectos y movimientos no sólo no pudo manifestar, sino que tuvo que reprimir. Tan importante es elevar a consciente este mecanismo como promover una educación que no premie ya, como ayer, el dolor y la capacidad de soportarlo. La educación debería, con otras palabras, tomar en serio una idea que no deja de resultarle familiar a la filosofía: la de que el temor no debe ser reprimido. El medio más efectivo, probablemente, para conseguir la anulación de parte del efecto destructor del miedo inconsciente y desviado pasa por no reprimir el miedo, pasa porque uno se permita tener tanto temor como la realidad se merece.

 

Las personas que se encuadran a ciegas en colectivos se convierten a sí mismas en algo casi material, se borran como seres autodeterminados. Con ello se corresponde la disposición a tratar a los otros como una masa amorfa. En Authoritarian Personality («La personalidad autoritaria») * hablé, a propósito de quienes se comportan así, de carácter manipulador, y ello en una época en la que el diario de Hóss o las notas de Eichmann aún no se conocían. Mis descripciones del carácter manipulador datan de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. En ocasiones la psicología social y la sociología dan en construir conceptos que sólo más tarde se confirman plenamente empíricos. El carácter manipulador —cualquiera puede controlarlo en las fuentes relativas a esos líderes nazis, que están a disposición de todos— se distingue por su manía organizadora, por su absoluta incapacidad para tener experiencias humanas inmediatas, por un determinado tipo de falta de emoción, por un realismo exagerado. Quiere llevar adelante a cualquier precio una presunta, aunque ilusoria, política realista. Ni por un momento se imagina o desea el mundo de otro modo que como es; poseído por la voluntad de doing tilings, de hacer cosas, independientemente del contenido de ese hacer. Convierte la actividad, la llamada efficiency (eficiencia) como tal, en un culto que encuentra eco en la propaganda a favor del hombre activo. Entretanto, este tipo humano —si mis observaciones no me engañan y algunas investigaciones sociológicas permiten generalizar— ha alcanzado una difusión muy superior a lo que cabría imaginar. Lo que en su día ejemplificaron algunos monstruos nazis podría constatarse hoy en muchas personas, como delincuentes juveniles, jefes de bandas y similares, sobre los que los periódicos informan día tras día. De tener que reducir a una fórmula este tipo de carácter manipulador —tal vez no se debiera, pero puede ayudar a la comprensión—, lo caracterizaría como el tipo de la consciencia cosificada. Se trata, en primer lugar, de personas de una índole tal que se han asimilado en cierto modo a las cosas. Seguidamente, y si pueden, asimilan los demás a las cosas. El término «fertigmachen» (acabar con, liquidar), tan popular en el mundo de los «fíowdie» (gamberros) juveniles como entre los nazis, expresa esto del modo más claro. Esta expresión define a las personas como cosas disponibles en un doble sentido. La tortura es, según Max Horkheimer, la adaptación dirigida y en cierto modo acelerada de los hombres a lo colectivo. Algo de ello late en el espíritu de la época, por poco que tenga que ver con el espíritu. Me limito a citar el dicho de Paul Valéry, anterior a la última guerra, según el cual la inhumanidad tiene un gran futuro. En la medida en que dichos seres manipuladores, incapaces de experiencias propiamente dichas, muestran precisamente por ello rasgos de inaccesibilidad que los emparentan con ciertos enfermos mentales o caracteres psicóticos, los esquizoides, resulta muy difícil ir contra el mismo.

 

En los intentos de oponerse a la repetición de Auschwitz sería esencial, en mi opinión, poner en claro, en primer lugar, cómo aparece el carácter manipulador, con vistas a impedir, en la medida de lo posible, su surgimiento mediante la transformación de las condiciones. Quiero hacer una propuesta concreta: que se estudie a los culpables de Auschwitz con todos los métodos de que dispone la ciencia, sobre todo con psicoanálisis prolongados durante años, de cara a descubrir, si es posible, cómo surgen tales seres humanos. Ellos, por su parte, y éste es el bien que aún podían hacer, ayudarían así tal vez, en contradicción con su propia estructura caracteriológica, a que el horror no se repitiera, siempre, claro es, que quisieran colaborar en la investigación de su génesis. No sería fácil, en cualquier caso, hacerles hablar; bajo ningún concepto sería lícito aplicar nada parecido a sus métodos para averiguar cómo llegaron a convertirse en lo que se convirtieron. De momento se sienten —precisamente en su colectivo, en el sentimiento de ser todos ellos viejos nazis— tan protegidos, no obstante, que apenas alguno de ellos ha mostrado sentimientos de culpa. Pero es de suponer que también existirán en ellos, o al menos en algunos, puntos psicológicos de abordaje al hilo de los que sería posible transformar esto. Pienso, por ejemplo, en su narcisismo o, dicho llanamente, en su vanidad. Cuando pueden hablar sin inhibiciones de sí mismos, como Eichmann, quien, por cierto, llenó bibliotecas enteras con sus declaraciones, tienen la ocasión de sentirse importantes. Cabe presumir, por último, que también en estas personas habrá, si se profundiza en ellas, algún resto de la vieja instancia de la conciencia moral, una instancia hoy en buena medida en vías de disolución. Una vez conocidas las condiciones internas y externas que los hicieron así —si me es concedido operar con la hipótesis de la posibilidad de averiguarlas efectivamente— podrían quizá sacarse algunas consecuencias prácticas encaminadas a evitar que vuelva a ocurrir algo parecido. La utilidad o inutilidad del intento sólo se mostrará cuando se emprenda; no quiero sobrevalorarlo. Hay que tener bien claro que los seres humanos no pueden ser explicados automáticamente a partir de tales condiciones. En igualdad de condiciones unos salieron así y otros de modo muy distinto. A pesar de todo, valdría la pena. Ya el simple planteamiento de la cuestión de cómo alguien ha llegado a convertirse en lo que es encierra un potencial de ilustración. Porque corresponde a los estados perniciosos de consciencia e inconsciencia al que el ser-así propio —el que uno sea así y no de otro modo— sea tomado falsamente por naturaleza, por algo dado de un modo inalterable y no simplemente ocurrido. Cité el concepto de consciencia cosificada. Pues bien, esta consciencia es, ante todo, una consciencia que se ciega frente a todo ser devenido, frente a toda penetración cognitiva en lo condicionado de uno mismo, una consciencia, en fin, que absolutiza lo que es-así. Si se lograra romper este mecanismo compulsivo, algo se ganaría. Esa es, al menos, mi opinión.

 

La relación con la técnica tendría que ser también tratada de modo preciso, en un siguiente paso, y no solo en los pequeños grupos, en conexión con la consciencia cosificada. Se trata de una relación tan ambivalente como la existente en el deporte, con el que, por otra parte, no deja de tener cierto parentesco. Cada época produce, por una parte, las personalidades —tipos de distribución de energía psíquica—, que socialmente necesita. Un mundo como el actual, en el que la técnica ocupa una posición central, produce hombres tecnológicos, acordes con la técnica. Lo que no deja de tener su racionalidad específica: en su estrecho ámbito serán más competentes, pudiendo ello influir luego en lo general. En la relación actual con la técnica, hay, por otra parte, algo de exagerado, de irracional, de patógeno. Tal cosa guarda relación con el «velo tecnológico». Las personas tienden a tomar la técnica por la cosa misma, tienden a considerarla como un fin en sí misma, como una fuerza dotada de entidad propia, olvidando al hacerlo que la técnica no es otra cosa que la prolongación del brazo humano. Los medios —y la técnica es la encarnación suprema de unos medios para la autoconservación de la especie humana— son fetichizados, porque los fines —una vida humana digna— han quedado cubiertos por un velo y han sido erradicados de la consciencia de las personas. Al nivel de generalidad en el que lo he formulado, esto debería ser evidente. Pero se trata de una hipótesis todavía demasiado abstracta. No se sabe en absoluto de un modo preciso cómo se impone la fetichización de la técnica en la psicología individual de los seres particulares; no se sabe dónde radica el umbral entre una relación racional con la técnica y esa sobrevaloración que lleva, finalmente, a que quien proyecta un sistema de trenes para llevar las víctimas a Auschwitz, sin interferencias y del modo más rápido posible, olvide lo que ahí ocurre con ellas. El tipo inclinado a la fetichización de la técnica es, dicho llanamente, el correspondiente a personas incapaces de amar. Esta afirmación no debe ser tomada en un sentido sentimental ni moralizante; designa simplemente una relación libidinal deficiente con otras personas: se trata de seres absolutamente fríos, que tienen que negar en su fuero interno la posibilidad del amor, y que rechazan de entrada, antes de que pueda desarrollarse, su amor a los demás. La capacidad de amor que sobrevive aún en ellos es forzosamente volcada a los medios. Las personalidades cargadas de prejuicios y afectos a la autoridad de las que nos ocupamos en Authoritarian personality («La personalidad autoritaria»), en Berkeley, suministraron no pocas pruebas al respecto. Un sujeto de experimentación —y ya esta misma expresión es propia de la consciencia cosificada— decía de sí mismo: «I like nice equipment» (me gustan los equipos bonitos, los aparatos bonitos), prescindiendo por completo de cuáles fueran tales aparatos. Su amor era absorbido por cosas, por las máquinas como tales. Lo alarmante en todo esto —alarmante, porque permite ver lo inútil de oponerse—, es que se trata de una tendencia profundamente coincidente con la tendencia civilizatoria global. Combatirla equivale a algo así como ir en contra del espíritu del mundo; pero con ello no hago sino repetir algo que caracterice al comienzo como el aspecto más sombrío de una educación contra Auschwitz.

 

Decía que esos hombres son fríos de un modo muy especial. Permítanme que dedique unas breves palabras a la frialdad en general. Si la frialdad no fuera un rasgo antropológico general, esto es, propio de la constitución de los seres humanos tal como estos son realmente en nuestra sociedad, y si éstos no fueran, consecuentemente, de todo punto indiferentes a lo que les ocurre a los demás, con excepción de unos pocos con los que están íntimamente unidos y con los que comparten intereses, Auschwitz no hubiera sido posible; las personas no lo hubieran tolerado. En su actual estructura —y desde hace siglos, sin duda— la sociedad no descansa, como se asume ideológicamente desde Aristóteles, en la atracción, sino en la persecución del interés propio en detrimento de los intereses de los demás. Esto ha troquelado el carácter de los hombres hasta en su más íntima entraña. Lo que se opone a ello, el instinto gregario de la llamada lonely crowd, de la muchedumbre solitaria, es una reacción en contra, un conglomerado de gente fría que no soporta su propia frialdad, pero que tampoco puede transformarla. Todos los hombres, sin excepción, se sienten hoy poco amados, porque ninguno de ellos puede amar suficientemente. La incapacidad para la identificación fue, sin duda alguna, la condición psicológica más importante para que pudiera ocurrir algo como Auschwitz entre personas en cierta medida bien educadas e inofensivas.
Lo que suele llamarse «colaboracionismo» fue en un principio interés de negocio: que la ventaja propia prevaleciera sobre cualquier otra, y para no ponerla en peligro, cerrar la boca. Ésta es una ley general de lo establecido. El silencio bajo el terror fue tan sólo una consecuencia suya. La frialdad de la mónada social, del competidor aislado, fue, en cuanto indiferencia frente al destino de los demás, el factor condicionante de que muy pocos se movieran. Los esbirros que se encargan de la tortura lo saben muy bien; lo comprueban de nuevo una y otra vez.

 

No me entiendan mal. No pretendo predicar el amor. Me parece inútil predicarlo. Además, nadie tendría derecho a hacerlo, porque la carencia de amor es —como ya dije— una carencia de todos los seres humanos sin excepción, tal como hoy existen. Predicar amor presupone ya, en aquellos a los que la prédica va dirigida, una estructura caracteriológica distinta a la que se quiere modificar. Porque los seres a los que hay que amar son incapaces de amor, y por eso mismo en modo alguno tan dignos de ser amados. Uno de los grandes impulsos del Cristianismo, no coincidente de modo inmediato con el dogma, fue el de acabar con la frialdad que todo lo empapaba. Pero ese intento fracasó; tal vez porque dejó intacto el orden social que produce y reproduce la frialdad. Es posible que ese latido cálido entre las personas por el que tanto anhelo se ha sentido siempre no haya existido nunca, salvo en períodos breves y en grupos muy pequeños, tal vez entre pacíficos salvajes. Los tan denostados utopistas fueron conscientes de ello. Y así. Charles Fourier caracterizó la atracción como algo aún por establecer mediante un orden social humano, reconociendo a la vez que ese estado sólo será posible cuando las pulsiones humanas dejen de ser reprimidas para pasar a ser satisfechas y desbloqueadas. Si algo puede ayudar al hombre contra la frialdad generadora de desdicha es el conocimiento de las condiciones que determinan su formación y el esfuerzo por oponerse anticipadoramente a ellas en el ámbito individual. Podri’a pensarse que cuanto menos se fracasa en la infancia, cuanto mejor son tratados los niños, mayores son las oportunidades. Pero también aquí amenazan ilusiones. Los niños que nada sospechan de la crueldad y de la dureza de la vida son los que más expuestos se encuentran a la barbarie tan pronto como abandonan su entorno protector. Y lo que, sobre todo, no se puede es animar al calor a los padres, que son ellos mismos productos de esta sociedad, cuyas marcas llevan. La incitación a dar más calor a los niños pone en marcha artificialmente el calor y al actuar así, lo niega. Y, por otra parte, no es posible exigir amor en relaciones profesionalmente mediadas, como las que unen a maestros y alumnos, médicos y pacientes, abogados y clientes. El amor es algo inmediato y está por esencia en contradicción con las relaciones mediatas. La recomendación de amar—tanto más en la forma imperativa del deber de hacerlo— es ella misma un componente de la ideología que eterniza la frialdad. Característico de ella es lo coactivo, lo represivo, que actúa contra la capacidad de amar. De ahí que lo primero que habría que hacer es procurar que la frialdad tomara consciencia de sí misma, de las condiciones que la generaron.

 

Permítanme acabar dedicando unas breves palabras a algunas posibilidades de concienciación de los mecanismos subjetivos sin los que Auschwitz no hubiera sido posible. El conocimiento de tales mecanismos es, en cualquier caso, necesario; también el de los de la defensa estereotipada que bloquea dicha consciencia. Quienes aún dicen hoy que las cosas no fueron tan graves, están ya defendiendo lo ocurrido, y estarían sin duda dispuestos a asentir o a colaborar si ocurriera de nuevo. Aunque la ilustración racional no disuelve de forma directa —como la psicología sabe muy bien— los mecanismos inconscientes, sí refuerza al menos en el preconsciente ciertas contra-instancias y contribuye a crear un clima desfavorable a la desmesura. Si la consciencia cultural en su conjunto tomara buena nota del carácter patógeno de los rasgos que en Auschwitz jugaron un papel tan grande, las personas podrían tal vez controlarlos mejor.

 

Habría además que clarificar la posibilidad de desviar lo que se desfogó en Auschwitz. Mañana puede llegarle el turno a otro grupo que los judíos; a los viejos, por ejemplo, que durante el Tercer Reich aún fueron respetados en Alemania, o a los intelectuales, o simplemente a grupos diferenciados. El clima que más favorece semejante repetición es —ya lo he sugerido— el del nacionalismo resurgente. Un nacionalismo negativo precisamente porque en la época de la comunicación internacional y de los bloques supranacionales no puede ya creer cabalmente en sí mismo y tiene que hipertrofiarse hasta la desmesura para convencerse y convencer a los otras de que aún es sustancial.

 

No habría que renunciar a indicar posibilidades concretas de resistencia. Habría que abordar, por ejemplo, la historia de los asesinatos por eutanasia, que en Alemania, no alcanzaron, gracias a la resistencia que se les opuso, la amplitud proyectada por los nacionalsocialistas. La oposición se limitó al propio grupo, lo que no deja de representar un síntoma singularmente llamativo y ampliamente difundido de la frialdad universal. Semejante oposición es, de todos modos, además de lo dicho, muy limitada, si se piensa en la insaciabilidad propia del principio de las persecuciones. Toda persona que no pertenece precisamente al grupo de los perseguidores puede ser sin más liquidada; hay, pues, ahí un crudo interés egoísta al que es posible apelar. Habría, por último, que preguntarse por las condiciones específicas, históricamente objetivas, de las persecuciones. En una época en la que el nacionalismo está anticuado, los llamados movimientos de renovación nacional se muestran especialmente proclives, como es evidente, a las prácticas sádicas.

 

La educación política en su conjunto debería, en fin, centrarse en hacer imposible la repetición de Auschwitz. Tal cosa sólo será posible si aborda además este problema, el más importante de todos, abiertamente, sin miedo de chocar con poderes establecidos del tipo que sea. Para ello tendría que transformarse en sociología, es decir, tendría que instruir sobre el juego de fuerzas sociales que tiene lugar por debajo de la superficie de las formas políticas. Debería ser analizado críticamente, por sólo citar un modelo, un concepto tan respetable como el de la razón de Estado: cuando se sitúa el derecho del Estado por encima del de sus miembros, el terror está ya potencialmente asentado.

 

Walter Benjamin me preguntó una vez en París durante la emigración, cuando yo aún volvía esporádicamente alguna vez a Alemania, si había allí suficientes esbirros dispuestos a torturar y ejecutar lo que los nazis ordenaran. Los había. La pregunta tiene, no obstante, una justificación profunda.

 

Benjamin percibía que los hombres que ejecutan actúan, a diferencia de los asesinos de mesa de despacho y de los ideólogos, en contradicción con sus propios intereses inmediatos, se convierten en asesinos de sí mismos al asesinar a los otros. Me temo que por muchas y amplias que sean las medidas que se tomen en el ámbito de la educación, apenas será posible impedir que sigan surgiendo asesinos de mesa de despacho. Pero que haya seres humanos que en posiciones inferiores, reducidos a esclavos, ejecutan lo que les perpetúa en su esclavitud y les priva de su propia dignidad, que sigan habiendo Bogers y Kaduks, esto es cosa contra la que cabría hacer algo mediante la educación y la ilustración.

 

Traducción Jacobo Muñoz.

La lógica de la insurrección, Alfredo María Bonanno, 1984.

De la revista Insurrection nro 1.

 

Cuando escuchamos la palabra insurrección pensamos en algún momento preciso de agitación en el pasado, o imaginamos un choque similar en el futuro. La insurrección espontánea ocurre cuando las personas son empujadas más allá de sus límites de resistencia en sus puntos de explotación. Ciertos hechos tienen lugar: enfrentamientos callejeros, ataques contra la policía, destrucción de los símbolos del capitalismo (bancos, joyeros, supermercados, etc.). Tales momentos de violencia popular atrapan a los anarquistas sin preparación, sorprendidos de que la apatía de ayer se transforme en la ira de hoy.

Mira Brixton hace un par de años: los anarquistas no eran, no podrían haber sido, protagonistas en los disturbios. Los eventos los tomaron por sorpresa. La gente se levantó por razones aparentemente simples, pero que estaban eclosionando debajo de la superficie durante mucho tiempo. La participación de anarquistas fue simplemente la de adaptarse a la situación, el invitados de una insurrección pero no actuando con una lógica insurreccional. Lanzar un ladrillo no es la mejor manera para que un revolucionario consciente participe en una insurrección.

 

Cuando hablamos de aplicar una lógica de insurrección nos referimos a hacer las cosas al revés. No nos limitamos a identificar áreas de tensión social y unirnos cuando explota, tratamos de estimular la rebelión y aún más, proponer y participar en la formación de una organización de revuelta.

 

Tratemos de ser lo más claros posible.

 

El tipo de organización que queremos decir debe ser de carácter asociativo, social o de masas—un comité, grupo de apoyo, liga contra la represión, asociación por los derechos de vivienda, grupos antinucleares, liga abstencionista contra las elecciones, etc—no un grupo anarquista específico. ¿Por qué la gente debería pertenecer a un grupo anarquista para participar en una lucha social?

 

La participación de la gente en este tipo de estructura puede ser ilimitada, dependiendo del trabajo que los anarquistas logren hacer dentro de ella. Comenzando con un puñado de camaradas y personas más motivadas en una lucha en particular, ya sea una huelga salvaje, despidos masivos, una base contra la propuesta de la OTAN, okupaciones, etc., implicaría inicialmente difundir información sobre la situación establecida de la manera más clara y directa posible.

 

Se utilizarían folletos, revistas, carteles, debates, conferencias, reuniones públicas, etc., y se formaría la encarnación de uno de los grupos mencionados anteriormente. Cuando hay alguna respuesta a esta parte del trabajo es el momento de establecer un lugar de reunión y número de contacto. Las acciones de los organizativos serán más efectivas a medida que avance la lucha, aumenten los números y se desarrolle la represión contra ella.

 

El resultado no será seguro. La presencia activa de los anarquistas no significa control, sino más bien estimulación. Tienen los mismos derechos que el otro y no tienen un peso particular en la toma de decisiones. Sus sugerencias se considerarán válidas si ambas están en sintonía con el nivel general de sentimiento y al mismo tiempo tratan de empujarlo hacia adelante.

 

Las propuestas tímidas o vacilantes serían rechazadas como obstáculos para avanzar en la lucha y traicionar las necesidades y la rebelión. Una propuesta demasiado avanzada, que vaya más allá del nivel del momento sería considerada imposible, peligrosa y contraproducente. La gente se retiraría, temerosa de estar confundida en quién sabe qué.

 

Por lo tanto, los anarquistas que operan dentro de esta estructura deben estar en contacto con la realidad y proponer acciones que sean posibles y comprensibles. Es posible que una rebelión de desorden en expansión pueda evolucionar a partir de este trabajo inicial de estimulación. Esto es lo que queremos decir con los métodos y la lógica de la insurrección. Es bastante diferente a la lógica del sindicato y el sindicalismo (incluido el anarcosindicalismo), estructuras que comienzan desde una lógica de defensa en lugar de una de ataque. Tienden al crecimiento cuantitativo (aumento de la membresía) y a defender las ganancias pasadas y, en el caso de los sindicatos, a proteger los intereses de una categoría.

 

Lo que proponemos, por el contrario, son estructuras asociativas básicas organizadas para hacer frente a un objetivo de lucha y estimular los sentimientos de rebelión de los pueblos, para culminar en una insurrección lo más consciente posible.

 

Usando este método no hay forma de que los anarquistas dentro de la estructura puedan transformarse en un grupo de liderazgo o poder. De hecho, como hemos dicho, están obligados a seguir las condiciones de la lucha. No están trabajando para un crecimiento cuantitativo en su propio grupo anarquista. No pueden proponer simplemente acciones defensivas, sino que están obligados a ir hacia acciones cada vez más avanzadas. Por un lado, estas acciones pueden conducir a la insurrección y niveles que no se pueden predecir. Por otro lado, pueden no ser efectivos. En cualquier caso, la estructura asociativa original inevitablemente se vuelve redundante, y los anarquistas volverán a lo que estaban haciendo antes.

 

 

 

Traducción al Español por V de Invisible

 

Texto extraído de Anarchist Library.

El sexo del capitalismo. Roswhita Scholz.

 

 

Para mostrar lo que quiere decir la noción de “disociación–valor” conviene, en primer lugar, explicar lo que significa el concepto androcéntrico del “valor” tal como ha sido definido por la “crítica fundamental del valor” y que pretendo desarrollar aquí de modo crítico. En general, la noción de valor es utilizada de manera positiva, ya sea por parte del marxismo tradicional, por parte del feminismo o incluso de las ciencias económicas donde, bajo la forma de los precios, por ejemplo, el valor aparece como un elemento incondicionado e inamovible a través de la historia de las sociedades humanas. A este respecto, el enfoque de la crítica fundamental del “valor” es totalmente distinto. Bajo tal enfoque, el valor es entendido y criticado como la expresión de una relación social fetichista. En las condiciones propias de una producción mercantil destinada a mercados anónimos, los miembros de la sociedad, en lugar de utilizar de común acuerdo los recursos para la producción razonada de su existencia, producen, por separado, mercancías que sólo devienen productos sociales una vez que han sido intercambiados en el mercado. En tanto “representan” un “trabajo anterior” (consumo de energía social humana abstracta), esas mercancías constituyen un “valor”; es decir, corresponden a una cierta cantidad de energía social consumida en su fabricación. Esta representación se expresa a su vez a través de un médium particular, el dinero, que es la forma general del valor para todo el universo mercantil. La relación social mediatizada por esta forma trastoca profundamente las relaciones entre las personas y los productos materiales: los miembros de la sociedad, en tanto que personas, aparecen de forma asocial, como simples productores privados y como individuos carentes de vínculos. Inversamente, la relación social aparece como una relación entre cosas, entre objetos muertos que se enlazan a través de las cantidades abstractas de valor que representan. Las personas son cosificadas y las cosas se ven, por así decirlo, personificadas. El resultado es la alienación mutua de los miembros de la sociedad, que no utilizan sus recursos en función de decisiones conscientes, tomadas de común acuerdo, sino que se someten a una relación ciega entre cosas muertas, sus propios productos, bajo el mando de la forma–dinero. Es así como, una y otra vez, se incurre en un mal reparto de los recursos, lo que nos precipita a crisis y catástrofes sociales.

 

La crítica de este fetichismo que subordina los seres humanos en tanto que seres sociales a las relaciones creadas por sus propios productos debe, pues, realizarse desde el nivel de la producción mercantil, del valor, del trabajo abstracto y la forma–dinero. Y es precisamente ahí donde la teorización marxista anterior ha fracasado. Aquello que constituye la verdadera radicalidad de la teoría marxiana ha sido marginado como filosófico, mientras que, al nivel concreto de la teoría social, es decir en un sentido social y económico, se mostró incapaz de romper el corsé taxonómico del sistema moderno de producción mercantil (en sus diversas formaciones, históricamente asincrónicas). Al contrario, la “crítica fundamental del valor” pretende actualizar ese núcleo desaparecido de la crítica de la economía política y poner de manifiesto que la forma aparentemente natural del valor reviste un carácter–fetiche negativo, para llegar así a una reformulación de la crítica social radical: “Como mercancías, las cosas son objetos–valor abstractos privados de calidad sensible, y únicamente bajo esa forma extraña son socialmente mediatizadas. En el marco de la crítica marxiana de la economía política, este valor económico se determina de manera puramente negativa, en tanto que forma de representación abstracta y muerta del trabajo social efectuado sobre el producto, forma a la vez cosificada, fetichista, separada de cualquier contenido sensible y concreto y que, a través de un perpetuo movimiento de forma de las relaciones de cambio, se desarrolla hasta llegar al dinero en tanto que cosa ‘abstracta’ por antonomasia” (1). Sin embargo, este fetichismo específico de la forma-mercancía en tanto que principio general y dominante de la socialización sólo existe en los sistemas modernos de la producción mercantil. Sólo el capitalismo moderno ha engendrado una forma–mercancía orientada hacia mercados anónimos, autónoma y escindida del resto de la vida y de las otras formas relacionales, y que, al mismo tiempo, domina todo el proceso social de la vida. Anteriormente, se producía en primer lugar para el uso, y no sólo en los contextos agrarios sino también en el seno de corporaciones regidas por una legislación específica. En cuanto a la noción misma de “totalidad” social, ésta no podía surgir más que con la dominación realmente totalitaria de la forma–mercancía y de la forma–dinero sobre el conjunto de la sociedad. La producción mercantil, las relaciones monetarias y la “economía de mercado” como contexto sistémico general vieron la luz gracias a que el valor, y por ende su forma fenoménica, el dinero, se transforma, de simple médium entre productores realmente independientes (economías familiares, etc.) en un fin en sí mismo social general: bajo la forma de capital, forma un bucle consigo mismo para “valorizarse”, es decir para engendrar, en un proceso ininterrumpido, “más dinero” (plusvalía).

 

Dos condiciones son constitutivas de esta “valorización del valor” productiva en un sentido capitalista y distinguen ese modo de producción capitalista de cualquier producción mercantil premoderna. En primer lugar, la producción de bienes de uso –en condiciones precapitalistas, la razón de ser absolutamente natural de la producción– se transforma en un simple vector de la abstracción–valor y transforma, por ende, la satisfacción de las necesidades humanas en simple “subproducto” de la acumulación de capital–dinero. Se da, pues, una inversión de fines y medios: “El fetichismo se ha vuelto autorreflexivo y, por tanto, convierte al trabajo abstracto en una máquina que encuentra en sí misma su propia finalidad. A partir de entonces, el fetichismo ya no se ‘desvanece’ en el valor de uso, sino que se presenta bajo la forma del movimiento autónomo del dinero, como transformación de una cantidad de trabajo abstracto y muerto en otra cantidad –superior– de trabajo abstracto y muerto (la plusvalía) y, de este modo, como movimiento tautológico de reproducción y autorreflexión del dinero, que sólo se convierte en capital, y deviene por lo tanto moderno, bajo esta forma” (2). 

 

En segundo lugar, la propia fuerza humana de trabajo debe convertirse en mercancía. Privada de todo acceso autónomo y consciente a los recursos, una parte siempre creciente de la sociedad se ve sometida a la dictadura del “mercado de trabajo”, haciendo así de la capacidad humana de producir una capacidad fundamentalmente heterónoma. Sólo en esas condiciones la actividad productiva se transforma en “trabajo abstracto”, que no es más que la forma de actividad específica que reviste la finalidad en sí misma abstracta de incrementar el dinero dentro del espacio de funcionamiento de la “economía de empresa” capitalista, es decir una forma de actividad separada de la vida y las necesidades de los propios productores. A medida que el capitalismo va desarrollándose, toda la vida individual y social, en todo el planeta, lleva el sello del movimiento autónomo del dinero. Eso acarreará como consecuencia que “el trabajo vivo deje de aparecer como expresión del trabajo muerto autonomizado”, y el trabajo (abstracto), que surge tan sólo con el capitalismo, se plantee delante de un modo ajeno a la historia, como un principio ontológico (3). La visión truncada que el marxismo tradicional del movimiento obrero tenía de este contexto sistémico (4) consistía en que criticaba la “plusvalía” en un sentido puramente superficial y sociológico, es decir en cuanto a su “apropiación” por parte de la “clase capitalista”. No era la forma del valor funcionando en bucle y de manera fetichista lo que era denunciado como escandalosa, sino únicamente su “distribución desigual”. Precisamente por eso, a ojos de los representantes de la “crítica fundamental del valor”, este “marxismo del trabajo” permanece prisionero de la ideología de una simple “justicia distributiva”. Es en el carácter absurdo del fin en sí mismo de la forma–mercancía y de la forma–dinero totalitarias donde reside el problema, mientras que la “distribución equitativa” en el seno de dicha forma permanece sujeta a las leyes del sistema y, por lo tanto, a las restricciones impuestas por ese mismo sistema, lo que hace de ella una mera ilusión. Una simple redistribución en el interior de la forma–mercancía, de la forma–valor y de la forma–dinero, sea cual sea el modo de aplicación de la misma, no puede evitar las crisis, ni acabar con la miseria global engendrada por el capitalismo; el problema no consiste en la apropiación de la riqueza abstracta bajo la forma no abolida del dinero, sino en esa misma forma. Así, el viejo movimiento obrero, con su “crítica” sesgada del capitalismo formulada en el marco de las categorías no abolidas del capitalismo, sólo podía obtener –y aún de modo pasajero– ciertas mejoras, algunos alivios inmanentes al sistema. Hoy, en la vorágine de la crisis que vive el sistema mercantil, esas mejoras son hechas añicos una tras otra. En ese proceso, el marxismo tradicional y más generalmente la izquierda política han ido asumiendo todas las categorías fundamentales de la socialización capitalista, en particular el “trabajo abstracto”, el valor en tanto que principio general pretendidamente perenne a lo largo de la historia y, por consiguiente, también la forma–mercancía y la forma–dinero en tanto que formas generales de relación social, del mismo modo que el mercado universal anónimo como esfera de la mediación social fetichista, etc. En cuanto a la miseria y la alienación que acompañan semejante contexto sistémico categorial(5), deberían ser corregidas mediante intervenciones políticas externas. Todavía hoy en día, esta ilusión sigue siendo recalentada y servida con salsa keynesiana (de izquierdas).

 

A lo largo del proceso histórico en que se ha impuesto el capitalismo, solamente en las sociedades atrasadas en cuanto a la producción mercantil moderna ha podido surgir un sistema relativamente autónomo basado en la legitimación de esta ideología. Fue una “modernización a marchas forzadas” que trataba de alcanzar a los países desarrollados bajo la forma de un capitalismo de Estado; modernización (mal) interpretada como un “contrasistema socialista”, aunque no resultase en modo alguno de una crisis capitalista que hubiese alcanzado un grado de madurez suficiente. Durante algunas décadas, este paradigma sólo fue dominante, por el contrario, en algunas sociedades “subdesarrolladas” desde el punto de vista capitalista, y ubicadas en la periferia del mercado mundial (Rusia, China, tercer mundo). Dado que tales sociedades eran también sistemas de producción mercantil –aunque estuviesen “a la zaga” de las economías más desarrolladas–, la dinámica capitalista de la mercancía y del dinero con su mediación anónima a través del mercado (que comporta siempre el principio de la competencia) era forzosamente operativa en ellas, aunque fuese de un modo distinto al de Occidente: era el Estado quien desempeñaba el papel de empresario colectivo.

 

Y es esa misma dinámica de la forma–valor abstracta funcionando en bucle (incluso en los países del bloque del Este), a través de procesos inducidos por el mercado mundial y la carrera por desarrollar las fuerzas productivas, la que acabó por hundir “el socialismo realmente existente” (alias capitalismo de Estado), desembocando en escenarios de crisis y guerras civiles a lo largo de los años 90 en diversas regiones del globo. El hundimiento de aquella “modernización a marchas forzadas” no condujo, sin embargo, ni por asomo, a ninguna “perspectiva reformadora” que permitiese avanzar hacia la “economía de mercado y la democracia” (ése es el término con que el capitalismo puro de Occidente se ve actualmente arropado, incluso en el lenguaje codificado de la izquierda conformista), a condición de que el sistema mercantil y sus criterios fuesen mantenidos, sino que desembocó exclusivamente en una “perspectiva” de barbarie. 

 

A partir de la década de 1980, las esperanzas de una vida mejor quedaron también truncadas en el tercer mundo. Gracias al crédito, la perspectiva del pretendido desarrollo, siempre concebido bajo la forma–mercancía fetichista, y que –debido a una cierta euforia modernizadora– caracterizó el Zeitgeist (el espíritu de la época) hasta mediados de la década de 1970, pareció realizable durante algún tiempo. Sin embargo, este concepto limitado al marco de sistema–mundo capitalista naufragará en el curso de la década de los 80 y numerosos países se verán precipitados en la miseria bajo la presión neoliberal, una de cuyas consecuencias fue el endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Las condiciones impuestas por estas instituciones para el reembolso de la deuda comportaron toda una serie de “procesos de ajuste estructural” (ése era el eufemismo utilizado) y una agravación dramática de la situación social para una amplia mayoría de la población. Es previsible que esas condiciones de vida precarias se extiendan igualmente a las naciones occidentales altamente industrializadas. El valor, el trabajo abstracto, la mediación mercantil sobre la base del fin en sí mismo capitalista, se han tornado obsoletos; el “hundimiento de la modernización”(6) se manifiesta cada vez con mayor claridad.

 

La condición postmoderna resulta paradójica en la medida que, por un lado, el capitalismo se revela incapaz de asegurar la reproducción de la humanidad (incluso según los propios criterios del sistema, de todos modos inaceptables) y que, por otra parte, los antiguos paradigmas de una “crítica del capitalismo” sesgada y prisionera de las formas y categorías del sistema mercantil (ya sea una crítica de tipo “marxista obrero clásico”, keynesiano o “nacional–revolucionario/antiimperialista”) andan por caminos trillados. Lejos de desaparecer, las desigualdades sociales se han ido agravando dramáticamente, pero ya no pueden ser aprehendidas en términos de “plusvalía indebidamente sustraída”, es decir a partir de una concepción puramente sociológica e ignorando los contextos–formas de base, o en función de las “relaciones entre las clases” o las “relaciones de dependencia nacional”.

 

Esta visión de la “crítica fundamental del valor”, por coherente que sea y por plausible que se nos antoje su manera de interpretar los numerosos fenómenos de la actual crisis mundial, deja completamente de lado, siguiendo su propia lógica, la relación entre los sexos. Hablando en plata, sólo el “valor” y, junto a él, el “trabajo abstracto” –sexualmente neutros– son dignos de ser teorizados, incluso si lo son en tanto que objetos de una crítica radical. El hecho que permanece ignorado es que, en el sistema de producción mercantil, hay que realizar también tareas domésticas, criar a los hijos y ocuparse de las personas mayores o enfermas; es decir, que resulta imprescindible ejecutar toda una serie de tareas que incumben habitualmente a las mujeres (incluso si ejercen un trabajo asalariado) y de las que no pueden encargarse, o sólo en parte, profesionales(7).

 

Así pues, no es sólo el movimiento automático y fetichista del dinero y el carácter tautológico del trabajo abstracto lo que determina el contexto societario global. De hecho, lo que se produce es una “disociación” sexual específica, que se articula de manera dialéctica con el valor. Lo disociado no constituye un simple “subsistema” de esta forma (a semejanza del comercio exterior, del sistema jurídico o incluso de la política), sino una parte esencial y constitutiva de la relación social global. Esto significa que no existe una “relación derivada”, lógica e inmanente, entre “valor” y “disociación”. El valor es la disociación y la disociación es el valor. Cada elemento está contenido en el otro, sin que eso les haga sin embargo idénticos. Se trata de dos elementos esenciales y centrales de una sola y única relación social, en sí misma contradictoria y rota, y que es necesario comprender en un mismo nivel elevado de abstracción.

 

Y es que aquello que el valor no puede aprehender, aquello que él mismo disocia, desmiente precisamente la pretensión a la totalidad de la forma–valor; representa lo que la propia teoría no nos dice y escapa, por lo tanto, a los instrumentos de la crítica del valor. Dado que las actividades femeninas de reproducción representan la otra cara del trabajo abstracto, resulta imposible subsumirlas bajo la noción de “trabajo abstracto”, tal como lo ha hecho con frecuencia el feminismo, adoptando la categoría positiva del trabajo que acuñó en su día el marxismo del movimiento obrero. En las actividades disociadas, que comprenden igualmente, y no en último lugar, el afecto, la asistencia, los cuidados dispensados a las personas frágiles o enfermas, así como el erotismo, la sexualidad y el “amor”, se incluyen sentimientos, emociones y actitudes contrarias a la racionalidad de la “economía empresarial” que impera en el dominio del trabajo abstracto, y que se oponen a la categoría del trabajo, incluso si no están exentos por completo de cierta racionalidad utilitarista y de normas constrictivas.

 

A este respecto, el mundo patriarcal moderno no sólo delega en la “mujer” –o, mejor dicho, le atribuye y proyecta en ella ciertas actividades precisas, sino también determinados sentimientos y cualidades: la sensualidad, la emotividad, la debilidad intelectual y de carácter, etc. El sujeto masculino ilustrado(8) que, en tanto que sujeto socialmente determinante, representa la voluntad de imponerse (a través de la competencia), el intelecto (en relación con las formas de reflexión capitalistas), la fuerza de carácter (como adaptación a las exigencias capitalistas), etc., y que encarna todavía (inconscientemente) al mecánico de precisión disciplinado de la fábrica fordista, este sujeto, pues, está asimismo fundamentalmente estructurado a través de dicha “disociación”. En este sentido, la disociación– valor comporta también un aspecto cultural–simbólico y una dimensión sociopsicológica cuyo conocimiento requiere recurrir a las herramientas propias del psicoanálisis.

 

Según la tesis de la disociación–valor, la esfera privada y la pública, dialécticamente mediatizadas de la misma manera, son connotadas respectivamente femenina y masculina. Pero, contrariamente a lo que algunas hipótesis estereotipadas podrían sugerir, la relación entre los sexos no tiene su “lugar” objetivo en las esferas privada y pública. Desde siempre, las mujeres han estado presentes en las esferas públicas, sobre todo en el mundo del trabajo; pero la disociación prosigue en el propio seno de dichas esferas.

 

Incluso en la época postmoderna, cuando un número creciente de mujeres ejerce la actividad asalariada, con una cualificación profesional equivalente a la de los hombres, y a pesar de que los medios de comunicación gusten disertar acerca de la “confusión de los sexos”, salta la vista que, fundamentalmente, la jerarquía sexual y la discriminación de las mujeres no han desaparecido. En la esfera privada, las mujeres siguen ocupándose de los niños y del trabajo doméstico en mayor medida que los hombres, mientras que, en la esfera del trabajo, los salarios femeninos continúan siendo inferiores a los de los hombres y resulta raro ver a mujeres ocupando funciones importantes en la vida pública, etc., lo cual es debido sin duda a las connotaciones y atribuciones sexualmente específicas, “clásicas” del mundo moderno, y por ende a las responsabilidades reales de las mujeres por todo cuanto se refiere a la reproducción privada, connotaciones vigentes en la época postfordista.

 

Esta crítica de la noción de valor pensada de manera androcéntrica tal como se propone bajo la apelación general de “teoría de la forma disociación–valor” tiene consecuencias no sólo para la “crítica fundamental del valor”, sino también para otras aproximaciones que, en el pasado, abordaron de manera crítica la abstracción valor y el fetiche–mercancía (aunque la mayoría de las veces lo hicieran de manera inconsecuente). En ese sentido, se ve particularmente afectada una noción del “valor de uso” pensada de manera enfática y siempre positiva, como podemos constatar en ciertas teorías de izquierdas y a veces feministas. En ellas, el valor de uso se presenta como “femenino” y, como tal, se le suponen ciertas potencialidades de resistencia. Pero la ecuación “valor de uso = femenino, valor de cambio = masculino”, al tiempo que mantiene la subordinación jerárquica del valor de uso respecto al valor de cambio, sigue derivando las disparidades sexuales específicas únicamente de la forma–mercancía, presuntamente neutra desde un punto de vista de género. Siguiendo la lógica androcéntrica, el análisis queda confinado en el espacio interior de la mercancía. Por el contrario, según Kornelia Hafner, para Marx era ya primordial la constatación de que “los valores de uso aparecen como criaturas del capital” y que la hipótesis de una “utilidad pura” (y asimismo abstracta) del valor de uso surge tan sólo cuando, a través de la relación–capital, la forma–mercancía se ha expandido hasta el punto de ser más o menos dominante(9). Para la “crítica fundamental del valor” que aquí nos interesa resulta, en primer lugar, que la mercancía no encarna un “valor de uso” más que en el proceso de circulación, en tanto que objeto mercantil. Y, a ese respecto, el valor de uso no deja de ser a su vez una simple categoría–fetiche abstracta y económica. El valor de uso no designa la utilidad concreta del uso sensible y material, sino únicamente la abstracta “utilidad por excelencia” en tanto que valor de uso de un valor de cambio. Merced a la disociación–valor, la propia noción de valor de uso pertenece en cierto modo al universo mercantil androcéntrico–abstracto. 

 

Al mismo tiempo, la espera que resulta efectivamente incompatible con este contexto–forma económico(10) es la del consumo y de las actividades vinculadas a él en cualquier sentido. Es ahí en primer lugar donde debemos tratar de aprehender lo “disociado” de la forma–valor. Sólo en el consumo tienen verdaderamente lugar el uso y el disfrute sensible y material. Así pues, el producto mercantil(11) “engullido” en el consumo se sustrae a la forma–mercancía. Lo que aquí no se toma en cuenta es que esta incompatibilidad de los bienes con el contexto–forma económica no se refiere simplemente al consumo “puro” e inmediato, sino que se ve mediatizada por una esfera de actividades de reproducción imbricadas –en parte o incluso a priori– con otras actividades, instantes y relaciones no mediatizados por la forma–mercancía.

 

Así definido, lo “disociado” que, bajo el ángulo del contexto– forma androcéntrico dominado por el valor, conduce de algún modo a la nada en los límites del consumo, aparece, pues, en la teoría social masculina unidimensionalmente fundamentada sobre el valor, como algo casi ajeno a la historia, como una masa blanda e informe semejante a la percepción de lo femenino en la sociedad cristiana occidental en general, y que un análisis en términos de forma–valor no conseguiría aprehender. Aquello que, por el contrario, no tiene que ver con lo disociado, es el consumo de los medios de producción en el marco de la economía de empresa, como es el caso de la maquinaria, de las inversiones, etc.; estos elementos se inscriben inmediatamente en el “universo masculino” del valor. Pero, desde un punto de vista conceptual, lo “disociado” no se deja reducir al consumo o a la preparación de bienes comprados para ser consumidos; a ello se añaden –y de manera central– el afecto, la ayuda a las personas débiles, los cuidados, el amor, etc., e incluso la sexualidad y el erotismo. Es difícil distinguir aquí lo que corresponde a la actividad obligatoria y aquello que tiene que ver con aspectos existenciales de la vida. Pero, al contrario de lo que ocurre con el “trabajador abstracto”, es precisamente esa característica la que hace que las actividades de reproducción femeninas resulten agobiantes.

 

Desde el punto de vista histórico–lógico, el trabajo abstracto y la disociación surgen, pues, al mismo tiempo; no puede decirse que uno engendre otro. Cada uno representa la condición previa para la constitución del otro. En este sentido, la relación de disociación representa en cierto modo una metaestructura, contrariamente a la hipótesis reduccionista según la cual el valor sería el único principio de constitución y representaría la naturaleza misma de las sociedades basadas en la producción mercantil.

 

Así, lo disociado femenino resulta ser el Otro de la forma–mercancía con una entidad propia y completa; pero, por otro lado, permanece sometido e infravalorado precisamente porque se trata del momento disociado en el seno de la producción social general. Podríamos decir que, si bien la forma abstracta corresponde a la mercancía, la deformidad abstracta corresponde, por el contrario, a lo disociado; y cabría, acerca de lo disociado, hacer referencia de manera paradójica a una forma de lo informe que –subrayémoslo una vez más– no podría ser aprehendida mediante las categorías intrínsecas a la forma–mercancía. La ciencia y la teoría androcéntrica de la forma–mercancía(12) no pueden tomar en consideración tal relación, puesto que sus teorías y sus aparatos conceptuales deben “expulsar” como “ilógico” y “ajeno a la conceptualización” todo aquello que no sea compatible con la forma–mercancía.

 

Sin embargo, la “sensibilidad” de que se trata en el contexto de la “disociación” constituye evidentemente una construcción histórica. Esto concierne a las actividades femeninas realizadas de cara a la reproducción (preparación de los bienes de consumo, amor, cuidados dispensados a las personas enfermas o frágiles, afecto, etc.) y que, bajo esta forma, no aparecieron hasta el siglo XVIII con la diferenciación entre un sector del trabajo asalariado capitalista y un sector privado de reproducción doméstica(13) algo que tiene que ver además con la constitución de las necesidades en general(14)

 

El hecho de que, en el contexto de la forma disociada, lo “femenino” disociado no constituya en modo alguno algo “mejor” respecto a lo “masculino” moldeado por la forma–mercancía, se debe a que se trata de una unidad negativa entre la forma–mercancía y lo “disociado”. Otra consecuencia: incluso mujeres que son (solamente) activas en el sector reproductivo (determinación, que empíricamente, no se aplica forzosamente a todas las mujeres) viven una existencia obtusa y alienada, reflejo invertido del trabajo abstracto en el seno del espacio del funcionamiento económico(15) del capital. El uso y el goce sensibles, pero también actividades vinculadas a ello y las cualidades atribuidas a la mujer, son pues inmanentes a la sociedad capitalista, incluso si no lo son a la forma–valor. 

 

Por lo tanto, según la teoría de la disociación–valor, hay que partir del hecho que la relación moderna entre los sexos debe ser analizada en el contexto del patriarcado productor de mercancías (como del valor) y, consiguientemente, no como un dato perenne a través de la historia, “paralelo” a las distintas formaciones sociales. Eso no significa que no tenga una prehistoria. No obstante, la relación entre los sexos alcanza, bajo la modernidad mercantil, una cualidad totalmente nueva, que hay que tener en cuenta tanto a nivel teórico como analítico. En la época postmoderna, constatamos una nueva transformación en la relación entre los sexos. Sin embargo, tal como lo habíamos apuntado anteriormente, volvemos a encontrarnos con la codificación fundamental en el sentido de la disociación– valor y de la jerarquización de los sexos que le corresponde en todas sus refracciones postmodernas, sus diversificaciones, sus inversiones, sus transformaciones y excrecencias, sus retroacciones y diferenciaciones, tanto en la vida de la mujer que desarrolla una carrera profesional como en el caso del hombre que se ocupa del hogar, en el fútbol femenino como en el estriptís masculino, en los matrimonios de gays y de lesbianas, e incluso en los espectáculos de travestis tan apreciados por los medios de comunicación, por señalar simplemente algunos ejemplos destacados.

 

Así, podemos ver con mayor claridad hacia dónde nos conduce el desarrollo postmoderno del patriarcado mercantil: no sólo asistimos a las transformaciones y a las excrecencias, a las retroacciones y a las inversiones antes mencionadas. Mucho más, a medida que va agravándose la crisis estructural del sistema capitalista, que se extiende ya a toda la superficie del planeta, asistimos a una deriva global hacia la barbarie del patriarcado productor de mercancías. Si, en las dramáticas sacudidas sociales provocadas por la crisis mundial, las mujeres ya no son únicamente responsables de la esfera de la reproducción –algo que correspondía en otros tiempos a su imagen ideal y que se mantuvo hasta la época fordista–, hoy son, contrariamente a los hombres, responsables del trabajo doméstico y del trabajo asalariado, pero siguen siendo infravaloradas, a pesar o quizás a causa de ello. Quedan, pues, ridiculizadas todas las evaluaciones optimistas que, desde mediados de la década de los 80, consideraban que la emancipación de la mujer era un hecho prácticamente consumado, por no hablar de aquéllas que aún siguen afirmándolo.

 

A esa deriva hacia la barbarie, la crítica de la disociación–valor opone el objetivo de una abolición del valor, de la forma–mercancía, de la economía de mercado, del trabajo abstracto y de la disociación –una perspectiva que persigue la abolición de la relación general que rige la sociedad mercantil y que debe operarse a la vez a nivel material, ideal y sociopsicológico. En este sentido radical, de manera general, todos los niveles y todas las esferas son puestos en cuestión, lo que incluye la crítica de la familia nuclear, hoy en plena descomposición. Por lo tanto, se trata de rebasar la “masculinidad” y la “feminidad” tal como la conocemos y, con ellas, las sexualidades preformadas que les corresponde.

 

Citas

 

  1. Kurz, Robert (1991) Der Kollaps der Modernisierung. Von Zusammenbruch des Kasernensozialismus zur Krise der Weltökonomie. Frankfurt a. Maun: Eichborn. P. 16 y siguientes. Existe una traducción en castellano de Ignacio RialSchies, realizada en Argentina y publicada el año 2016 por Editorial Marat con prólogo de Anselm Jappe: El colapso de la modernización. Del derrumbe del socialismo de cuartel a la crisis de la economía mundial. [N. del E.]
  2.  Ibid., P. 18.
  3. Ibid., P. 18 y siguientes.
  4. En el texto: Systemzusammenhang. [N. del T.].
  5. En el texto: kategoriale Systemzusammenhang. [N. del T].
  6.  Kurz, Der Kollaps der Modernisierung, op. cit.
  7. Respecto a lo que sigue, consultar Kurz, Robert “Geshlechtsfetischismus. Anmerkungen zur Logic von Männlichkeit und Weiblichkeit” y Scholz, Roswitha “El valor lo hace el hombre”, en “Krisis”, “Contribuciones a la crítica de la sociedad mercantil”, N° 12, 1992, P. 135, 155 y siguientes. [N. del T.]
  8. En el texto: aufgeklärt. Alusión a la crítica de la Ilustración (Aufklärung) y de la “razón” tal como fue formulada por: Horkheimer, Max & Theodor W. Adorno, (1974) La dialectique de la raison. Fragments philosophiques. París: Gallimard. [N. del T.]
  9. Hafner, Kornelia citada por Kurz, “Geschlechtsfetichismus…”, loc. cit., P. 137.
  10.  En el texto: ökonomischer Formzusammenhang. [N. del T.]
  11.  En el texto: warenförmig hergestellte Produkt. [N. del T.]
  12. En el texto: warenförmigen Binnenzusammenhang. [N. del T.]
  13.  Ver, por ejemplo, sobre este tema Hausen, Karin “Die Polarisierung der Geschlechtscharaktere. Eine Spiegelung der Dissoziation von Erwerbsund Familienleben”, en Conze, Werner (Hg.) (1976) Sozialgeschichte der Familie in der Neuzeit Europas. Stuttgart: Ernst Klett Verlag.
  14. Sin pretender adoptar aquí una postura construccionista vulgar, pretendiendo ignorar cualquier relación natural, aunque fuese dinámica y mediatizada por la sociabilidad, hay que afirmar sin embargo que toda pulsión está estructurada de manera sociocultural y nunca se da simplemente, de manera natural e inmediata.
  15.  En el texto: betriebswirtschftlich. [N. del E.]

 

 

Extraído de la edición producida por Pensamiento y Batalla Editorial  y La Quimera Ediciones.