Irán: “Hay una cantidad infinita de esperanza… pero no para nosotros”

Entrevista sobre la pandemia, la crisis económica, la represión y la resistencia en Irán

Traducción colectiva al Español

por V de invisible y Conjuración Sagrada.

Esta entrevista comenzó como una conversación entre algunos compañeros. Lo que originalmente se concibió como una conversación a lo largo de unas pocas semanas se convirtió en tres meses de robo de tiempo para apresurarse a escribir algunas ideas mientras se enfrentaba a la represión estatal a manos del régimen iraní. A pesar de este retraso, el objetivo principal de esta entrevista no ha cambiado desde el principio: educar y actualizar a los camaradas del Norte global sobre la situación actual en Irán, los años de lucha de 2015 a 2018 que culminaron en una ola de huelgas a nivel nacional, cómo la pandemia de COVID-19 ha afectado a los movimientos sociales, los efectos continuos de las medidas de austeridad y las sanciones internacionales, y la respuesta del gobierno tanto a las protestas como al aumento de las tensiones geopolíticas desde que Estados Unidos retiró su apoyo al Plan de Acción Integral Conjunto (es decir, el “Acuerdo Nuclear con Irán”) en mayo de 2018.

Las identidades de los dos camaradas permanecerán anónimas ante la amenaza de represión a manos del gobierno iraní.

Aquí en Estados Unidos, la cobertura mediática ha estado dominada por dos acontecimientos: la pandemia mundial de COVID-19 y el reciente levantamiento antipolicial que estalló en respuesta al asesinato policial de George Floyd el 25 de mayo. Teniendo en cuenta que los medios de comunicación estadounidenses proporcionan poca información sobre la vida cotidiana de los iraníes y el ciclo de luchas que se han extendido por todo el país en los últimos años, es seguro decir que el público estadounidense y los izquierdistas estadounidenses en gran medida desconocen lo que significa vivir y luchar en Irán hoy. ¿Podría comenzar educándonos sobre la composición y las diversas corrientes dentro de la izquierda iraní tal como existe actualmente? ¿Cómo han respondido diversos grupos y organizaciones a los efectos agravantes de las crisis económicas, políticas y epidemiológicas?

J:Permítanme comenzar comentando su punto inicial, que es cierto, por supuesto. El sufrimiento de la vida cotidiana en Irán está subrepresentado, no sólo en los medios estadounidenses, sino en todos los medios internacionales que se han vuelto adictos a las noticias iraníes sobre explosiones secretas, controversias nucleares, tensiones militares con Estados Unidos y sus aliados, etc. La gran política es ciega a ese sufrimiento; también lo son los principales medios de comunicación. Y la situación sólo ha empeorado en los últimos meses. La moneda nacional se está devaluando tan rápido como aumenta el costo de los bienes y servicios esenciales. El desempleo está muy extendido. La tasa de suicidios ha aumentado. Hay escasez de medicamentos para diferentes enfermedades crónicas. Los precios de la vivienda se han disparado. La gente de las grandes ciudades, especialmente Teherán, ha recurrido a soluciones trágicamente “innovadoras” para la vivienda: vivir en tiendas de campaña temporales,vivir en estructuras básicas parecidas a refugios, alquilar los tejados de otras casas y apartamentos e instalar allí sus tiendas de campaña, vivir en sus coches personales… Según las estadísticas oficiales, al menos un tercio de la población urbana vive en barrios marginales.

Ahora, déjame volver a tu pregunta. Hablar de organizaciones de izquierda en un sentido “de sentido común” es difícil en el contexto de Irán. La República Islámica considera una amenaza cualquier colectividad opositora sostenible. Incluso si estás organizado para ver películas, leer libros, etc., existe una buena posibilidad de que te llamen para interrogarte. Sin embargo, en un ambiente así, hemos visto una multiplicación de esfuerzos en la organización entre trabajadores de fábricas, profesores, enfermeras, camioneros, trabajadores ferroviarios y otros llamados trabajadores esenciales. Además, el movimiento estudiantil de izquierda se ha reorganizado en los últimos años y también ha creado los lemas más virales de las recientes protestas. Existe un movimiento de mujeres que involucra una amplia gama de posiciones políticas y que ha sido fuertemente reprimido a medida que se ha afirmado con más fuerza en los últimos años.Si nos centramos en un término genérico como “política de izquierda” en Irán, considerando que la izquierda aquí se inspira en varias tradiciones marxistas, entonces podemos señalar cuatro tendencias: sindicalismo, nacionalismo de izquierda, antineoliberalismo y antiimperialismo. No es la mejor categorización en muchos sentidos y hay intersecciones entre estas tendencias, pero como explicaré más adelante, servirá a nuestro propósito mapear la política de izquierda en Irán.

Hay dos tendencias de sindicalismo entre los trabajadores organizados en Irán. El Sindicato Independiente de Trabajadores de Fábricas de Caña de Azúcar de Haft-Tappeh es un ejemplo notable. Los trabajadores del complejo industrial Haft Tappeh, en el sur de Irán, provincia de Juzestán, se han organizado de forma autónoma y han librado una dura batalla en los últimos años, con todos sus principales organizadores arrestados y algunos obligados a confesar en la televisión nacional. Las confesiones televisadas forzadas han servido durante mucho tiempo como estrategia de represión en la República Islámica. Sin embargo, su lucha contra la privatización de la empresa y la corrupción de propietarios, directivos y funcionarios continúa hasta el día de hoy. Han pedido a los trabajadores’ la gestión de la fábrica y sus recursos. También ejemplifican una organización de base, no jerárquica y autónoma.Eligen a los representantes del sindicato, pero los representantes no deciden en nombre de los trabajadores y todas las decisiones relativas a las propuestas de la dirección y de los propietarios’ en las negociaciones con ellos se presentan ante una forma de asamblea general de trabajadores para ser discutidas y aceptadas o rechazadas. El sindicato Haft Tappeh es la encarnación de un sindicalismo que es local y sigue siendo local, con una insistencia en la gestión local y autónoma de los trabajadores.

Otra forma de sindicalismo la ejemplifica el Sindicato Libre de Irán. Todos los dirigentes de este sindicato de trabajadores también han sido detenidos y procesados. Piden un sindicato a nivel nacional y una organización independiente de los trabajadores en cada contexto local, pero tienen una estructura organizativa más vertical y no se centran principalmente en el contexto local.

El nacionalismo de izquierda también tiene sus diferentes tendencias. Algunos son herederos de la línea del partido comunista de principios de los años 1980, ideológicamente cercanos a los soviéticos, pero que también apoyan al gobierno de la República Islámica (que aquí se cruza con lo que mencioné como antiimperialismo). Estos izquierdistas se centran en “la seguridad nacional” y “los intereses nacionales” y en la defensa de la integridad nacional en el sentido de fronteras. Una parte de ellos tiene problemas con «movimientos minoritarios», como los kurdos o los árabes, y a veces los tildan de “separatistas”. Otra parte de la oposición incluso trabajaría con partidos de oposición de derecha o realistas para formar una coalición “nacional” contra la República Islámica.

El antiimperialismo ha ido en aumento en los últimos años, a la luz de las tensiones con Estados Unidos y la probabilidad de una guerra. Pero la izquierda antiimperialista tiene ahora dos líneas distintas: una que se define únicamente por su antiimperialismo y otra que tiene el antiimperialismo como parte de su discurso. Si bien ambas son en gran medida corrientes teóricas, la última es principalmente una forma de teoría crítica contemporánea y la primera es un regreso del discurso comunista dominante de las décadas de 1970 y ’80, que formaría una coalición con la República Islámica contra el imperialismo estadounidense. Esos antiimperialistas ahora defienden a la República Islámica y sus intervenciones en Siria, Irak y otros lugares. Al igual que el propio partido comunista “oficial” en Siria,que primero respaldó la brutal performativización del endocolonialismo [colonización del interior del país] y la contrarrevolución por parte de Assad y perdió a muchos de sus miembros a causa de las olas de la revolución. La oposición de ultraderecha, compuesta principalmente por realistas que apoyan a la administración Trump y son apoyados por ella, muestra esta corriente de izquierdismo iraní en sus propagandas para demonizar a la izquierda en su conjunto.

El antineoliberalismo es un término general para otra tendencia heterogénea del pensamiento de izquierda en Irán: desde activistas estudiantiles que claramente llaman a su lucha “contra el neoliberalismo” y muestran solidaridad con movimientos similares contra las políticas económicas neoliberales y la gubernamentalidad en Francia, Líbano y Chile, hasta fracciones de la izquierda sindicalista, hasta otros grupos y círculos que trabajan principalmente en el campo de la teoría contemporánea, la teoría crítica, y economía política.

Hay otras fuerzas que no pueden ser capturadas en mi esquematización de la izquierda iraní —las diferentes fuerzas entre los militantes minoritarios: kurdos, árabes, baluchis, etc. También deberíamos considerar que hay una división entre una izquierda más propensa a la acción/praxis y una izquierda más inclinada a la teoría/escritura (a veces denominada marxistas “culturales”[1]). Otra división surge desde la perspectiva general de estas posiciones políticas respecto a la cuestión del Estado: ¿es necesario retomar el poder y re-imaginar la funcionalidad del Estado para una política emancipadora o debería cualquier movimiento político emancipador ir más allá de la cuestión del Estado y su organización jerárquica? También existe una división general sobre esta cuestión entre los izquierdistas dentro y fuera de Irán.

Ahora bien, hay ejemplos de solidaridad entre algunas de estas tendencias. Un ejemplo fue una declaración que muchos izquierdistas, desde diferentes posiciones y puntos de vista políticos, firmaron después de la crisis del coronavirus, pidiendo una redistribución de la riqueza, atención médica universal, libertad para los presos políticos y otros presos acusados de delitos no violentos, vivienda social, atención especial a los barrios marginales, etc.

Con algunas excepciones individuales, todas las fuerzas de izquierda se oponen a las sanciones estadounidenses y a su política de cambio de régimen en Irán. No porque esas fuerzas no quieran derrocar al régimen teocrático, sino porque el gobierno estadounidense ha mostrado su apoyo a las fuerzas nacionalistas más neoliberales y de derecha de la oposición y, después de todo, las intervenciones extranjeras neocoloniales no sirven de nada —como en los casos de Asia occidental y el norte de África, por ejemplo.

JP: Por supuesto, es comprensible que los medios presten tanta atención a acontecimientos importantes como la pandemia o las protestas antirracistas en todo Estados Unidos. El problema, sin embargo, radica en el enfoque y la representación de estos acontecimientos. Creo que ustedes saben bien que la revolución no será televisada, ni en Estados Unidos, ni mucho menos en Oriente Medio. Pero ese no es el problema aquí.

La razón por la que sientes que estás en la oscuridad y necesitas educación sobre este asunto se debe en parte a la situación incoherente de varias corrientes dentro de la izquierda iraní. Esta condición dispersa podría considerarse como una estrategia de supervivencia, ya que cualquier tipo de articulación o mediación entre estas corrientes se interrumpe por todos los medios necesarios. Pero también representa un obstáculo que la izquierda iraní tiene que superar si quiere hacer algún tipo de cambio concreto. Además, esta situación implica que nosotros también compartimos la necesidad de educarnos sobre este tema y estamos buscando respuestas a preguntas similares. Lo más importante es que esta condición difusa hace imposible afirmar una imagen verdadera de todas las corrientes dentro de la izquierda, ya que cada componente conocerá mejor su campo de acción inmediato y puede descuidar algunos otros componentes.Así pues, en lugar de hacer una lista detallada, debemos partir del panorama completo de la izquierda iraní. Existe una enorme brecha entre lo que realmente es hoy la izquierda iraní y el potencial prometedor que tiene para un cambio radical en la región.

Si observamos la posición actual de la izquierda, reconoceremos varias mejoras intelectuales y discursivas en cuestiones como el género, la precariedad, las minorías, etc. Pero esto no tiene ningún efecto real en el resultado de tantas cuestiones cruciales, desde el coronavirus hasta las sanciones, desde la supresión de las minorías hasta cuestiones tradicionalmente de izquierda como el salario mínimo. No hace falta mencionar que vivimos y luchamos en una situación sobredeterminada con tantos agentes nacionales y extranjeros que, a pesar de sus intereses divergentes y diferenciados, en última instancia se integran en su oposición a la izquierda. Por tanto, es inevitable que la izquierda, al carecer de una organización sostenible o de un programa tangible, no desempeñe un papel dominante en los asuntos inmediatos. Pero mirando el curso de los acontecimientos,y a la luz de los efectos múltiples y agravantes de diferentes crisis —desde la legitimidad política hasta la satisfacción de necesidades básicas, desde cuestiones sociales hasta desastres naturales como los terremotos— y despertarse cada día ante una nueva crisis, se darán cuenta de que ninguno de esos agentes puede presentar una respuesta coherente a todos estos asuntos. La izquierda, por otro lado, a pesar de su incoherencia organizativa, está creando un discurso que podría abordar nuestros problemas sociales, políticos y culturales por igual. Esta es la razón por la que nuestro gobierno está promoviendo una imagen izquierdista falsa de sí mismo, comúnmente conocida como el “eje de resistencia” Pero se trata de una cuestión tan importante que la discutiremos por separado.

En cuanto a la composición y las corrientes dentro de la izquierda iraní, y por muy inadecuadas que parezcan, las categorías que utiliza el gobierno para clasificar estas corrientes podrían ser un punto de partida revelador sobre la dinámica dentro de ellas. No hace mucho, los servicios de inteligencia tenían tres categorías para todos los activistas de izquierda. Primero, lo que llamaron la “izquierda obrera», aparentemente refiriéndose a corrientes izquierdistas entre los trabajadores; luego estaba la “izquierda marxista”, que se refería principalmente a activistas organizados generalmente asociados con partidos de izquierda; y finalmente, estaba la “izquierda cultural” a veces denominada “nueva izquierda”, que eran los intelectuales, generalmente radicados en ciudades más grandes a veces tienen conexiones con otros componentes de los movimientos civiles. Tenían una concepción clara del potencial de estas categorías—y, por supuesto, de cómo suprimir cada uno de ellos.

Pero desde 2017, un cambio en la dinámica interna de estas categorías, combinado con una creciente popularidad de la izquierda entre otros activistas y fuerzas progresistas, ha dejado obsoleta esta concepción. Desde entonces, la llamada izquierda cultural ha participado activamente en las manifestaciones de los trabajadores, la llamada «izquierda marxista» ha adoptado nuevos enfoques hacia las masas “no organizadas” y la «izquierda de los trabajadores» está librando un nuevo nivel de lucha apoyándose en sus camaradas fuera del lugar de trabajo. Por lo tanto, la composición de la izquierda iraní es un trabajo en progreso y aún tiene muchos significados nuevos por desarrollar. Lo que sí se puede decir con certeza es que la vieja (auto)concepción es irrelevante para el nuevo camino que la izquierda viene recorriendo desde 2017. Hoy en día, se puede observar una fuerte corriente izquierdista en la mayoría de las organizaciones y grupos de afinidad; entre profesores, trabajadores, estudiantes, mujeres activistas, intelectuales, etc. Parece que la gente está menos obsesionada con su identidad como “izquierda”, pero corrientes y tendencias de izquierda están tomando la iniciativa en muchos de estos grupos.

¿Cuál fue el resultado de la ola de huelgas de 2018 que tuvo lugar en todo Irán— involucrando al trabajador de Haft Tapeh Sugar Cane en el norte, a los trabajadores de National Steel de Ahvaz en el sur y a los camioneros del país, que organizaron tres huelgas a nivel nacional? En aquel momento, parecía que este ciclo de lucha estaba condicionado por dos factores clave, ambos muy relacionados con la cuestión del flujo global de capital hacia las finanzas y la liquidez (los indicadores gemelos de que el capital se ha alejado de la producción y se ha orientado hacia la circulación): las sanciones económicas de Estados Unidos’ que resultaron de su retirada del Acuerdo Nuclear con Irán en 2019 y la depresión del Rial en el mercado global. ¿Estaríamos en lo cierto al decir que estos fueron factores clave que llevaron a la ola de huelgas? ¿Y cómo ha cambiado la situación en el país desde entonces, especialmente con los efectos agravantes de las sanciones junto con la pandemia de COVID-19?

J: El discurso antioccidental de la República Islámica no debería engañar a nadie. Desde su líder supremo Jamenei hasta su presidente Rouhani, el régimen apoya la economía de libre mercado y un plan de privatización a gran escala que ha estado en juego durante décadas. Es uno de los más grandes de la región, junto a Turquía, Pakistán y, recientemente, Arabia Saudita. El régimen iraní siempre ha querido unirse a la Organización Mundial del Comercio y ha seguido los programas de reestructuración del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI). El impacto de tales políticas neoliberales es visible en “la reforma” del sistema de salud, el sector de la vivienda, el sistema de pensiones, la dessubvención de las unidades energéticas, un fuerte movimiento hacia la privatización a través del mercado de valores, el crecimiento exponencial de las instituciones financieras y la banca privada, la elaboración de presupuestos de austeridad, y despidos masivos en fábricas que antes eran propiedad del Estado y en grandes empresas.

Esta es la situación que sirvió de telón de fondo para la ola de huelgas que usted menciona. Se trata de un ciclo de lucha que comenzó alrededor de 2015 y vio una intensificación de las acciones cotidianas entre los trabajadores afectados por esas políticas, los ciudadanos que han sido endeudados o literalmente robados por las nuevas instituciones financieras privadas (que están vinculadas a la Guardia Revolucionaria y quebraron en pocos años), minorías y comunidades marginadas cuyos medios de vida estaban en peligro por políticas de desarrollo antiambientales o simplemente por negligencia del gobierno central y otros. Los informes habían mostrado un promedio diario de seis a ocho protestas locales en todo el país durante ese período.

Es cierto que las sanciones estadounidenses contribuyeron a las protestas, pero de forma indirecta. Las sanciones hicieron la vida cotidiana mucho más difícil y privaron al gobierno de sus recursos financieros. Pero como dije, la neoliberalización y el desmantelamiento gradual del semiestado de bienestar que se estableció después de la revolución deben verse como la causa principal de las protestas. Como lo formuló un famoso lema de las protestas de Aban: “Nuestro enemigo está aquí/mienten que está en Estados Unidos”

Ahora bien, mencioné el semiestado de bienestar que se estableció después de la revolución… hay una consideración importante aquí. Incluso si existía una especie de sistema de bienestar para los ciudadanos comunes, era como cualquier otro estado racializado que lo hacía a expensas de las minorías. Las zonas baluchis, árabes y kurdas están mucho más subdesarrolladas y los problemas ambientales resultantes del desarrollo insostenible a favor del centro son peores. Las profundas raíces de la discriminación basada en la identidad (religiosa o étnica) son otra causa de protestas sociales.

Como usted mencionó acertadamente, la epidemia de COVID-19 y los desafíos económicos relacionados han intensificado el descontento. Pero el gobierno iraní, ya en medio de una crisis económica, reabrió la economía mucho antes de lo necesario y los trabajadores han tenido que trabajar a pesar de la amenaza del coronavirus. Esta es otra señal del enfoque neoliberal del gobierno iraní ante los problemas sociales, en el que reduce todos los aspectos de la vida a la economía de intercambio. Sin embargo, la crisis ha provocado una intensificación de las protestas de los trabajadores de la salud y las enfermeras, que fueron empleados con contratos de 89 días durante la pandemia sin ningún beneficio reconocible por un trabajo tan duro.

En estos momentos, las protestas están estallando nuevamente en Irán. Los trabajadores de Haft-Tappeh están en su 78o día de huelga y su principal demanda es la cancelación de la privatización, entre otras demandas en materia de salarios, seguridad laboral y seguro médico. Además, algunos trabajadores de los yacimientos petrolíferos han organizado huelgas. Los trabajadores de las fábricas de Tabriz, Arak, Mahshahr y Asaluyeh, entre otros, los trabajadores ferroviarios de Teherán y Khorasan y Semnan, los profesores y los trabajadores municipales y muchos otros vuelven a protestar a diario. La izquierda en Irán tiene cuidado de mantenerse alejada de cualquier iniciativa estadounidense contra la República Islámica y rechaza con razón las sanciones y cualquier idea de intervención extranjera. Cuando un grupo de la oposición realista pro-Trump comenzó a expresar su apoyo a la lucha Haft-Tappeh,El canal de telegramas de los trabajadores en huelga publicó un post rechazando su apoyo, diciendo: “Ustedes son agentes de los estados, no partidarios del pueblo.”

JP: Permítanme comenzar a responder esta pregunta con un meme popular que se volvió viral antes de la nueva ola de sanciones. La primera imagen era la de un anciano aparentemente desfavorecido sentado en unas escaleras con una mirada de máxima desesperación. El título decía “antes del acuerdo nuclear” Debajo estaba exactamente la misma foto con el título “después del acuerdo nuclear” Hoy puedes agregar la misma foto con el título “post-post-acuerdo nuclear”

Las sanciones no son la raíz del problema; sólo intensifican la situación. La privatización y las instrucciones del FMI son los factores clave que llevaron a la ola de huelgas. Las políticas comenzaron inmediatamente después de la guerra entre Irán e Irak (1988) y desde entonces han crecido de la mano de una corrupción inimaginable. Los problemas en las dos empresas que usted mencionó (ambas están situadas en el sur de Irán) comenzaron después de que fueron entregadas al sector privado. Los documentos sobre cómo y bajo qué condiciones fue entregada Haft Tapeh siguen siendo confidenciales; hoy, mientras se produce la nueva ola de huelgas en Haft Tapeh (y desde hace tres meses marchan en la ciudad de Shush), los trabajadores tuvieron que impedir que el propietario, el barón ladrón, vendiera el equipo de la empresa.Algunos eruditos como Mehrdad Vahabi llaman a esto el “estado depredador” que coexistió con algunos aspectos capitalistas de nuestra sociedad.

Así, el Estado depredador y la llamada privatización, factores clave de la degradación de la clase trabajadora, ya existían antes de las sanciones y continuaron después de ellas. El problema con las sanciones es que apuntan al potencial genuino de nuestra sociedad para lograr un cambio radical. Están diseñados para ejercer presión sobre las masas —para hacer aún más difícil la organización— y proporcionan la mejor excusa para una vasta represión interna y una plataforma adecuada para la corrupción cada vez mayor de los barones ladrones.

¿Cómo ha respondido el gobierno iraní a la pandemia? ¿Qué efectos han tenido las sanciones estadounidenses en la respuesta del gobierno? ¿Y la pandemia ha proporcionado a la izquierda iraní nuevas vías de movilización y nuevas líneas de alianza?

J:Como dije brevemente en respuesta a la pregunta anterior, la política del gobierno era que el valor de cambio es más importante que el valor de la vida humana. Pero esto no es en absoluto exclusivo del gobierno islámico, al igual que los numerosos defectos y encubrimientos a la hora de abordar la crisis del coronavirus. Por mencionar sólo algunos, el gobierno ha ocultado las estadísticas oficiales reales, como lo han demostrado documentos filtrados. El número oficial de muertos, aunque no anunciado, es tres veces mayor que las estadísticas hechas públicas, y el número de pacientes también se acerca a la misma proporción. El virus ya estaba en Irán en la época en que Wuhan fue puesta en cuarentena en China, pero como las manifestaciones organizadas por el gobierno para el aniversario de la Revolución de 1979, así como las elecciones parlamentarias, estaban por delante, no lo informaron al público, según esos documentos filtrados.Al mismo tiempo, el gobierno no proporcionó ayuda financiera ni asistencia a los ciudadanos, ni proporcionó los servicios necesarios a los refugiados e inmigrantes, en su mayoría afganos, que carecen de los documentos adecuados.

Las sanciones estadounidenses han tenido un efecto en la respuesta al COVID-19 en Irán. Washington dice que las sanciones no bloquean los medicamentos, equipos médicos y otras importaciones humanitarias. Técnicamente es cierto. Pero sus sanciones secundarias a las transacciones financieras con los bancos iraníes, su despiadado procesamiento de los comerciantes y la necesidad de solicitar exenciones para el comercio “humanitario” con Irán han hecho que muchos exportadores de equipos médicos tengan miedo de hacer negocios con Irán. Según las estadísticas del Tesoro de Estados Unidos, el número de solicitudes de exención de sanciones en el caso del comercio médico con Irán ha disminuido de 220 en el último trimestre de 2016 (el último trimestre de Obama) a solo 36 casos en el primer trimestre de 2019, los últimos datos disponibles sobre el tema.

Pero, una vez más, las dificultades resultantes de las sanciones estadounidenses no deberían cegarnos ante la neoliberalización de la economía iraní que dura décadas, los recortes en el presupuesto de salud y los aumentos en el presupuesto militar, la comercialización de la atención médica, la precarización de los trabajadores esenciales y similares. Respecto al último punto de la pregunta, no puedo dar una respuesta definitiva. Al comienzo de la epidemia surgieron nuevas iniciativas colectivas y locales que brindaban atención y apoyo. Pero la intensificación de la crisis los debilitó. La pandemia en Irán, como en muchos otros lugares del mundo, ha arrojado luz sobre la violencia estructural causada por las desigualdades de clase, la neoliberalización y diversas formas de discriminación.

¿Se traduce esto necesariamente en algún tipo de solidaridad social generalizada? El Che Guevara dice: “la solidaridad representa el afecto de los pueblos” y Massumi describe dicha solidaridad afectiva como una “pertenencia al devenir” La situación en Irán, desde este punto de vista, no se traduce en un devenir revolucionario de masas, en una solidaridad generalizada. Las divisiones sociales se intensifican; la fragmentación de las fuerzas sociales productivas, que Negri llama “hacer salami con carne social”, es abrumadora. Y un movimiento revolucionario tan poderoso que pueda llevar todas las diferencias hacia una lucha estratégica con el régimen aún está por llegar.

JP: La respuesta del gobierno a la pandemia fue básicamente similar a la de otros gobiernos de derecha de todo el mundo. Al principio también estaban en estado de sorpresa, negando la existencia o más tarde la importancia de la pandemia. Más tarde, se reorganizaron para dejar que el público se ocupara de este problema por sí solo, e incluso culparon al público por la pandemia. Entonces, no se anunció ninguna cuarentena oficial, ya que el gobierno tendría que asumir responsabilidades mínimas y, desde entonces, solo han considerado las necesidades de las grandes empresas.

Nuestros problemas particulares en torno a este tema surgen de dos factores. Uno de ellos son los elementos ideológicos que son vitales para la estructura de poder— por ejemplo, hoy en día tenemos la ceremonia de Moharram, una especie de carnaval sin distanciamiento social, y fue el gobierno el que decidió celebrar esta ceremonia. El otro factor es la privatización del sistema de salud y otras formas de trabajo reproductivo o asistencial, lo que dificulta aún más el autocuidado colectivo.

Las sanciones son parte del proceso de negociación entre la élite política y económica; no tienen efectos tangibles en esta cuestión. Además, con o sin sanciones, la posición del público frente a la pandemia no mejoraría. Por otra parte, la izquierda ha sufrido cargas devastadoras. Como parte de nuestro público vulnerable, la izquierda tuvo que lidiar con la pandemia por sí sola (perdimos a un ícono creíble e influyente, Fariborz Raees-Danna, a causa del virus); la presión económica y el desempleo han mantenido a la izquierda iraní ocupada llegando a fin de mes, y esto sólo empeorará; y la falta de políticas coherentes ha hecho imposible que la izquierda y otras fuerzas progresistas celebren reuniones o incluso se reúnan en espacios cerrados. Así que no ha habido caminos ni posibilidades particulares para la izquierda, pero la pandemia ha escalado varias brechasLo más importante es entre el gobierno y el pueblo.

En su opinión, ¿cuáles son algunas de las principales consecuencias de las elecciones de febrero? Si entendemos correctamente la serie de acontecimientos, hay una segunda vuelta de votación que se ha pospuesto hasta septiembre debido a la pandemia. Mientras tanto, ¿cuáles considera que fueron algunos de los factores clave que llevaron a un resultado favorable para la facción “de línea dura” o principalista? ¿Y cuál ha sido la respuesta de la izquierda, ya sea parlamentaria o extraparlamentaria?

J: Mencioné que la República Islámica encubrió la propagación del virus en su etapa inicial para poder celebrar elecciones parlamentarias; esto se confirmó recién la noche anterior a las elecciones. ¿Por qué? Porque el Consejo de Guardianes de la Constitución, un organismo gubernamental cercano al Líder Supremo, se aseguró de que los conservadores dominaran el parlamento descalificando también incluso a muchos reformistas “no amenazantes”. Los conservadores ganaron las elecciones con la tasa de participación más baja en la historia de la República Islámica. Ahora el jefe del parlamento es el ex alcalde de Teherán, ex comandante de la Guardia Revolucionaria y ex jefe de policía, quien ha sido acusado de inmensa corrupción pero es muy leal al Líder Supremo.

El parlamento conservador unificado es una de las piezas del rompecabezas en el “período de transición”, en referencia a la selección del próximo Líder Supremo. Y el enigma es un gobierno conservador unificado, lo suficientemente homogéneo como para garantizar que la transición al nuevo Líder Supremo se desarrolle sin problemas. El parlamento, todas las instituciones de la llamada “república” y su aparato de representación han desaparecido. La crisis en la República Islámica ya no tiene que ver con “la legitimidad”—, es una crisis en las raíces de la propia gubernamentalidad. Uno de los principales lemas de los movimientos de los últimos tres años fue “Reformista, conservador —es el final” El lema es un eco de lemas similares gritados en la Plaza Syntagma de Atenas o “Puerta del Sol” de Madrid o en las calles de Beirut respecto a todos los partidos y representantes: “Todos ustedes fuera.” Entonces la izquierda no ha participado en las elecciones e históricamente no participa. Hubo un breve momento en 2016, en las elecciones al Concejo Municipal, en que una especie de izquierda socialdemócrata formó una lista e intentó ingresar al Concejo, pero los reformistas convencionales ganaron abrumadoramente y esos izquierdistas realmente no recibieron tantos votos.

En este punto, podría ser instructivo explicar las fuerzas políticas en la República Islámica para tener claros todos los términos que utilizamos aquí en un contexto internacional, porque en el Irán posrevolucionario tienen un significado particular.

La República Islámica de Irán (IRI) consolidó su poder reprimiendo violentamente tanto a los liberales de derecha como a los socialistas y comunistas de izquierda. Sin embargo, hasta la sorpresiva victoria de Mohammad Khatami en las elecciones presidenciales de 1997, las principales tendencias políticas en el Irán posrevolucionario habían sido llamadas “izquierda” y “derecha” Las diferencias entre estas dos corrientes políticas dentro de la élite de la República Islámica salieron a la luz después del impeachment y posterior fuga de Abolhassan Banisadr, el primer presidente electo.

El ala derecha del IRI estaba formada por comerciantes tradicionales (bazaaris), clérigos tradicionales y opositores a las reformas agrarias y críticos del intervencionismo estatal en la economía. El ala izquierda de la República Islámica contó con el apoyo de Ruhollah Khomeini en los primeros años de la revolución. Pidieron la redistribución de la riqueza a través de subsidios, distribución directa de bienes esenciales e implementación de fuertes regulaciones en los mercados libres. Ambas alas políticas apoyaron la islamización, la tutela del jurista islámico (Velayat-e-Faghih) y los discursos antiimperialistas.

El tercer parlamento estaba controlado por la izquierda. Sin embargo, después de la muerte de Jomeini y el ascenso de Jamenei al liderazgo supremo como derechista, la izquierda se debilitó cada vez más. Los parlamentos cuarto y quinto estaban controlados por la derecha. Después de la elección de Jatamí en 1997, la dualidad entre izquierda y derecha fue reformulada en otra dualidad, reformistas versus conservadores (o principalistas). Las diferencias pasadas entre izquierda y derecha en términos de políticas económicas ya no son una cuestión divisoria aquí, ya que muchos reformistas y conservadores son ahora defensores del libre mercado, el comercio globalizado y la privatización.

JP: Las elecciones en Irán siempre han sido sistemáticamente injustas. En este contexto, sólo las elecciones nacionales (como las presidenciales) podrían marcar una ligera diferencia. Estas elecciones solían ser un medio para resolver o posponer desacuerdos y contradicciones internas dentro de la clase dominante remitiendo el asunto al público (generalmente movilizando su disenso y rabia contra un grupo de élites políticas). Aunque este proceso solía diseñarse y fabricarse con cuidado, todavía proporcionaba cierta apariencia de expresión política para nuestra sociedad civil.

Este proceso de mediación fue anulado con las elecciones presidenciales de 2009. Por un lado, las contradicciones internas entre la élite política y económica se hicieron tan evidentes que ni siquiera podían encajar en una elección injusta y, por otro lado, la brecha interna se proyectó en una brecha mayor entre el pueblo y el gobierno en su conjunto. De ahora en adelante, las elecciones han sido una serie de intentos de sanar la fractura, principalmente dentro de la clase dominante y, a veces, con una parte selecta de nuestra sociedad civil —es decir, la clase media urbana en las elecciones presidenciales posteriores.

Dentro de esta historia se podría decir que las elecciones de febrero, por sí solas, no juegan un papel significativo y la segunda vuelta será aún menos significativa. Pero sí marcan un punto de inflexión en la integridad de la élite política gobernante. Cabe señalar que hoy en día los llamados rivales en las elecciones presidenciales anteriores son los jefes de las administraciones ejecutiva, judicial y legislativa. Las elecciones de febrero marcaron el punto final de este proceso de integración —lo que, por supuesto, no significa que su conflicto interno de intereses esté resuelto. Los jefes de las tres ramas ya han tomado decisiones extrajudiciales, una de las cuales fue el aumento de los precios de la gasolina en noviembre pasado que resultó en un levantamiento nacional sin precedentes y un baño de sangre en el que murieron manifestantes.Las próximas elecciones presidenciales probablemente anunciarán la anulación indiscutible de cualquier referencia a las urnas.

En cuanto a la respuesta de la izquierda, debo señalar que los términos parlamentario y extraparlamentario no se aplican a la izquierda iraní, ya que no están reconocidos bajo ninguna circunstancia y desde 1983 todas las organizaciones de izquierda han sido consideradas ilegales. Pero al recordar el levantamiento de diciembre-enero de 2017, los manifestantes forjaron un eslogan que articula la postura de la izquierda sobre este tema: “Reformistas y de línea dura, ¡su espectáculo ha terminado!” Este lema, que se hizo muy popular, indicaba que la gente no está interesada en los conflictos internos de la élite gobernante. Por supuesto, estos conflictos, una y otra vez, brindan una oportunidad para una salida política del pueblo, pero ninguna de las dos facciones representa los intereses del pueblo.

En los últimos meses, imágenes y artículos han establecido una conexión entre la actuación policial aquí en Estados Unidos, en Hong Kong y en Palestina. ¿Las noticias del levantamiento antipolicial aquí en Estados Unidos han alentado o informado la estrategia de la izquierda, tal como existe actualmente, en Irán? ¿Cómo ha respondido o informado el gobierno iraní sobre el levantamiento en curso aquí?

J: La Radio y Televisión de Irán está bajo el control exclusivo del Líder Supremo y siempre transmiten cualquier tipo de crisis, protesta y escándalo en Estados Unidos. La izquierda se inspiró para señalar la misma discriminación contra los inmigrantes afganos en Irán y apoyó su “la vida afgana importa”, pero esto no fue más allá de los hashtags de las redes sociales. La comunicación entre los movimientos de protesta en Estados Unidos y la izquierda iraní ha sido mayoritariamente emocional, no una transmisión de tácticas o estrategias. Lo mismo ocurre con el movimiento de protesta en Hong Kong.

Palestina, sin embargo, es diferente. Tradicionalmente, tiene un estatus especial entre la izquierda iraní. Muchos guerrilleros de izquierda contra la dictadura del Sha fueron entrenados por los palestinos o trabajaron con organizaciones que luchaban por la causa de Palestina. Ahora bien, para una parte del pueblo, apoyar a Palestina significa apoyar a la República Islámica, ya que Teherán ha apoyado financieramente a Hezbolá, Líbano y Hamás después de la revolución.

JP:Los métodos de vigilancia, control y represión circulan cada vez más entre las clases dominantes del mundo, del mismo modo que circulan tácticas de protesta y noticias de levantamientos y la gente se siente inspirada y alentada por otras protestas en todo el mundo. Me atrevería a decir que esta doble aceleración tiene ciertas conexiones con el flujo cada vez mayor de capital en la época del neoliberalismo. Pero examinar las respuestas del gobierno iraní revela una cuestión muy crucial. Las fuerzas progubernamentales encendieron velas en memoria de George Floyd, mientras que hace unos meses, encender una vela en memoria de las víctimas del vuelo 752 de Ukraine International Airlines fue castigado con hasta cinco años de prisión. Los medios progubernamentales cubrieron todas las protestas tras la muerte de George Floyd,y subrayaron el asesinato injusto e ilegal de un ciudadano—mientras que hace unos meses, en noviembre de 2019, las fuerzas de seguridad mataron a miles de manifestantes e incluso arrestaron a las familias que querían celebrar funerales por sus seres queridos.

No pretendo hacer comparaciones demasiado simplificadas, pero la imagen internacional del gobierno iraní está profundamente distorsionada, y la izquierda internacional y las fuerzas progresistas son en parte responsables de ello. El gobierno ha creado una falsa personalidad antiimperialista para sí mismo, que es adoptada acríticamente por los progresistas que se oponen al poder imperialista de Estados Unidos. Recuerdo que una parte de nuestros intelectuales están decepcionados con un ícono creíble como David Harvey, no por su teoría, sino porque participó en una conferencia oficial que confirmó implícitamente la postura antiimperialista del gobierno iraní. Una historia similar se desarrolló cuando Angela Davis firmó una petición confirmando esta narrativa sobre el gobierno mientras la gente era masacrada en las calles. Por supuesto,Angela Davis tenía tanta experiencia en las intersecciones de diversas opresiones que pronto retiró su nombre de la petición. La legitimidad internacional del gobierno depende en gran medida de la promoción de esta falsa personalidad, y las fuerzas progresistas de todo el mundo generalmente no se preocupan lo suficiente como para examinar los detalles y prefieren abrazar a un aliado fácil contra el poder imperial de Estados Unidos.

Esta personalidad tiene una proyección interna, que mencioné antes como “el eje de la resistencia”, una corriente de marxistas ortodoxos obreros, que gozan de la libertad de expresión y de práctica política (que es su derecho básico inalienable, por supuesto, pero el hecho de que se les conceda contrasta marcadamente con todas las demás corrientes izquierdistas y progresistas aquí). Son luchadores intrépidos contra una concepción abstracta del neoliberalismo y el imperialismo, aunque guardan silencio sobre las medidas concretas de las políticas neoliberales dentro de Irán. Además, aprueban y promueven las intervenciones imperialistas de Irán en la región circundante, con el argumento de que esto significa resistir al imperialista más grande. Esta compleja maquinaria de propaganda ha comprometido la solidaridad que de otro modo nuestra sociedad sentiría por las personas oprimidas en todo el mundo.Los nacionalistas se aprovechan de la situación promoviendo lemas como “Dejen a Gaza en paz, piensen en nuestro propio pueblo”— y a la izquierda le resulta difícil adoptar una postura genuina entre estas máquinas de propaganda.

Para quienes estamos en Estados Unidos, la presencia imperial de Estados Unidos en toda América Latina es un hecho bien conocido. Sin embargo, la presencia de Irán en la región recibe menos atención en los medios. A la luz de las recientes declaraciones del general Salami, defendiendo el envío de productos petrolíferos por parte de Irán a Venezuela y celebrando la continua alianza entre los dos países’, ¿cómo debemos interpretar la presencia de Irán en América Latina? ¿Diría usted que es parte de una estrategia geopolítica más amplia, o esta alianza entre Venezuela e Irán se reduce al simple hecho de que ambos países tienen un interés mutuo en aliviar los efectos causados por las sanciones estadounidenses?

J: No tengo un conocimiento completo sobre este tema y no he investigado mucho al respecto. Sin embargo, Irán tiene presencia en América Latina a través de sus relaciones con Cuba y Venezuela y también su influencia en la comunidad chiíta de Brasil y, en menor medida, de Argentina. El populismo de derecha de Ahmadinejad y el populismo de izquierda de Chávez se ejercen juntos a través de su discurso antiimperialista y antiamericano. Y ahora, como usted mencionó, ambos países están bajo sanciones estadounidenses y se benefician de una alianza juntos.

JP:Es engañoso comparar la presencia de Estados Unidos en toda América Latina con la presencia de Irán. Pero al observar la historia de las interacciones entre los países latinoamericanos y sus aliados antiimperialistas (Cuba y la Unión Soviética es un caso ejemplar), no se pudo identificar una alianza estratégica entre los gobiernos populistas latinoamericanos e Irán. No ha habido un crecimiento orgánico en la relación ni siquiera entre Irán y Venezuela, y es poco probable que ocurra debido a las diferencias esenciales entre las dos partes. Por otro lado, reducir las interacciones a un conjunto de medidas que alivien los efectos causados por las sanciones estadounidenses también es incorrecto. La importancia de la personalidad internacional del gobierno iraní excede estas medidas de interés mutuo.Irán sólo puede mantener la opresión de clase y la represión interna basándose en la falsa personalidad antiimperialista que presenta en el escenario global. Por otro lado, Venezuela, al carecer de un aliado genuino, consiente esta imagen de alianza internacional que sirve principalmente para excusar sus problemas internos.

¿Cómo se ve el futuro para los izquierdistas iraníes dentro de Irán, así como para aquellos que viven en el extranjero, ya sean exiliados políticos o no?

J: Sólo puedo responder a esta pregunta desde una perspectiva más personal. Permítanme citar a Kafka aquí: “Es gibt unendlich viel Hoffnung, nur nicht für uns.” (“Hay una cantidad infinita de esperanza, pero no para nosotros.”) Creo que no hay esperanza para algo. Cualquier “algo” que ha surgido también ha condicionado la esperanza, la ha solidificado en una realidad que debe ser superada. He llegado a creer que la desesperanza en este sentido —afirmar el desastre que estamos viviendo— bien puede ser el primer paso hacia una política radical: ya no hay espacio para mantener las manos “limpias”, no hay nada fuera del neoliberal “capitalismo mundial integrado”, para tomar prestado un término de Antonio Negri y Félix Guattari. No obstante, existe esperanza por una esperanza:esperanza de una lucha venidera que abra el espacio para la esperanza.

JP: Hasta ahora, hemos sido la generación sin futuro de izquierdistas iraníes, tanto en Irán como en el extranjero. Sin duda, muchas generaciones se consideran “sin futuro”, pero no me refiero a tendencias generales ni a conceptos abstractos. Cuando te das cuenta de que tu historia inmediata excluye cualquier futuro deseable, poco a poco aprendes a desarrollar tus raíces en el presente. Te ves obligado a rechazar cualquier etapa mediadora y sólo pensar en el mejor siguiente paso. Paradójicamente, aprenderás a vivir como si el futuro no estuviera escrito; una situación similar al lema “Sé realista —exige lo imposible”

Sin embargo, el potencial de un futuro no escrito se proyecta en el presente como una lucha por la supervivencia; no podemos sobrevivir sin cambiar inmediata y radicalmente nuestras condiciones. Por eso necesitamos desarrollar nuestras propias políticas de supervivencia, nuevas líneas de alianza, nuevas formas de autoorganización y autocuidado colectivo. Parece aburrido y está lejos de la autoconcepción revolucionaria de muchos izquierdistas iraníes —especialmente aquellos que viven en el extranjero. Pero sólo entonces la izquierda iraní podrá traducir su potencial actual en una alternativa concreta— y su alternativa sería ampliamente aceptada por la sociedad, mientras que las fuerzas opuestas serían incapaces de aterrorizarla.

[1] Con respecto al término “marxista cultural”, es importante señalar aquí las diferencias de connotación y significado entre las formas en que se utiliza el término en los Estados Unidos y cómo se utiliza en Irán. Mientras que en Estados Unidos, la expresión evoca el mito conspirativo del ascenso de un judeobolchevismo en la sombra detrás de gobiernos democráticos liberales, que busca hacer impura a la raza blanca y europea; en Irán, “marxista cultural” es un término peyorativo utilizado para describir a académicos radicales que se sienten más cómodos como “intelectuales públicos” e invierten más tiempo en conferencias y en el texto escrito que en las exigencias prácticas de luchas concretas sobre el terreno.

Entrevista y fotografías publicadas el 22 de septiembre de 2020 en CrimethInc

Llamando las cosas por su nombre: la limpieza étnica de Palestina de 1948. Ilan Pappe, (2006).

Durante muchos años, el término Nakba – una catástrofe humana – parecía un término satisfactorio para evaluar tanto los eventos de 1948 en Palestina, como su impacto en nuestras vidas hoy en día. Pienso que ya es el momento de usar un término diferente: «La Limpieza étnica de Palestina». El término Nakba no conlleva ninguna referencia directa de quién está detrás de la catástrofe – cualquier cosa puede causar la destrucción de Palestina, incluso los propios palestinos. No así cuando se usa el término limpieza étnica. Implica una acusación directa y una referencia a los culpables, no sólo en el pasado sino también en el presente. Y lo que es mucho más importante, conecta políticas, como las que destruyeron Palestina en 1948, con una ideología. Y cuando esta ideología es todavía la base de las políticas de Israel hacia los Palestinos estén donde estén, el Nakba continúa, o lo que es más preciso y convincente, la limpieza étnica sigue adelante. En este 58º aniversario del Nakba, es momento de utilizar abiertamente y sin vacilación el término limpieza étnica como el mejor término posible para describir la expulsión de los palestinos en 1948.

La Limpieza étnica es un crimen y los que lo perpetraron son criminales.

En 1948 la dirección del movimiento Sionista, que pasó a ser el gobierno de Israel, cometió un crimen contra el pueblo Palestino. El crimen fue la Limpieza Étnica. Éste no es un término casual sino una acusación de implicaciones políticas, legales y morales de largo alcance. El significado de este término quedó clarificado como consecuencia de la guerra civil de los Balcanes en la década de los 90. Cualquier acción por parte de un grupo étnico de cara a expulsar a otro grupo étnico con el propósito de transformar una región étnicamente mixta en otra étnicamente pura, es Limpieza Étnica. Una acción se convierte en política de limpieza étnica al margen de los medios empleados para obtenerla. Cualquier medio – desde persuasiones y amenazas hasta expulsiones y masacres justifica la atribución de este término a tales políticas. Es más la propia acción determina la definición, y por consiguiente ciertas políticas fueron consideradas como limpieza étnica por la comunidad internacional incluso aunque no existiese o hubiese sido expuesto un plan maestro para su ejecución. Por consiguiente, las víctimas de la limpieza étnica son tanto personas que marcharon presas del pánico como aquel as expulsadas por la fuerza como parte de una operación continua. Pueden encontrarse las anteriores definiciones y referencias en los sitios web del Departamento de Estado norteamericano y de las Naciones Unidas. Éstas son las definiciones principales que guiaron al Tribunal Internacional de La Haya cuando se dispuso a juzgar a los responsables de planear y ejecutar las operaciones de limpieza étnica como a personas que perpetraron crímenes contra la humanidad.

El objetivo israelí en 1948 estaba claro y se articuló sin desviarse del “Plan Dalet” adoptado en marzo de 1948 por el alto comando de la Hagana (la principal clandestinidad judía de la época pre-estatal). El objetivo era ocupar tanto territorio como fuera posible del Mandato de Palestina y la eliminación de la mayoría de los barrios urbanos y los pueblos palestinos del futuro y codiciado Estado judío. La ejecución fue aún más sistemática y exhaustiva de lo que el plan había anticipado. En cuestión de siete meses, 531 pueblos fueron destrui-dos y 11 barriadas urbanas vaciadas. La expulsión masiva fue acompañada de masacres, violaciones y encarcelamiento de hombres (definidos como tal a partir de los 10 años de edad) en campos de trabajo por períodos de más de un año. Todas estas características en el año 2006 pueden ser sólo atribuidas a una política de limpieza étnica, es decir, a una política que según la definición de la ONU busca transformar un área étnicamente mixta en un espacio étnicamente puro cuando todos los medios están justificados para ello. Tales políticas están definidas en derecho internacional como crímenes contra la humanidad, los cuales el Departamento de Estado de los EEUU considera que sólo pueden ser rectificadas con la repatriación de toda la gente que marchó o fue expulsada como consecuencia de las operaciones de limpieza étnica.

Las implicaciones políticas de tal declaración es que Israel es el único culpable de la creación del problema de los refugiados palestinos y sobre el cual pesa la responsabilidad legal y moral del problema. La implicación legal es que, aunque exista obsolescencia tras un período tan largo de tiempo para aquellos que cometieron actos descritos como crímenes contra la humanidad, la propia acción sigue siendo la perpetración de un crimen por el cual nunca nadie ha sido l evado ante la justicia. La implicación moral es que, en realidad, el Estado judío nació a partir de un pecado (como muchos otros estados, por supuesto) pero el pecado, o crimen, nunca ha sido admitido. Peor aún, en ciertos círculos de Israel ha sido reconocido para, a renglón seguido, justificarlo y aceptarlo como política futura contra los palestinos dondequiera que estén.

Pero todas estas implicaciones fueron totalmente ignoradas por la elite política israelí y en cambio se derivó una lección muy diferente de los acontecimientos de 1948: tú puedes, como Estado, expulsar a la mitad de la población de Palestina, destruir la mitad de sus pueblos y salirte con la tuya sin una pizca de crítica. Las consecuencias de una lección así fueron inevitables: la continuación de la política de limpieza étnica por otros medios. Hubo bastantes hitos conocidos en este proceso: la expulsión de decenas de pueblos entre 1948 y 1956 de Israel propiamente dicho; el traspaso forzado de 300.000 palestinos de Cisjordania y la Franja de Gaza y una muy mesurada, pero constante, limpieza de la zona del Gran Jerusalén.

En tanto en cuanto no se aprenda la lección política, no habrá solución alguna para el conflicto palestino-israelí. La cuestión de los refugiados fracasará repe-tidamente en cualquier intento, exitoso bajo otros parámetros, de reconciliar las dos partes en conflicto. Es por esto que es tan importante reconocer los acontecimientos de 1948 como una operación de limpieza étnica, para poder así asegurar que una solución política no eludirá la raíz del conflicto, es decir, la expulsión de los palestinos. En el pasado, tales elusiones han sido la principal razón para el colapso de todos los acuerdos previos de paz.

En tanto en cuanto no se aprenda la lección legal, siempre permanecerán im-pulsos punitivos y emociones vengativas del lado palestino. El reconocimiento legal del Nakba de 1948 como un acto de limpieza étnica posibilitaría una justicia indemnizatoria. Éste es el proceso que ha tenido lugar recientemente en Sudáfrica. El reconocimiento de los fantasmas del pasado no se ha hecho para llevar a los criminales ante la justicia, sino más bien para llevar el propio crimen ante la justicia y ante la opinión pública. El fallo final no será punitivo, no habrá castigo, sino que será más bien indemnizatorio, es decir, las víctimas serán compensadas. La compensación más razonable para el caso particular de los refugiados palestinos fue claramente formulada ya en diciembre de 1948 por la Asamblea General de la ONU en su resolución 194: el retorno incondicional de los refugiados y sus familias a su tierra materna (y a sus casas en la medida de lo posible).

En tanto en cuanto no se aprenda la lección moral, el Estado de Israel con-tinuará existiendo como un enclave hostil en el corazón del mundo árabe.

Seguirá siendo el último recuerdo de un pasado colonial que complica no sólo la relación israelí con los palestinos, sino también con el mundo árabe en general. Y puesto que la lección moral no se está asimilando, existe hoy en día en Israel una justificación a posteriori para la limpieza étnica y un peligro real para intentar llevarla a cabo de nuevo.

¿Cuándo y cómo podemos esperar que estas lecciones sean aprendidas y absor-bidas en el esfuerzo de llevar la paz y la reconciliación a Palestina? En primer lugar, por supuesto, no se puede esperar mucho mientras persista la brutal fase actual de ocupación de Cisjordania y la Franja de Gaza. Y sin embargo, al lado de la lucha contra la ocupación, y con el positivo desarrollo de la opción BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) adoptada como la mayor estrategia hacia adelante por parte de la sociedad civil en los territorios ocupados y por el movimiento de solidaridad internacional, el esfuerzo de trasladar la limpieza étnica de 1948 al centro de la atención y la conciencia mundial ha de continuar.

El trabajo no ha de limitarse a un lugar. Más bien, el sitio donde la limpieza étnica de 1948 ocurrió – el Israel de hoy en día – está totalmente excluido de esta empresa. El trabajo dentro del país del Nakba ha de incluirse y coordinarse en el esfuerzo general allí donde haya palestinos y los que los apoyan. Con la ayuda de Badil y otras organizaciones, los refugiados internos dentro de Israel y otras ONG líderes de Palestina en ese estado cooperaron con un grupo de activistas judíos para iniciar un intento serio de l evar ante la opinión pública la limpieza étnica y defender enérgicamente y sin vacilaciones la implementación del derecho palestino al retorno.

En dos conferencias de apoyo al derecho al retorno, investigadores y activistas palestinos y judíos airearon en público sus averiguaciones sobre la limpieza étnica desde 1948 hasta hoy y presentaron sus ideas de cómo avanzar en la sensibilización de la opinión pública sobre las implicaciones desastrosas – para palestinos y judíos por igual, y en realidad para el mundo en general – de la negación continua de las limpiezas étnicas de 1948 y el rechazo a aceptar el internacionalmente reconocido Derecho al Retorno.

En el 58º aniversario y en la preparación del 60º aniversario, nosotros palestinos, israelíes y todos aquellos a los que les importa esta tierra, debemos exigir que los crímenes contra la humanidad de 1948 sean incluidos en los libros de historia de todo el mundo para así poder detener la continuación de los actuales crímenes antes de que sea demasiado tarde.

Representar al colonizado: los interlocutores de la antropología. Edward Said

Pas un bout de ce monde qui ne porte mon empreinte digitale et mon calcanéum sur le dos des gratte-ciel et ma crasse dans le scintillement des gemmes!

AIMÉ CÉSAIRE,

Cahier d’un retour au pays natal

Cada una de las cuatro palabras principales del título de estos comentarios habita un campo un tanto agitado y de algún modo turbulento. Ahora es casi imposible, por ejemplo, recordar la época en que las personas no hablaban de crisis de la representación. Y cuanto más se analiza y discute la crisis, antes parecen localizarse sus orígenes. La argumentación de Michel Foucault ha planteado de un modo quizá más convincente y más atractivo la idea que aparece en las obras de historiadores de la literatura como Earl Waserman, Erich Auerbach o M.H. Abrams de que con la erosión del consenso clásico, las palabras ya no constituían un medio transparente a través del cual resplandeciera el Ser. Más bien, había de emerger como objeto de atención filológica el lenguaje entendido como una esencia opaca y, sin embargo, curiosamente abstracta e inaprehensible, para a partir de entonces neutralizar e inhibir toda tentativa de representar la realidad de forma mimética. En la era de Nietzsche, Marx y Freud, la representación tiene, por tanto, que competir no sólo con la conciencia de las formas y convenciones lingüísticas, sino también con las presiones de fuerzas transpersonales, transhumanas y transculturales como la clase, el inconsciente, el género, la raza y la estructura. Las transformaciones que todo ello ha llevado emparejadas en lo que se refiere a nuestras ideas de cosas inicialmente estables como los autores, los textos y los objetos son, de forma bastante literal, irrepetibles y ciertamente impronunciables. Ahora representar a alguien o siquiera algo se ha convertido en un desafío tan complejo y problemático como una asíntota, con consecuencias para la certeza y la decidibilidad tan cargadas de dificultades como pueda imaginarse.

La idea del colonizado, por referirme ahora al segundo de los cuatro términos, presenta su propia marca de volatilidad. Antes de la Segunda Guerra Mundial los colonizados eran los habitantes del mundo no occidental y no europeo que habían sido dominados y a menudo colonizados por los europeos. Consecuentemente, por tanto, el libro de Albert Memmi situaba tanto al colonizador como al colonizado en un mundo especial, con sus propias leyes y situaciones, igual que en Los condenados de la tierra Frantz Fanon hablaba de que la ciudad colonial estaba dividida en dos mitades aisladas, que se comunicaban entre sí mediante una lógica de violencia y contraviolencia.[60] Para cuando las ideas de Alfred Sauvy sobre los Tres Mundos se habían institucionalizado en la teoría y en la práctica, el colonizado se había vuelto sinónimo del Tercer Mundo. (1)

No obstante, había una presencia colonial continuada de las potencias occidentales en diversas partes de África y Asia, muchos de cuyos territorios habían alcanzado la independencia en gran medida en la época que rodeaba a la Segunda Guerra Mundial. Así, «el colonizado» no era un grupo histórico que hubiera obtenido la soberanía nacional y que por tanto se hubiera disuelto, sino una categoría que incluía tanto a los habitantes de estados recién independizados como a pueblos súbditos de territorios adyacentes todavía colonizados por europeos. El racismo siguió siendo una fuerza importante con mortíferos efectos en las horrendas guerras coloniales y los sistemas de gobierno rígidamente implacables. La experiencia de ser colonizado significó, por tanto, muchísimo para las regiones y pueblos del mundo cuya experiencia como gentes dependientes, subalternas y sometidas a Occidente no terminó —parafraseando a Fanon— cuando se marchó el último policía blanco y se arrió la última bandera europea(2). Haber sido colonizado era un destino de consecuencias perdurables y sin duda grotescamente injustas, sobre todo después de que se hubiera alcanzado la independencia nacional. Pobreza, dependencia, subdesarrollo, patologías diversas del poder y la corrupción, además de, por supuesto, notables avances en la guerra, la alfabetización y el desarrollo económico: esta mezcla de rasgos designaba al pueblo colonizado que se había liberado en un determinado plano pero que en otro seguía siendo víctima de su pasado.(3)

Y lejos de ser una categoría que supusiera súplica o autocompasión, «el colonizado» desde entonces se ha extendido considerablemente hasta incluir a mujeres, clases sociales dominadas y oprimidas, minorías nacionales e incluso subespecialidades académicas marginadas o asiY lejos de ser una categoría que supusiera súplica o autocompasión, «el colonizado» desde entonces se ha extendido considerablemente hasta incluir a mujeres, clases sociales dominadas y oprimidas, minorías nacionales e incluso subespecialidades académicas marginadas o asimiladas. En torno al colonizado ha surgido todo un vocabulario de expresiones, todas las cuales refuerzan, cada una a su modo, el espantoso carácter secundario de gente que, según la burlona caracterización de V.S. Naipaul, está predestinada sólo a utilizar el teléfono, nunca a inventarlo. Por tanto, la condición de pueblo colonizado se ha fijado en zonas de dependencia y periferia, estigmatizado en la designación de estados subdesarrollados, menos desarrollados o en vías de desarrollo, gobernados por un colono superior, desarrollado o metropolitano que fue postulado teóricamente como cacique categóricamente antitético. En otras palabras, el mundo todavía se dividía en superiores e inferiores, y si la categoría de los seres inferiores se había ensanchado hasta incluir un montón de gente nueva así como una nueva época, tanto peor para ellos. Por tanto, ser uno de los colonizados es ser potencialmente una gran cantidad de cosas diferentes, pero todas inferiores, en muchos lugares distintos y muchos momentos distintos.

En lo que se refiere a la antropología como categoría, apenas necesita que alguien ajeno a ella como yo añada mucho a lo que ya se ha dicho o escrito acerca del desconcierto producido en al menos algunos ámbitos de la disciplina. Sin embargo, y hablando en términos generales, pueden subrayarse aquí un par de cuestiones. Una de las tendencias principales de los debates disciplinares durante los últimos aproximadamente veinte años proviene de la conciencia del papel que han desempeñado en el estudio y representación de las sociedades no occidentales «primitivas» o menos desarrolladas por parte del colonialismo occidental la explotación de la dependencia, la opresión de los campesinos y la manipulación o gestión de las sociedades indígenas con fines imperiales. Esta conciencia se ha traducido en diversas formas de antropología marxista o antiimperialista, como por ejemplo la obra temprana de Eric Wolf, Coffee and Capitalism in the Venezuelan Andes, de William Roseberry, We Eate the Mines and the Mines Eat Us, de June Nash, The Devil and Commodity Fetishism in South America, de Michael Taussig, y algunos otros. Este tipo de obra de oposición está admirablemente modelada por la antropología feminista (por ejemplo, The Woman in the Body, de Emily Martin o Veiled Sentiments de Lila Abu-Lughod), la antropología histórica (por ejemplo, Lions of the Punjab, de Richard Fox), los trabajos relacionados con la lucha política contemporánea (Body of Power, Spirit of Resistance, de Jean Comaroff), la antropología estadounidense (por ejemplo, la de Susan Harding sobre el fundamentalismo) y la antropología de denuncia (Victims of the Miracle, de Shelton Davis).

La otra corriente importante es la de la antropología posmoderna practicada por estudiosos influidos por la teoría literaria en términos generales, y más específicamente por teóricos de la escritura, el discurso y las formas del poder, como Foucault, Roland Barthes, Clifford Geertz, Jacques Derrida y Hayden White. Estoy impresionado, no obstante, de que pocos de los académicos que han contribuido en recopilaciones como Retóricas de la antropología o Anthropology as Cultural Critique (4) —por nombrar sólo dos libros recientes muy visibles— hayan apelado explícitamente a un final de la antropología, como por ejemplo han recomendado de hecho una serie de estudiosos de la literatura para el concepto de literatura. Sin embargo, también me impresiona que pocos de los antropólogos que se leen fuera de la antropología hagan un secreto del hecho de que desearían que la antropología y los textos antropológicos pudieran ser más literarios o tuvieran un estilo y una conciencia más influidos por la teoría de la literatura, o que los antropólogos dedicaran más tiempo a pensar en la textualidad y menos en la descendencia matrilineal, o que las cuestiones relativas a la poética cultural adoptaran un papel más central en su investigación que, pongamos por caso, las cuestiones de organización tribal, economía agrícola y clasificación primitiva.

Pero estas dos tendencias ocultan problemas más profundos. Dejando a un lado los análisis y debates obviamente importantes que se desarrollan en el ámbito de determinados subcampos de la antropología como los estudios andinos o la religión indígena, la obra reciente de especialistas marxistas, antiimperialistas y metaantropológicos (Geertz, Taussig, Wolf, Marshall Sahlins, Johannes Fabian y otros) revela, no obstante, un malestar genuino respecto al estatuto sociopolítico de la antropología en su conjunto. Quizá esto sea válido hoy día para todos los campos de las ciencias humanas, pero es especialmente cierto de la antropología. Como ha escrito Richard Fox:

Hoy día la antropología parece intelectualmente amenazada en la misma medida en que los antropólogos se han convertido en una especie de estudiosos en peligro. El peligro profesional tiene que ver con el caída del empleo, los programas universitarios, el apoyo a la investigación y demás erosiones del estatus profesional de los antropólogos. La amenaza intelectual de la antropología procede del interior de la disciplina: dos perspectivas de la cultura en conflicto [lo que Fox denomina el materialismo cultural y la culturología] que comparten demasiado y discuten acerca de demasiado poco. (5)

Es curioso y sintomático que el destacable libro del propio Fox, Lions of the Punjab, del que han sido extraídas estas líneas, tenga en común con otros influyentes diagnosticadores del mal du siècle de la antropología como Sherry Ortner (6) —y que coincide con lo que yo creo— que la alternativa saludable sea una práctica basada en la práctica, reforzada con ideas sobre la hegemonía, la reproducción social y la ideología tomadas de no antropólogos como Antonio Gramsci, Raymond Williams, Alain Tourain y Pierre Bourdieu. Sin embargo, persiste la impresión de un hondo sentimiento de agotamiento del paradigma kuhniano, con consecuencias para el estatus de la antropología que, en mi opinión, son extraordinariamente inquietantes.

Supongo que también hay cierto temor (justificado) a que los antropólogos de hoy día ya no puedan aproximarse al campo poscolonial con tanta facilidad como en épocas anteriores. Esto, por supuesto, es un desafío político a la etnografía precisamente en el mismo terreno en que, en épocas anteriores, los antropólogos eran relativamente soberanos. Las respuestas han variado. Otros han utilizado la violencia que emana del campo como un tópico para la teoría posmoderna. Y en tercer lugar, algunos otros han utilizado el discurso antropológico como espacio para la construcción de modelos de cambio o transformación social. Ninguna de estas respuestas, sin embargo, es tan optimista respecto a la empresa como lo fueron los colaboradores revisionistas del libro de Dell Hymes Reinventing Anthropology o de Stanley Diamon en su importante libro In Search of the Primitive, una generación académica antes.

Finalmente, la palabra «interlocutores». Aquí de nuevo estoy impresionado por el extremo hasta el cual la idea de interlocutor es tan inestable como para dividirse de forma tan dramática en dos significados esencialmente discrepantes. Por una parte, resuena contra todo un trasfondo de conflicto colonial en el que los colonizadores buscan un interlocuteur valable, y los colonizados, por otra parte, se ven impulsados hacia soluciones cada vez más desesperadas a medida que intentan, en primer lugar, ajustarse a las categorías formuladas por la autoridad colonial y, después, reconociendo que semejante curso de acción está destinado al fracaso, deciden que sólo su propia fuerza militar obligará a París o a Londres a que los tomen en serio como interlocutores. Un interlocutor en la situación colonial es, por tanto, por definición, o bien alguien dócil y que se amolda a la categoría de lo que los franceses llamaban en Argelia evolué, notable o caid (el grupo de liberación reservaba la denominación de beni-wéwé o negro de los hombres blancos a esa clase social), o bien alguien que, como el intelectual indígena de Fanon, simplemente se niega a hablar y decide que sólo la réplica radicalmente antagónica y quizá violenta es la única interlocución posible con la potencia colonial.

El otro significado de «interlocutor» es en buena medida menos político. Procede de un entorno casi completamente académico o teórico, y sugiere la condición serena al tiempo que aséptica y controlada de un experimento mental. En este contexto el interlocutor es alguien que quizá ha sido encontrado clamando en el umbral, allá donde desde fuera de un campo o disciplina ha producido una perturbación tan indecorosa como para que se le permita entrar, una vez comprobado en el control de entrada que no lleva armas ni piedras, para seguir hablando. El resultado domesticado recuerda a una serie de correlatos teóricos de moda, como por ejemplo el dialogismo y la heteroglosia de Bajtin. La «situación ideal de diálogo» de Jürgen Habermas o la imagen de Richard Rorty (al final de La filosofía y el espejo de la naturaleza) de filósofos disertando animadamente en un salón espléndidamente amueblado. Aunque esta descripción de interlocutor parece un tanto caricaturesca, mantiene al menos bastante de la incorporación e invitación a participar que, en mi opinión, se requieren para que estas interlocuciones se produzcan. Lo que estoy tratando de señalar es que este tipo de interlocutor limpio y desinfectado es una creación de laboratorio de la que se han eliminado, y por tanto falsificado, las vinculaciones con la urgente situación de crisis y conflicto que han llamado la atención sobre él o ella en primera instancia. Sólo ocurrió cuando personajes subalternos como las mujeres, los orientales, los negros y demás «indígenas» hicieron el suficiente ruido para que se les prestara atención y, por así decirlo, se les preguntara. Antes de eso se ignoraba más o menos que estuvieran allí, como a los criados de las novelas inglesas del siglo XIX, y sólo se reparaba en ellos nada más que como una parte útil del escenario. Convertirlos en temas de discusión o campos de investigación supone necesariamente transformarlos en algo fundamental y constitutivamente diferente. Y así persiste la paradoja.

En este momento debería decir algo acerca de una de las frecuentes críticas vertidas contra mí, y a la que siempre he querido responder, de que en el proceso de caracterización de la producción de los Otros inferiores de Europa mi obra sólo es una polémica negativa que no adelanta ninguna aproximación o método epistemológico y que sólo manifiesta desesperación ante la posibilidad de abordar en algún momento con seriedad a otras culturas. Estas críticas están relacionadas con las cuestiones que he venido analizando hasta ahora, y aunque no tengo deseo alguno de desatar una refutación punto por punto de mis críticos, sí quiero responder de un modo que es intelectualmente pertinente en relación con el tema que tenemos entre manos.

Lo que me propuse acometer en Orientalismo era una crítica de oposición no sólo de la perspectiva del campo y de la economía política, sino también de la situación sociocultural que hace su discurso posible y al mismo tiempo sostenible. Las epistemologías, discursos y métodos como el orientalismo apenas son dignos de recibir ese nombre si se caracterizan de forma reduccionista como objetos similares a los zapatos, que cuando están usados se remiendan o se desechan y se sustituyen por otros objetos nuevos porque cuando están viejos ya no se pueden arreglar. La condición de archivo, la autoridad institucional y la longevidad patriarcal del orientalismo deberían tomarse en serio porque en el agregado estos rasgos operan como visión del mundo con una considerable fuerza política que no puede barrerse al igual que tanta epistemología. Por tanto, desde mi punto de vista, el orientalismo es una estructura erigida en la más plena competición imperial cuya vertiente dominante representaba y desarrollaba no sólo la función académica, sino también de ideología partidista.

Sin embargo, el orientalismo ocultaba la competición que se libraba tras su lenguaje académico y estético. Estas cosas son las que yo estaba tratando de mostrar, además de sostener que no hay ninguna disciplina, ninguna estructura de conocimiento, que pueda mantenerse o se haya mantenido alguna vez libre de las diferentes formaciones socioculturales, históricas y políticas que confieren su peculiar individualidad a cada época.

Ahora bien, esto es cierto de todas las numerosas revalorizaciones teóricas y discursivas de las que hablaba anteriormente, que parecen estar buscando un modo de escapar de esta embarullada realidad. Desarrollar ingeniosas estrategias textuales para tratar de desviar los feroces ataques contra la autoridad etnográfica lanzados por Fabian, Talal Asas y Gérar Leclerc:[(7) estas estrategias han llevado consigo un método para hacer que pase desapercibida la sede desesperadamente solapada, imposiblemente sobrerrepresentada y conflictiva de la antropología. Llamémoslo la respuesta estética. El otro consistía en centrarse más o menos exclusivamente sobre la práctica,[68] como si la práctica fuera un dominio de la realidad libre de agentes, intereses y discusiones, tanto políticas como filosóficas. Llamemos a esta la respuesta reductivamente pragmática.

En Orientalismo no pensaba que fuera posible ocuparse de ninguno de estos anestésicos. Tanto el escepticismo radical como la gran teoría y los puntos de vista puramente epistemológicos pueden haberme inhabilitado. Pero no creo que pudiera entregarme a la perspectiva de que existía un punto arquimédico exterior a los contextos que estaba describiendo, o que fuera posible diseñar ni desplegar una metodología interpretativa inclusiva que estuviera libre de las circunstancias históricas exactamente concretas de las que se derivaba el orientalismo y en las que obtenía su apoyo. Por tanto, me ha parecido particularmente relevante que los antropólogos, y no por ejemplo los historiadores, se hayan encontrado entre los más reacios a aceptar los rigores de la ineludible verdad que formulara de forma contundente por primera vez Giambattista Vico. Yo especulo —y diré más sobre esto más adelante— que como es sobre todo la antropología la que históricamente se ha constituido y construido en sus orígenes durante un encuentro etnográfico entre un observador europeo soberano y un indígena europeo que ocupaba, por así decirlo, una condición inferior y un lugar remoto, son ahora algunos antropólogos de finales del siglo XX los que dicen a alguien que ha desafiado el estatus de ese momento que lo habilitaba algo así como: «Al menos proporcióneme otro».(8)

Esta incursión digresiva continuará un poco más adelante, cuando vuelva de nuevo a lo que me parece que conlleva, a saber, la problemática del observador, asombrosamente poco analizada en las corrientes antropológicas revisionistas de las que hablaba antes. Esto es especialmente cierto, en mi opinión, en obras de antropólogos hábilmente originales como Sahlins (en su obra Islas de historia) o Wolf (en su obra Europa y los pueblos sin historia). El silencio es atronador, al menos para mí. Basta echar un vistazo a las muchas páginas de argumentación brillantes y sofisticadas de las obras de eruditos metateóricos, o a las de Sahlins y Wolf, para empezar a percibir quizá súbitamente cómo alguien, una voz autorizada, inquisidora y elegante, habla y analiza, amasa evidencias, teoriza y especula acerca de todo… excepto sobre sí misma. ¿Quién habla? ¿Para qué y para quién? Las preguntas no se formulan o, si se formulan, se convierten, según palabras de James Clifford cuando escribe sobre la autoridad etnográfica, en asuntos en gran medida de «elección estratégica».(10) Las historias, tradiciones, sociedades y textos de «otros» se contemplan o bien como respuestas a las iniciativas occidentales —y por tanto, pasivas, dependientes— o bien como dominios de la cultura que pertenecen fundamentalmente a las élites «indígenas». Pero en lugar de analizar más esta cuestióndebería volver ahora a mi excavación del campo que rodea al tema de discusión propuesto.

Uno habrá conjeturado entonces que ni a la representación, ni al «colonizado», ni a la «antropología» y sus «interlocutores», puede atribuírseles una significación verdaderamente esencial o fija. Las palabras parecen o bien vacilar ante diversas posibilidades de significado o bien, en algunos casos, dividirse en dos. Lo que más claro está acerca del modo en que nos interpelan es, por supuesto, que están irremediablemente afectadas por una serie de límites y presiones que no pueden obviarse por completo. Así, palabras como «representación», «antropología» y «colonizado» están insertas en escenarios que no pueden eliminar ninguna cantidad de violencia ideológica. Porque no sólo nos encontramos de inmediato forcejeando con el ambiente semántico inestable y volátil que evocan, sino que nos remiten sumariamente al mundo real para localizar y ocupar allí, si no el lugar antropológico, al menos sí la situación cultural en la que se hace de hecho el trabajo antropológico.

La «mundanidad» es un concepto que a menudo me ha parecido útil debido a dos significados que le son inherentes; uno es la idea de ser en el mundo secular, en contraposición a ser «de otro mundo», y el segundo se debe a lo que sugiere la palabra francesa mondanité, mundanidad como calidad de un savoir faire practicado y ligeramente hastiado, mundanalmente astuto y espabilado. La antropología y la mundanidad (en ambas direcciones) se necesitan mutuamente. La desubicación geográfica, el descubrimiento de lo secular y la dolorosa recuperación de historias implícitas o interiorizadas: estos elementos estampan la búsqueda etnográfica con la marca de una energía secular que es inconfundiblemente sincera. Aun así, los hasta ahora discursos, códigos y tradiciones prácticas masificados de la antropología, con sus autoridades, rigores disciplinares, mapas genealógicos y sistemas de mecenazgo y acreditación, se han sedimentado en diversas modalidades del ser antropológico. La inocencia, por supuesto, está fuera de toda duda. Y si sospechamos que, como en todas las disciplinas académicas, el modo habitual de hacer las cosas adormece y aísla al mismo tiempo al miembro del gremio, estamos diciendo algo verdadero sobre todas las formas de mundanidad disciplinar. La antropología no es una excepción.

Al igual que mi propio campo de la literatura comparada, la antropología, en todo caso, se basa en el hecho de la otredad y la diferencia, en el brioso empuje instructivo que le proporciona lo que es extraño o ajeno, «la profunda lozanía» en expresión de Gerard Manley Hopkins. Estas dos palabras, «diferencia» y «otredad», han adquirido hasta ahora propiedades de talismán. De hecho, es casi imposible no quedar atónito por la apariencia mágica e incluso metafísica que tienen, dadas las operaciones absolutamente deslumbrantes que los filósofos, antropólogos, teóricos de la literatura y sociólogos realizan con ellas. Aun así, lo más asombroso de la «otredad» y la «diferencia» es, como sucede con todos los términos generales, lo profundamente condicionadas que están por su contexto histórico y mundano. Hablar de «el otro» en los Estados Unidos de hoy día es, para los antropólogos contemporáneos de aquí, algo bastante distinto de lo que lo es, por ejemplo, para un antropólogo indio o venezolano: la conclusión extraída por Jürgen Golte en un reflexivo ensayo sobre «la antropología de la conquista» es que incluso la antropología no norteamericana y por tanto «indígena» está «íntimamente vinculada al imperialismo», tan dominante es el poder global irradiado desde el gran centro metropolitano (11). Ejercer la antropología en Estados Unidos es, por tanto, no sólo estar haciendo trabajo académico investigando la «otredad» y la «diferencia» en un extenso país; es estar analizándolas en un país enormemente influyente y poderoso cuyo papel global es el de una superpotencia.

La fetichización y la incesante celebración de la «diferencia» y la «otredad» pueden entenderse, por tanto, como una tendencia amenazadora. Evoca no sólo lo que Jonathan Friedman ha denominado «la espectacularización de la antropología», mediante la cual se produce la «textualización» y «culturización» de las sociedades al margen de la política y la historia,(12) o también la apropiación y traducción inconsciente del mundo mediante un proceso que a pesar de todas sus afirmaciones de relativismo, a pesar de sus exhibiciones de precaución epistemológica y de especialización técnica, no puede distinguirse fácilmente del desarrollo del imperio. He formulado esto de un modo tan claro como lo he hecho simplemente porque estoy impresionado de que en tantos de los numerosos escritos sobre antropología, epistemología, textualización y otredad que he leído —que en alcance y material abarcan el espectro comprendido desde la antropología hasta la historia y la teoría literaria— haya casi una total ausencia de referencias a la intervención imperial estadounidense como factor que afecte a la discusión teórica. Se dirá que he vinculado la antropología y el imperio de un modo demasiado grosero, demasiado indiferenciado; a lo que respondería preguntando cómo —y quiero decir realmente cómo— y cuándo se separaron. No sé cuándo se produjo este acontecimiento, ni siquiera si se produjo. De modo que en lugar de suponer que se produjo, veamos si todavía tiene alguna importancia el tema del imperio para el antropólogo estadounidense y, además, para nosotros como intelectuales.

La realidad es desalentadora. Los hechos son que tenemos grandes intereses globales y que los perseguimos con coherencia. Hay infinidad de ejércitos de académicos trabajando política, militar e ideológicamente. Piénsese, por ejemplo, en la siguiente afirmación, que de un modo bastante explícito establece la relación entre la política exterior y «el otro»: En los últimos años el Departamento de Defensa se ha enfrentado a muchos problemas que requieren el apoyo de las ciencias sociales y de la conducta. […] Las Fuerzas Armadas han dejado de estar involucradas en la guerra en solitario. Entre sus misiones se encuentran ahora la pacificación, la ayuda, «la batalla de las ideas», etc. Todas estas misiones requieren una comprensión de las poblaciones urbanas y rurales con las que entra en contacto nuestro personal militar; ya sea en las nuevas actividades «por la paz» o en el combate. En muchos países a lo largo y ancho de todo el mundo necesitamos más conocimiento sobre sus creencias, valores y motivaciones; sus organizaciones políticas, religiosas y económicas, y el impacto que tienen los diversos cambios o innovaciones sobre sus modelos socioculturales. […] Los siguientes aspectos son elementos que merecen consideración como factores de la estrategia de investigación para las agencias militares. Empresas de investigación prioritarias: 1) métodos, teorías y formación en ciencias sociales y de la conducta en países del extranjero […] 2) programas que formen a científicos sociales extranjeros […] 3) investigación en ciencias sociales dirigidas por científicos indígenas independientes […] 4) cometidos de ciencias sociales dirigidos por estudiosos universitarios estadounidenses importantes en centros de territorios en el extranjero […] 7) estudios desarrollados en Estados Unidos que analicen datos recogidos por investigadores de ultramar apoyados por agencias no dedicadas a la defensa. La elaboración de datos, recursos y métodos analíticos debería impulsarse de modo que los datos recogidos para unos determinados fines puedan utilizarse para muchos propósitos adicionales […] 8) colaborar con otros programas en Estados Unidos y en el extranjero que faciliten el acceso continuado del personal del Departamento de Defensa a los recursos académicos e intelectuales del «mundo libre».(13)

No es necesario decir que el sistema imperial, que abarca una inmensa red de estados patrocinadores y clientes, así como un aparato de inteligencia y de elaboración de políticas que no tiene precedentes ni en riqueza ni en poder, no lo abarca todo en la sociedad estadounidense. Ciertamente, los medios de comunicación están saturados de material ideológico, pero es igual de cierto que no todo en los medios de comunicación está saturado en la misma medida. Por todos los medios deberíamos reconocer distinciones, establecer diferenciaciones, pero, debemos añadir, no deberíamos perder de vista el flagrante hecho de que el envoltorio con el que Estados Unidos se abre paso en el mundo es considerable y no simplemente consecuencia de un Reagan y un par de Kirkpatricks, por así decirlo, sino que también depende enormemente del discurso cultural, de la industria del conocimiento, de la producción y divulgación de textos y textualidad; en pocas palabras, no de la «cultura» como un dominio antropológico general, que se discute y analiza rutinariamente en los estudios de poética cultural y textualización, sino, de un modo bastante específico, de nuestra cultura.

Los intereses materiales en juego en nuestra cultura son muy amplios y muy costosos. Llevan consigo no sólo problemas de guerra y de paz —porque si uno en general ha reducido el mundo no europeo a la categoría de una región inferior o subsidiaria, se vuelve muy fácil invadirlo y pacificarlo—, sino también problemas de distribución económica, prioridades políticas y, fundamentalmente, relaciones de dominación y desigualdad. Ya no vivimos en un mundo que sea en sus tres cuartas partes inactivo y subdesarrollado. Sin embargo, todavía no hemos producido un estilo nacional efectivo que se base en algo más equitativo y no coercitivo que una teoría de la profética superioridad que hasta cierto punto todas las ideologías culturales subrayan. La forma cultural concreta adoptada por superioridad en el contexto que revela —y cito un ejemplo típico— el insensato ataque del The New York Times (26 de octubre de 1986) a Ali Mazrui por atreverse a hacer una serie de películas sobre los africanos siendo africano él mismo, es que siempre que se muestre a África como una región que positivamente se ha beneficiado de la modernización civilizadora proporcionada por el colonialismo histórico entonces esa imagen puede tolerarse, pero si se ofrece una visión según la cual los africanos todavía sufren bajo el legado del imperio, entonces debe ponerse en su sitio, debe mostrarse como algo esencialmente inferior, como una regresión que se ha producido desde la partida del hombre blanco. Y, así, no se ha escatimado ninguna retórica —por ejemplo, Tears of the White Man de Pascal Bruckner, las novelas de V. S. Naipaul o los reportajes recientes de Conor Cruise O’Brien— para reforzar ese punto de vista.

Como ciudadanos e intelectuales pertenecientes a Estados Unidos, tenemos una particular responsabilidad por lo que sucede entre Estados Unidos y el resto del mundo, una responsabilidad que en absoluto se atenúa ni se cumple señalando que la Unión Soviética es peor. Lo cierto es que somos responsables, y por tanto más capaces, de influir en este país y en sus aliados de formas que no son aplicables a la Unión Soviética. De modo que deberíamos, en primer lugar, tomar escrupulosa nota de cómo —por mencionar los más obvio— en América Latina, así como en Oriente Próximo, África y Asia, Estados Unidos ha reemplazado a los grandes imperios anteriores como la fuerza exterior dominante.

No es ninguna exageración decir que la actuación no es buena si la contemplamos con honestidad, es decir, si no aceptamos acríticamente la idea de que tenemos derecho a una política casi absolutamente compacta de tratar de influir, dominar y controlar otros estados cuya relevancia, implícita o manifiesta, para los intereses de seguridad estadounidenses es supuestamente primordial. Desde la Segunda Guerra Mundial se han producido intervenciones militares de Estados Unidos en todos los continentes, y lo que estamos empezando a comprender ahora como ciudadanos es sólo la vasta complejidad y el alcance de dichas intervenciones, el enorme número de formas en que se producen y la tremenda inversión nacional que se hace en ellas. Que se producen no está en duda, todo lo cual es, en expresión de William Appleman Williams, el imperio como forma de vida. Las continuas revelaciones del Irangate forman parte de este complejo de intervenciones, si bien vale la pena señalar que sólo en una muy pequeña parte de la inmensa avalancha de los medios de opinión y comunicación se ha prestado mucha atención al hecho de que nuestras políticas en Irán y América Central —ya tengan que ver con la explotación de una apertura entre los «moderados» iraníes o ayudando a los «luchadores por la libertad» de la Contra a derrocar al gobierno legalmente elegido y constituido de Nicaragua— son políticas manifiestamente imperialistas.

Como no deseo dedicar mucho tiempo a este aspecto absolutamente obvio de la política estadounidense, no detallaré los casos ni me embarcaré en absurdas polémicas de definiciones. Aun cuando aceptemos, como aceptan muchos, que la política estadounidense en el extranjero es principalmente altruista y está dedicada a objetivos tan irreprochables como la libertad y la democracia, queda un espacio considerable para mantener una actitud escéptica. Porque, ¿acaso no estamos repitiendo como nación, aparentemente, lo que Francia y Gran Bretaña, España y Portugal y Holanda y Alemania hicieron antes que nosotros? ¿Y no tenemos tendencia a considerarnos a nosotros mismos por convicción y por poder como si de algún modo estuviéramos exentos de las aventuras imperiales más sórdidas que nos precedieron señalando precisamente nuestros inmensos logros culturales, nuestra prosperidad y nuestra conciencia teórica y epistemológica? Y, además, ¿acaso no presuponemos que nuestro destino es que deberíamos gobernar y dirigir el mundo, una función que nos hemos atribuido nosotros mismos como parte de nuestra misión en la jungla?

En pocas palabras, lo que ahora se encuentra ante nosotros desde el punto de vista nacional, y en el panorama imperial al completo, es la honda, la profundamente perturbada y perturbadora cuestión de nuestra relación con los otros; otras culturas, otros estados, otras historias, otras experiencias, otras tradiciones, otros pueblos y otros destinos. La dificultad de la cuestión es que no hay ninguna superioridad al margen de la realidad de las relaciones entre culturas, entre potencias imperiales y no imperiales desiguales, entre diferentes Otros, una superioridad que pueda concedernos el privilegio epistemológico de juzgar, valorar e interpretar estando libres de los abarrotados intereses, emociones y compromisos de las propias relaciones en curso. Cuando pensamos en las relaciones entre Estados Unidos y el resto del mundo somos, por así decirlo, parte de esas relaciones, no estamos fuera ni al margen de ellas. Como intelectuales, humanistas y críticos seculares nos corresponde, por tanto, observar el papel de Estados Unidos en el mundo de las naciones y del poder, desde dentro de la realidad y como participantes en ella, no como observadores exteriores distanciados que, como Oliver Goldsmith en la maravillosa expresión de Yeats, bebe otro sorbo del frasco de las esencias de nuestras mentes.

Ahora se da ciertamente el caso de que las tribulaciones contemporáneas de la antropología europea y estadounidense reciente reflejan sintomáticamente los acertijos y embrollos del problema. La historia de esa práctica cultural en Europa y Estados Unidos lleva consigo como elemento constitutivo principal la desigual relación de fuerza entre el etnógrafo-observador occidental exterior y una sociedad primitiva, o al menos diferente pero sin duda más débil y menos desarrollada. En Kim, Rudyard Kipling extrapola el significado político de esa relación y la personifica con una extraordinaria justicia artística en la figura del coronel Creighton, un etnógrafo a cargo del Observatorio de India, y también jefe de los servicios de inteligencia en India, el denominado Gran Juego al que pertenece el joven Kim. En obras recientes de teóricos que abordan la casi insuperable discrepancia entre una realidad política basada en la fuerza y un deseo científico y humano de comprender al Otro hermenéutica y compasivamente de formas que no siempre se circunscriben ni se definen por la fuerza, la antropología occidental moderna recuerda y ocluye al mismo tiempo esa problemática prefiguración novelística.

En lo que se refiere a si esos esfuerzos tuvieron éxito o fracasaron, esta es una cuestión menos interesante que el hecho mismo de que lo que los distingue, lo que los hace posibles, es cierta conciencia marcadamente avergonzada, si bien disfrazada, del escenario imperial, que después de todo es absolutamente penetrante e inevitable. Porque de hecho no conozco ningún modo de aprehender el mundo desde dentro de nuestra cultura (una cultura, a propósito, con toda una historia de exterminio e incorporación tras de sí) sin aprehender también la propia competición imperial. Y diría que esto es un hecho cultural de una extraordinaria importancia tanto política como interpretativa, porque es el verdadero horizonte que define (y hasta cierto punto su condición de posibilidad) conceptos que de otro modo serían tan abstractos y sin fundamento como la «otredad» y la «diferencia». El verdadero problema sigue rondándonos: la relación entre la antropología  como empresa en curso y, por otra parte, el imperio como preocupación en curso.

Dos casos, el de Oriente Próximo y el de Latinoamérica, nos aportan pruebas de la relación directa entre el academicismo «de área» especializado y la política pública, en la que las representaciones de los medios de comunicación no refuerzan la simpatía y la comprensión sino el uso de la fuerza y la brutalidad contra las sociedades autóctonas. En el discurso se asocia ahora de forma más o menos permanente el «terrorismo» con el islam, que para la mayoría de la gente es una religión o cultura esotérica pero a la que en los últimos años (tras la revolución iraní, tras las diferentes insurrecciones libanesas y palestinas) se ha atribuido un contorno especialmente amenazador mediante análisis «eruditos» del mismo (14). En 1986, la aparición de una serie de artículos editados por Benjamin Netanyahu (entonces embajador israelí ante las Naciones Unidas), bajo el título de Terrorism: How the West Can Win, contenía tres artículos de orientalistas acreditados, cada uno de los cuales afirmaba que había una relación entre islam y terrorismo. A lo que este tipo de argumentación dio lugar de hecho fue a la aprobación del bombardeo de Libia y a otras aventuras de escasa rectitud, dado que el público había leído u oído decir a expertos en los medios escritos y en televisión que el islam distaba poco de ser una cultura terrorista (15). Un segundo ejemplo tiene que ver con el significado popular atribuido a la palabra «indígenas» en el discurso sobre Latinoamérica, especialmente cuando se quiere consolidar la vinculación entre indígenas y terrorismo (o entre los indígenas como pueblo atrasado e impenitentemente primitivo y la violencia ritualizada). El famoso análisis de Mario Vargas Llosa de la masacre andina de periodistas peruanos («Inquest in the Andes: A Latin American Writer Explores the Political Lessons of a Peruvian Massacre», New York Times Magazine, 31 de julio de 1983) se basa en la susceptibilidad de los indios andinos hacia formas particularmente terribles de asesinato indiscriminado; la prosa de Vargas Llosa está atravesada de frases sobre los rituales indios, el atraso y la pesimista imposibilidad de cambio, todo lo cual se basa en la autoridad última de ciertas descripciones antropológicas. De hecho, algunos destacados antropólogos peruanos fueron miembros de la comisión (presidida por Vargas Llosa) que investigó la masacre.

Estas son cuestiones no sólo de importancia teórica, sino también cotidiana. El imperialismo, el control de territorios y pueblos de ultramar, se desarrolla en un continuo con historias, prácticas vigentes y políticas concebidas de forma muy diversa, así como con trayectorias culturales trazadas de manera distinta. Sin embargo, hasta ahora hay una literatura considerable del Tercer Mundo que esgrime una vehemente argumentación teórica y práctica contra los especialistas occidentales de los estudios de área, así como contra los antropólogos e historiadores. El discurso forma parte del esfuerzo revisionista poscolonial por recuperar tradiciones, historias y culturas arrebatadas por el imperialismo, y es también una tentativa de presentar los diferentes discursos del mundo en igualdad de condiciones. Uno piensa en la obra de Anwar Abdel Malek y Abdullah Laroui, de gente como el Grupo de Estudios Subalternos, de C.L.R. James y Ali Mazrui, en diversos textos como la Declaración de Barbados de 1971 (que acusa abiertamente a los antropólogos de cientificismo, hipocresía y oportunismo), así como en el Informe Norte-Sur y el Nuevo Orden Mundial de la Información. En su mayor parte, poco de todo este material llega al núcleo de, ni tiene influencia sobre, los círculos de análisis discursivo o disciplinar general de los centros metropolitanos. En lugar de ello, los africanistas occidentales leen a los autores africanos como fuente material para sus investigaciones, los especialistas occidentales en Oriente Próximo abordan los textos árabes o iraníes como evidencia primigenia de sus investigaciones, mientras que las solicitudes directas, incluso insistentes, de debate y compromiso intelectual elevadas por los anteriormente colonizados quedan en gran medida desatendidas.

En estos casos es irresistible replicar que la moda de las descripciones densas y los géneros borrosos opera dejando fuera e impidiendo el paso al clamor de las voces del exterior que demandan que se tengan en cuenta sus reivindicaciones sobre el imperio y la dominación. El punto de vista indígena, a pesar del modo en que normalmente se ha caracterizado, no es sólo un hecho etnográfico, no es ante todo, ni siquiera principalmente, un constructo hermenéutico; es en gran medida una resistencia de confrontación continua, prolongada y sostenida hacia la disciplina y la praxis de la propia antropología (como representante del poder «exterior»), de la antropología no como textualidad, sino a menudo como agente directo de la dominación política.

Sin embargo, ha habido tentativas interesantes, si bien problemáticas, de reconocer los posibles efectos de este descubrimiento sobre el trabajo antropológico en marcha. El libro de Richard Price First Time analiza el pueblo saramaka de Surinam, una población cuya forma de vida ha sido la de propagar lo que de hecho es el conocimiento secreto de lo que llaman Primera Vez a través de los grupos; de ahí que la Primera Vez, los acontecimientos del siglo XVIII que confieren a los saramaka su identidad nacional, esté «limitada, restringida y protegida». Price entiende con sensibilidad esta forma de resistencia a la presión exterior y la recoge minuciosamente. Sin embargo, cuando pregunta por «la cuestión esencial de si la difusión de información que obtiene su fuerza simbólica en parte del hecho de ser secreta no menoscaba el sentido mismo de esa información», se detiene brevemente sobre los inquietantes problemas morales, y después pasa él también a hacer pública la información secreta (16). Un problema similar se produce en el extraordinario libro de James C. Scott Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance. Scott hace una labor brillante mostrando cómo las explicaciones etnográficas no ofrecen, porque de hecho no pueden ofrecer, una «transcripción completa» de la resistencia campesina a los abusos del exterior, puesto que la estrategia campesina (rezagarse, retrasarse, ser impredecible, no comunicarse, y cosas así) no obedece al poder (17). Y aunque Scott ofrece un brillante relato tanto empírico como teórico de las resistencias cotidianas a la hegemonía, también debilita la resistencia misma que admira y respeta revelando en cierto sentido los secretos de su fuerza. No menciono a Price y a Scott para acusarlos (nada más lejos de mi intención, puesto que sus libros son extraordinariamente valiosos), sino para señalar algunas de las paradojas teóricas y aporías a que se enfrenta la antropología.

Como he dicho anteriormente, y como han señalado todos los antropólogos que han reflexionado sobre los desafíos teóricos ahora tan evidentes, ha habido una considerable suma de préstamos tomados de dominios adyacentes, desde la teoría literaria, la historia, etcétera, en cierta medida porque gran parte de esto ha eludido las cuestiones políticas por razones comprensibles, siendo la poética un asunto mucho más fácil del que hablar que la política. De un modo bastante gradual, sin embargo, se está considerando la antropología como parte de un todo histórico más amplio y más complejo, mucho más estrechamente alineado con la consolidación del poder occidental de lo que se había reconocido anteriormente. La obra reciente de George Stocking y Curtis M. Hinsley es un ejemplo particularmente persuasivo de ello,(18) como también es el caso de los muy diferentes tipos de obras realizadas por Talal Asad, Paul Rabinow y Richard Fox. En el fondo el reajuste tiene que ver, creo yo, en primer lugar con la nueva y menos formalista comprensión que estamos alcanzando de los procedimientos narrativos, y en segundo lugar con una conciencia mucho más desarrollada de la necesidad de ideas sobre prácticas alternativas y emergentes contrarias a las dominantes. Permítaseme ahora hablar de cada una de estas cosas.

La narrativa ha alcanzado hoy en las ciencias humanas y sociales el estatus de una convergencia cultural importante. Nadie que se haya topado con la extraordinaria obra de Renato Rosaldo puede dejar de reconocer este hecho. La obra Metahistoria: La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, de Hayden White, fue la primera en abordar la idea de que la narrativa estaba gobernada por tropos y géneros —la metáfora, la metonimia, la sinécdoque, la ironía, la alegoría, etcétera— que a su vez regularon e incluso produjeron a los historiadores más influyentes del siglo XIX, hombres de cuya labor histórica se ha supuesto que anticipaba ideas filosóficas y/o ideológicas apoyadas por hechos empíricos. White desplazaba la primacía tanto de lo real como de lo ideal; luego los reemplazaba con los mordaces procedimientos narrativos y lingüísticos de códigos formales universales. Lo que no parecía estar dispuesto a explicar (o era incapaz de hacerlo), era la necesidad de y la obsesión por la narrativa manifestada por los historiadores; por qué, por ejemplo, Jakob Burkhard y Marx emplearon estructuras narrativas (en contraposición a dramáticas o pictóricas) cuando las utilizaron, y las conjugaron con diferentes acentos que, para el lector, las dotaba de respuestas y cargas bastante distintas. Otros teóricos —Fredric Jameson, Paul Ricoeur, Tzvetan Todorov— exploraron las características formales de la narrativa en marcos sociales y filosóficos más amplios que los que había utilizado White, mostrando al mismo tiempo la magnitud y la relevancia de la narrativa para la vida social en sí misma. La narrativa dejaba de ser un modelo o patrón formal para convertirse en una actividad en la que convergían la política, la tradición, la historia y la interpretación.

Como tema de discusión teórica y académica más reciente, la narrativa ha resonado, por supuesto, con ecos del contexto imperial. El nacionalismo, resurgente o de nuevo cuño, se centra en las narraciones para estructurar, asimilar o excluir una u otra versión de la historia. La obra Imagined Communitites, de Benedict Anderson, remacha la cuestión de un modo muy atractivo, como también lo hacen los diversos colaboradores de la obra La invención de la tradición, editada por Eric Hobsbawm y Terence Ranger. La legitimidad y la normatividad —por ejemplo, en las discusiones recientes sobre «terrorismo» y «fundamentalismo»— no han entregado ni han negado las narraciones a las formas de la crisis. Si se cree que un determinado movimiento político de África o Asia es «terrorista», entonces se le niegan las consecuencias narrativas, mientras que si se le otorga un estatus normativo (como en Nicaragua o Afganistán) se impone sobre él la legitimidad de una narración completa. Así, a nuestro pueblo se le ha negado la libertad, y por tanto se organiza, se arma y lucha para conseguir la libertad; su pueblo, por otra parte, es un pueblo de terroristas malvados y gratuitos. Por tanto, las narraciones son política e ideológicamente permisibles, o no.(19)

Sin embargo, la narrativa también ha estado en discusión en la hasta ahora ingente literatura teórica sobre la posmodernidad, que también puede entenderse que tiene que ver con el debate político actual. La tesis de Jean-François Lyotard consiste en que las dos grandes narraciones de la emancipación y la ilustración han perdido su poder legitimador y han sido sustituidas hoy día por pequeñas narraciones locales (petits recits) que basan su legitimidad en la performatividad, es decir, en la capacidad del usuario de manipular los códigos con el fin de hacer cosas(20). Un bonito y razonable estado de cosas que, según Lyotard, se produjo por razones completamente europeas u occidentales: las grandes narraciones simplemente perdieron su fuerza. Dando a esto una interpretación ligeramente más amplia y situando la transformación en el seno de la dinámica imperial, el argumento de Lyotard no aparece como una explicación sino como un síntoma. Él distingue el posmodernismo occidental del mundo no europeo y de las consecuencias del modernismo —y la modernización— europea en el mundo colonizado (21). Así, el posmodernismo, con su estética de la cita, su nostalgia y su indiferenciación, se mantiene de hecho libre de su propia historia, lo cual equivale a decir que la división del trabajo intelectual, la circunscripción de las praxis en el seno de fronteras disciplinares claras y la despolitización del conocimiento pueden abrirse paso más o menos a discreción.

Lo sorprendente de la argumentación de Lyotard, y quizá la razón misma de su amplia popularidad, es cómo no sólo malinterpreta sino también tergiversa el principal desafío de las grandes narraciones y la razón por la que su poder puede parecer haberse mitigado ahora. Perdieron su legitimidad en gran medida como consecuencia de la crisis de la modernidad, que se iba a pique o quedaba paralizada en la ironía contemplativa por diversas razones, de las cuales una era la perturbadora aparición en Europa de diversos Otros cuya procedencia era el dominio imperial. En las obras de Eliot, Conrad, Mann, Proust, Woolf, Pound, Lawrence, Joyce o Forster, la alteridad y la diferencia están asociadas sistemáticamente con los extranjeros que, ya sean mujeres, indígenas o excéntricos sexuales, irrumpen en la escena para desafiar y combatir las historias, las formas y los modos de pensamiento metropolitanos establecidos. A este desafío respondió el modernismo con la ironía formal de una cultura incapaz de decir sí, deberíamos dejar el control, o no, deberíamos mantenerlo pese a quien pese: una afectada pasividad contemplativa se convierte, como György Lukács señaló con perspicacia, en ademanes paralizados de impotencia estetizada,(22) como por ejemplo en el final de Pasaje a la India, en el que Forster señala y confirma la historia oculta, un conflicto político entre el doctor Aziz y Fielding —el sometimiento de India por Gran Bretaña— y aun así no puede recomendar ni la descolonización ni la colonización continuada. «No, todavía no, no aquí», es todo lo que Forster puede adelantar como forma de solución.(23)

Dicho brevemente, a Europa y a Occidente se le estaba pidiendo que se tomaran al Otro en serio. Este, creo yo, es el problema histórico fundamental del modernismo. El subalterno y el ser constitutivamente diferente alcanzaron súbitamente una articulación negativa exactamente allá donde en la cultura europea podía contarse con que el silencio y la conformidad lo acallarían. Pensemos en la siguiente y más exacerbada transformación del modernismo tal como se ejemplifica en el contraste entre Albert Camus y Fanon cuando escriben sobre Argelia. Los árabes de La peste y de El extranjero son seres anónimos que se emplean como telón de fondo de la portentosa metafísica europea explorada por Camus, quien, deberíamos recordar, negaba en sus Crónicas argelinas la existencia de una nación argelina (24). Fanon, por su parte, impone a una Europa que juega «le jeu irresponsable de la belle au bois dormant» una contranarrativa emergente, el proceso de liberación nacional (25). A pesar de su amargura y su violencia, toda la cuestión de la obra de Fanon es obligar a la metrópoli europea a pensar en su historia junto con la historia de las colonias que están despertando del cruel estupor y la obligada inmovilidad del dominio imperial, en palabras de Aimé Césaire, «mesurée au compas de la souffrance» («medida al compás del sufrimiento»)(26). En solitario, y sin el debido reconocimiento otorgado por la experiencia colonial, dice Fanon, las narraciones occidentales de la ilustración y la emancipación se revelan como una hipocresía muy pesada; por tanto, dice, el pedestal grecolatino se desmorona.

Falsificaríamos completamente, en mi opinión, la aplastante novedad de la abarcadora mirada de Fanon —que tan brillantemente hace uso del Cahier d’un retour au pays natal de Césaire y de Historia y conciencia de clase de Lukács para llevar a cabo su síntesis— si no subrayamos, como hizo él, la fusión entre Europa y su imperio actuando de forma conjunta en el proceso de descolonización. Con Césaire y C. L. R. James, el modelo de Fanon para el mundo postimperial se basaba en la idea de un destino colectivo y plural para la humanidad, occidental y no occidental por igual. Como dice Césaire, «et il rest à l’homme à conquérir toute interdiction immobilisée aux coins de sa ferveur et aucune racene possède le monopole de la beauté, de l’intelligence, de la force / et il est place pour tout au rendez-vous de la conquête» («y el hombre todavía debe vencer toda prohibición que lo inmoviliza en lo más profundo de su fervor y que ninguna raza posee el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza / y que hay sitio para todos en la celebración de la conquista»).

Por tanto, piénsese detenidamente en las narraciones en el seno del contexto proporcionado por la historia del imperialismo, una historia cuya competición subyacente entre el blanco y el no blanco ha emergido líricamente en la nueva y más inclusiva contranarración de la liberación. Esto, diría yo, es la situación del posmodernismo al completo, para la cual la amnésica visión de Lyotard ha sido insuficientemente amplia. Una vez más, la representación se vuelve relevante, no sólo como un dilema académico o teórico, sino también como una opción política. Cómo representa el antropólogo o la antropóloga su situación disciplinar es, en un determinado plano, por supuesto, una cuestión de la situación local, personal o profesional. Pero forma parte de hecho de una totalidad, la sociedad de uno, cuya forma y orientación dependen del peso acumulativo afirmativo o disuasorio y de oposición conformado por toda una serie de opciones como esta. Si buscamos refugio en la retórica sobre nuestra impotencia, ineficacia o indiferencia, entonces debemos estar dispuestos a admitir que semejante retórica contribuye finalmente a una u otra orientación. La cuestión es que las representaciones antropológicas influyen igualmente tanto en el mundo del representador como en aquel o aquello que se representa.

No creo que se haya afrontado en modo alguno el desafío antiimperialista representado por Fanon y Césaire u otros como ellos; tampoco los hemos tomado en serio como modelos o representaciones del quehacer humano en el mundo contemporáneo. De hecho, Fanon y Césaire —hablo de ellos, por supuesto, en cuanto categorías— tocan directamente la cuestión de la identidad y del pensamiento identitario, ese accionista secreto de la reflexión antropológica actual sobre la «otredad» y la «diferencia». Lo que Fanon y Césaire exigían de sus partidarios, incluso durante el fragor de la batalla, era que abandonaran las ideas fijas de la identidad establecida y la definición culturalmente autorizada. Volverse diferente, decían, con el fin de que su destino como pueblos colonizados pudiera ser diferente: esta es la razón por la que el nacionalismo, a pesar de toda su obvia necesidad, es también el enemigo. No puedo decir ahora si es posible que la antropología como antropología sea diferente, es decir, que se olvide de sí misma y se convierta en alguna otra cosa que sirva para responder al guante arrojado por el imperialismo y sus antagonistas. Quizá la antropología tal como la hemos conocido sólo pueda subsistir a un lado de la línea divisoria del imperio, para permanecer allí como socio colaborador de la dominación y la hegemonía.

Por otra parte, algunas de las tentativas antropológicas recientes de reexaminar críticamente de arriba abajo la noción de cultura pueden estar empezando a contar una historia diferente. Si dejamos de pensar en la relación entre las culturas y sus adeptos como algo absolutamente contiguo, totalmente sincrónico, con una correspondencia absoluta, y pensamos en las culturas como fronteras permeables y, en su conjunto, defensivas entre sistemas de gobierno, aflora una situación más prometedora. Por tanto, contemplar a los Otros no como algo ontológicamente dado sino como algo históricamente constituido supondría socavar los sesgos exclusivistas que tan a menudo atribuimos a las culturas, y en no menor medida a la nuestra propia. Las culturas pueden representarse, por tanto, como zonas de control o de abandono, de rememoración y olvido, de fuerza o dependencia, de exclusividad o de compartir, todo lo cual tiene lugar en la historia global que es nuestro elemento.(27) El exilio, la inmigración y el cruce de fronteras son expe guante arrojado por el imperialismo y sus antagonistas. Quizá la antropología tal como la hemos conocido sólo pueda subsistir a un lado de la línea divisoria del imperio, para permanecer allí como socio colaborador de la dominación y la hegemonía.

Por otra parte, algunas de las tentativas antropológicas recientes de reexaminar críticamente de arriba abajo la noción de cultura pueden estar empezando a contar una historia diferente. Si dejamos de pensar en la relación entre las culturas y sus adeptos como algo absolutamente contiguo, totalmente sincrónico, con una correspondencia absoluta, y pensamos en las culturas como fronteras permeables y, en su conjunto, defensivas entre sistemas de gobierno, aflora una situación más prometedora. Por tanto, contemplar a los Otros no como algo ontológicamente dado sino como algo históricamente constituido supondría socavar los sesgos exclusivistas que tan a menudo atribuimos a las culturas, y en no menor medida a la nuestra propia. Las culturas pueden representarse, por tanto, como zonas de control o de abandono, de rememoración y olvido, de fuerza o dependencia, de exclusividad o de compartir, todo lo cual tiene lugar en la historia global que es nuestro elemento.(28) El exilio, la inmigración y el cruce de fronteras son experiencias que pueden proporcionarnos, por tanto, nuevas formas narrativas o, en expresión de John Berger, otras formas de contar. Si estos movimientos novedosos están sólo al alcance de figuras excepcionalmente visionarias como Jean Genet o de historiadores comprometidos como Basil Davidson (que atraviesa y transgrede provocativamente las fronteras construidas nacionalmente) y no los antropólogos profesionales, no es algo que me corresponda a mí decir. Pero lo que quiero decir, en cualquier caso, es que la fuerza instigadora de semejantes ejemplos es de una relevancia extraordinaria para todas las humanidades y las ciencias sociales, puesto que continúan luchando con las formidables dificultades del imperio.

[1] Véase Carl E. Pletsch, «The Three Worlds, or the Division of Social Scientific Labor, c. 1950-1975», Comparative Studies in Society and History, 23 (octubre de 1981), pp. 565-590. Véase también Peter Worsley, The Third World, University of Chicago Press, Chicago, 1964. <<

[2] Véase Fanon, Wretched of the Earth, p. 101 (hay trad. cast.: Los condenados de la tierra, traducción de Julieta Campos, Fondo de Cultura Económica, México, 1963). <<

[3] Véanse Eqbal Ahmad, «From Potato Sack to Potato Mash: The Contemporary Crisis of the Third World», Arab Studies Quarterly, 2 (verano de 1980), pp. 223-234; Eqbal Ahmad, «Post-Colonial Systems of Power», Arab Studies Quarterly, 2 (otoño de 1980), pp. 350-363; Eqbal Ahmad, «The Neo-Fascist State: Notes on the Pathology of Power in the Third World», Arab Studies Quarterly, 3 (primavera de 1981), pp. 170-180. <<

[4] Véase Anthropology as Cultural Critique: An Experimental Movement in the Human Sciences, edición de George E. Marcus y Michael M. J. Fischer, University of Chicago Press, Chicago, 1986, así como Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, edición de James Clifford y George E. Marcus, University of California Press, Berkeley, 1986 (haytrad. cast.: Retóricas de la antropología, traducción de José Luis Moreno-Ruiz, Júcar, Madrid, 1991). <<

[5] Richard Fox, Lions of the Punjab: Culture in the Making, University of California Press, Berkeley, 1985, p. 186. <<

[6] Véase, por ejemplo, Sherry B. Ortner, «Theory in Anthropology since the Sixties», Comparative Studies in Society and History, 26 (enero de 1984), pp. 126-166. <<

[7] Véanse Anthropology and the Colonial Encounter, edición de Talal Asad Ithaca Press, Londres, 1973; Gérard Leclerc, Anthropologie et colonialisme: essai sur l’histoire de l’africanisme, Fayard, París, 1972, y L’Observation de l’homme: une histoire des enquêtes sociales, París, Seuil, 1979; Johannes Fabian, Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object, Columbia University Press, Nueva York, 1983. <<

[8] Véase Ortner, «Theory in Anthropology», pp. 144-160. <<

[9] En Marcus y Fischer, Anthropology as Cultural Critique, en la página 9 y siguientes el énfasis en la epistemología es muy destacado. <<

[10] James Clifford, «On Ethnographic Authority», Representations, 1 (primavera de 1983), p. 142. <<

[11] Jürgen Golte, «Latin America: The Anthropology of Conquest», en Anthropology: Ancestors and Heirs, edición de Stanley Diamond, Mouton, La Haya, 1980, p. 391. <<

[12] Jonathan Friedman, «Beyond Otherness or: The Spectacularization of Anthropology», Telos, 71 (1987), pp. 161-170. <<

[13] Junta de Ciencias de Defensa, Report of the Panel on Defense: Social and Behavioral Sciences, Williamstown, Massachusetts, 1967. <<

[14] He reflexionado sobre esto en mi libro Covering Islam: How the Media and the Experts Determine How We See the Rest of the World, Pantheon Books, Nueva York, 1981. Véase también «The MESA Debate: The Scholars, the Media and the Middle East», Journal of Palestine Studies, 16 (invierno de 1987), pp. 85-104. <<

[15] Véase Blaming the Victims: Spurious Scholarship and the Palestinian Question, edición de Edward W. Said y Christopher Hitchens, Verso, Londres, 1988, pp. 97-158. <<

[16] Richard Price, First Time: The Historical Vision of an Afro-American People, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1983, pp. 6 y 23. <<

[17] James C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance, Yale University Press, New Haven, Connecticut, 1985, pp. 278-350. Véase también Fred R. Myers, «The Politics of Representation: Anthropological Discourse and Australian Aborigines», American Ethnologist, 13 (febrero de 1986), pp. 138-153. <<

[18] Véanse George W. Stocking Jr., Victorian Anthropology, Free Press, Nueva York, 1987, y Curtis M. Hinsley Jr., Savages and Scientists: The Smithsonian Institution and the Development of American Anthropology, 1846-1910, Smithsonian Institution Press, Washington, D. C., 1981. <<

[19] Véase Edward Said, «Permission to Narrate», London Review of Books (16-29 de febrero de 1984), pp. 13-17. <<

[20] Véase Jean François Lyotard, The Postmodern Condition: A Report on Knowledge, traducción al inglés de Geoff Bennington y Brian Massumi, Theory and History of Literature, vol. 10, University oof Minnesota Press, Mineápolis, 1984, pp. 23-53. <<

[21] Véase Irene L. Gendzier, Managing Political Change: Social Scientists and the Third World, Westview Press, Boulder, Colorado, 1985. <<

[22] Georg Lukács, History and Class Consciousness: Studies in Marxist Dialectics, traducción al inglés de Rodney Livingston, MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 1971), pp. 126-134 (hay trad. cast.: Historia y conciencia de clase, traducción de Manuel Sacristán, Orbis, Barcelona, 1986). <<

[23] La argumentación se expone de un modo más completo en mi libro Culture and Imperialism, Knopf, Nueva York, 1994 (hay trad. cast.: Cultura e imperialismo, traducción de Nora Catelli, Anagrama, Barcelona, 1996). <<

[24] Albert Camus, Actuelles, III: Cronique algérienne, 1939-1958, Gallimard, París, 1958, p. 202: «Si bien disposé qu’on soit envers la revendication arabe, on doit cependant reconnâitre qu’en ce qui concerne l’Algérie, l’indépendance nationale est une formule purement pasionelle. Il n’y a jamais eu encore de nation algérienne. Les Juifs, les Turcs, les Grecs, les Italiens, les Bebères, auraient autant de droit à réclamer la direction de cette nation virtuelle». <<

[25] Frantz Fanon, Les Damnés de la terre, F. Maspero, París, 1976, p. 62 (hay trad. cast.: Los condenados de la tierra, traducción de Julieta Campos, Fondo de Cultura Económica, México, 1963). <<

[26] Aimé Césaire, Cahier d’un retour au pays natal [Notebook of a Return to the Native Land]: The Collected Poetry, tradución al inglés de Clayton Eshleman y Annette Smith, University of California Press, Berkeley, 1983, pp. 76 y 77. <<

[27] Ibid. <<

[28] Véase Raymond Williams, Problems in Materialism and Culture: Selected Essays, NLB, Londres, 1980, pp. 37-47. <<

Del Libro «Reflexiones sobre el exilio». Selección de ensayos literarios y culturales por el autor. Edward Said, (2005). Traducción: Ricardo Garcia.

Educación después de Auschwitz, Theodor W. Adorno

 

 

La reflexión sobre cómo impedir la repetición de Auschwitz viene ensombrecida por el hecho de que hay que tomar consciencia de ese carácter desesperado si no se quiere caer en la retórica idealista. Hay, con todo, que intentarlo, sobre todo a la vista de que la estructura básica de la sociedad y con ella, la de sus miembros, que llevaron las cosas hasta donde las llevaron, son hoy las mismas que hace veinticinco años. Millones de seres inocentes —indicar las cifras o regatear incluso sobre ellas es ya indigno de un ser humano— fueron exterminados de acuerdo con una planificación sistemática. Ningún ser vivo está legitimado para minimizar este hecho como un simple fenómeno superficial, como una desviación en el curso de la historia, irrelevante, en realidad, frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, de la presunta humanidad en ascenso. El simple hecho de que sucediera es ya, por sí mismo y como tal, expresión de una tendencia social poderosa en sobremanera. Quisiera referirme, en este contexto, a un hecho que, muy significativamente, apenas parece ser conocido en Alemania, aunque constituyó el tema de un best-seller como Los cuarenta días del Musa de Dagh de Werfel. Ya en la Primera Guerra Mundial los turcos —el movimiento llamado de los Jóvenes Turcos, dirigido por Enver Pacha y Taleat Pacha— habían asesinado a más de un millón de armenios. Como es bien sabido, altas autoridades militares alemanas e incluso jerarquías del gobierno tuvieron noticia de la matanza, pero guardaron un estricto silencio al respecto. El genocidio hunde sus raíces en esa resurrección del nacionalismo agresivo que tuvo lugar en muchos países desde finales del siglo xix.

 

No es posible sustraerse a la consideración de que el descubrimiento de la bomba atómica, que puede aniquilar literalmente de un solo golpe a centenares de miles de personas, pertenece al mismo contexto histórico que el genocidio. El crecimiento brusco de la población es denominado hoy con preferencia «explosión demográfica». Parece como si la fatalidad histórica tuviera preparadas, para frenar la explosión demográfica, unas contraexplosiones: la matanza de pueblos enteros . Esto sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas entre las que hay que actuar son las del curso de la historia mundial.

 

Como la posibilidad de transformar los presupuestos objetivos, es decir, sociales y políticos, en los que tales eventos encuentran su caldo de cultivo, es hoy limitada en extremo, los intentos de cerrar el paso a la repetición se ven necesariamente reducidos al lado subjetivo. Con ello me refiero también, en lo esencial, a la psicología de las personas que hacen tales cosas. No creo que sirviera de mucho apelar a unos valores eternos sobre los que quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros; tampoco creo que fuera de mucha ayuda ilustrar sobre las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces han de buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas con las acusaciones más miserables. Lo urgente y necesario es lo que en otra ocasión he llamado, en este sentido, el viraje al sujeto. Hay que sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades; hay que mostrárselas a ellos mismos y hay que tratar de impedir que vuelvan a ser de este modo, a la vez que se despierta una consciencia general sobre tales mecanismos. Los asesinados no son los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco en el que muchos quisieran presentarlo hoy. Los únicos culpables son los que sin miramiento alguno descargaron sobre ellos su odio y su agresividad. Esa insensibilidad es la que hay que combatir; las personas tienen que ser disuadidas de golpear hacia afuera sin reflexionar sobre sí mismas. La educación solo podría tener sentido como educación para la autorreflexión crítica. Pero como, de acuerdo con los conocimientos de la psicología profunda, los caracteres, en general, incluso los de quienes en edad adulta perpetúan tales crímenes, se forman en la primera infancia, la educación llamada a impedir la repetición de dichos hechos monstruosos tendrá que concentrarse en ella. Ya les recordé la tesis freudiana sobre el malestar de la cultura. Pues bien, su alcance es todavía mayor de lo que Freud supuso; ante todo porque entretanto la presión civilizatoria que él observó se ha multiplicado hasta lo insoportable. Y con ello, las tendencias explosivas sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever. El malestar en la cultura tiene, con todo, un lado social —algo que Freud no ignoró, por mucho que no lo investigara concretamente. Puede hablarse de la claustrofobia de la humanidad en el mundo administrado, de un sentimiento de encierro dentro de un nexo enteramente socializado tejido como una tupida red. Cuanto más tupida es la red, más se procura escapar, y al mismo tiempo precisamente su espesor impide la salida. Esto refuerza la furia contra la civilización, una furia que se vuelve violenta e irracionalmente contra ella.

 

Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, sobre todo contra los percibidos como socialmente débiles y a la vez —con razón o sin ella— como felices. Sociológicamente me atrevería a añadir que nuestra sociedad, a la vez que se integra cada vez más, alimenta en su seno tendencias a la descomposición. Unas tendencias que, ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, están muy avanzadas. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre las personas individuales y las instituciones particulares, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia. Junto con su identidad y su fuerza de resistencia las personas pierden también las cualidades gracias a las que les sería dado oponerse a lo que eventualmente pudiera tentarles de nuevo al crimen. Quizá sean ya apenas capaces de resistir si los poderes establecidos les conminan a reincidir, siempre que esto ocurra en nombre de un ideal en el que creen a medias o incluso no creen ya en absoluto.

 

Cuando hablo de la educación después de Auschwitz hablo de dos ámbitos: en primer lugar, educación en la infancia, sobre todo en la primera; seguidamente, ilustración general llamada a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición; un clima, pues, en el que los motivos que llevaron al horror se hayan hecho en cierto modo conscientes. No pretendo, como es lógico, esbozar el plan de una educación de este tipo, ni siquiera en líneas generales. Pero sí quisiera caracterizar al menos algunos puntos neurálgicos. Con frecuencia se ha responsabilizado —en los Estados Unidos, por ejemplo— al espíritu alemán, tan dócil a la autoridad, del nacionalsocialismo y, por tanto, de Auschwitz. Considero esta explicación demasiado superficial, aunque entre nosotros, como en muchos otros países europeos, los comportamientos autoritarios y la autoridad ciega sobreviven, ciertamente, mucho más tenazmente de lo que parece aceptable en condiciones de democracia formal. Hay que asumir más bien que el fascismo y el terror que alentó guardan una íntima relación con la decadencia de los viejos poderes establecidos del Imperio, que fueron derrocados y abatidos antes de que las personas estuviesen psicológicamente preparadas para determinarse a sí mismas. No se mostraron a la altura de la libertad que les cayó del cielo. De ahí que las estructuras de la autoridad asumieran esa dimensión destructiva y —por así decirlo— demencia! que antes no tenían o, cuanto menos, no mostraban. Si se piensa cómo la visita de tales o cuales soberanos carentes ya de toda función política efectiva hace entrar aún en éxtasis a poblaciones enteras, se verá hasta qué punto está perfectamente fundada la sospecha de que el potencial autoritario es, hoy como ayer, mucho más fuerte de lo que cabría imaginarse. De todos modos, quiero subrayar explícitamente que el retorno o no retorno del fascismo no es, en lo esencial, una cuestión psicológica, sino social. Si me detengo tanto en los aspectos psicológicos es únicamente porque los otros momentos, más esenciales, quedan en buena medida fuera del ámbito operativo de la voluntad educativa, cuando no fuera ya de posibilidad de la intervención del individuo en general.

 

Personas bien intencionadas, que no quieren que vuelva a ocurrir, citan a menudo el concepto de obligación. Responsable de lo ocurrido sería, en efecto, el hecho de que las personas no tengan ya obligaciones. Y, desde luego, el hecho de una de las condiciones del terror sádico-autoritario depende de la pérdida de autoridad. Al sano sentido común le parece posible invocar obligaciones llamadas a contrarrestar, mediante un enérgico «No debes», lo sádico, lo destructivo, lo desintegrador. Por mi parte, considero ilusorio esperar que la apelación a obligaciones o incluso la exigencia de contraer otras nuevas sirva realmente para que el mundo y las personas mejoren. La falsedad de las obligaciones y ataduras que se exigen sólo para conseguir algo —aunque este algo sea bueno—, sin ser experimentadas todavía por las personas como substanciales en sí mismas, es percibida enseguida. Es sorprendente lo pronto que reaccionan hasta las personas más disparatadas e ingenuas cuando se trata de husmear en las debilidades de los mejores. Con facilidad las llamadas obligaciones se convierten o bien en un certificado de sensatez —se las acepta para poder dárselas uno de buen ciudadano—, o bien generan un rencor odioso; es decir, lo contrario, psicológicamente hablando, de lo que se esperaba de ellas. Significan heteronomía, un hacerse dependiente de órdenes, de normas que no se justifican ante la propia razón del individuo. Lo que la psicología llama super-yo, la conciencia moral, es reemplazado en nombre de la obligación por autoridades exteriores, facultativas, intercambiables, como ha podido observarse del modo más claro en la propia Alemania tras el derrumbe del Tercer Reich. Sólo que precisamente la disposición a ponerse de parte del poder e inclinarse externamente, asumiéndolo como norma, ante lo más fuerte, constituye la idiosincrasia típica de los torturadores, una idiosincrasia que no debe volver a levantar la cabeza. Por eso resulta tan fatal la recomendación de obligaciones. Las personas que de mejor o peor grado las aceptan se ven reducidas a un estado de permanente necesidad de recibir órdenes. La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la autonomía, si se me permite valerme de la expresión kantiana; la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego.

 

En una ocasión me asustó mucho una experiencia: en un viaje al lago de Constanza leí en un periódico de Badén un comentario sobre la pieza teatral de Sartre Muertos sin sepultura, en el que se destacaban las cosas terribles que contenía la obra. Es evidente que la pieza le resultaba altamente desagradable al crítico. Sólo que éste no explicaba su malestar remitiéndose a lo horrible de la cosa misma, es decir, al horror de nuestro mundo, sino que efectuaba una inversión tal que, frente a una actitud como la de Sartre, ocupándose de semejantes cosas, nosotros deberíamos tener —le cito fielmente— un sentido para algo más noble; no podríamos, en fin, reconocer el sinsentido del horror. Dicho brevemente; mediante su sofisticada chachara existencial el crítico quería sustraerse a la confrontación con el horror. Ahí radica, en medida nada desdeñable, el peligro de que el terror se repita, en mantenerlo lejos de nosotros y apartar con violencia a quien ose hablar del mismo, como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los autores.

Como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los autores. En el problema de la autoridad y de la barbarie destaca un aspecto al que por lo general apenas se atiende. A él remite una observación del libro Der SS-Sfaaf («El Estado de las SS»), de Eugen Kogon, que contiene idea de capital importancia sobre todo este complejo y que dista mucho de haber sido asimilado por la ciencia y la pedagogía en el grado en que debería haberlo sido. Kogon llama la atención sobre el hecho de que los torturadores del campo de concentración en el que él mismo pasó varios años eran, en su mayoría, jóvenes de familias campesinas. La diferencia cultural todavía subsistente entre la ciudad y el campo es una de las condiciones del terror, aunque, ciertamente, no la única ni la más importante. Disto mucho de albergar sentimientos de superioridad sobre la población campesina. Sé muy bien que nadie tiene la culpa de haber nacido y crecido en una ciudad o en la aldea. Me limito a tomar nota del hecho de que probablemente en las zonas rurales ha avanzado menos la superación de la barbarie que en otros lugares. Tampoco la televisión ni los restantes medios de comunicación de masas han modificado gran cosa la situación de quienes no han podido acceder al estado actual de la cultura. Me parece más justo expresar esto y tratar de remediarlo que ensalzar, apelando a los sentimientos, éstas o aquellas cualidades de la vida rural que amenazan con desaparecer. Voy tan lejos como para sostener que la superación de la barbarie en el medio rural es uno de los objetivos educativos más importantes. Éste presupone, de todos modos, un estudio de la consciencia e inconsciencia de las correspondientes poblaciones. Sería, ante todo, necesario ocuparse del impacto que han ejercido los medios modernos de comunicación de masas sobre un estado de consciencia que dista mucho de haber alcanzado el nivel del liberalismo cultural burgués del siglo xix.

 

Para cambiar este estado no sería suficiente con el sistema normal de escuelas populares, muy problemático en muchos sentidos. Se me ocurren varias posibilidades. Una de ellas —estoy improvisando— consistiría en planificar programas de televisión que tuvieran muy en cuenta los puntos neurálgicos de ese estado específico de consciencia. Pienso también en la formación de algo así como equipos y brigadas móviles de educación, integrados por voluntarios, que fueran a las zonas rurales e intentaran compensar las carencias más graves mediante discusiones, cursos y enseñanzas adicionales. No ignoro, por supuesto, que a estas personas les costaría mucho ganarse a la población. Pero no tardaría en constituirse un pequeño grupo en torno a ellos, capaz tal vez de convertirse en un foco de irradiación.

 

Pero nadie debería llamarse a engaño sobre el hecho de que también en los centros urbanos, y precisamente en los más grandes, está presente la inclinación arcaica a la violencia. La tendencia global de la sociedad engendra hoy por doquier tendencias regresivas —quiero decir, personas con rasgos sádicos reprimidos. Quisiera recordar en este sentido la relación, desviada y patógena, con el cuerpo que Horkheimer y yo describimos en la
Dialéctica de la Ilustración. Dondequiera que la consciencia esté mutilada, pasa a ser retroproyectada de forma no libre y que es propicia a actos de violencia sobre el cuerpo y la esfera de lo corporal. Basta con reparar en la forma en que en cierto tipo de personas incultas su propio lenguaje —sobre todo cuando se les replica o interrumpe— se vuelve amenazador, como si los gestos lingüísticos fuesen en realidad los de una violencia física apenas controlada. Habría que analizar también, por cierto, el papel que juega en todo esto el deporte, tan insuficientemente estudiado todavía por parte de una psicología social de orientación crítica. El deporte es ambivalente: puede generar, por una parte, efectos contrarios a la barbarie y antisádicos mediante el fair play (juego limpio), la caballerosidad y el respeto por el más débil. Por otra, sin embargo, puede fomentar en algunas de sus formas y procedimientos, agresión, brutalidad y sadismo, sobre todo en personas que no se someten ellas mismas al esfuerzo y la disciplina del deporte sino que se limitan a ejercer de meros espectadores; en quienes acostumbran a vociferar en los estadios. Esta ambivalencia debería ser analizada sistemáticamente. En la medida en que la educación pueda ejercer alguna influencia al respecto, sus resultados deberían ser aplicados a la vida deportiva.

 

Todo esto guarda una relación más o menos estrecha con la vieja estructura ligada a la autoridad, con modos de comportamiento —casi diría— propios del bueno y rancio carácter autoritario. Pero lo que produce Auschwitz, los tipos característicos del mundo de Auschwitz, son presumiblemente algo nuevo. Expresan, por una parte, la identificación ciega de lo colectivo. Están, por otra, troquelados para la manipulación de las masas, de lo colectivo, como los Himmier, Hóss, Eichmann. Soy de la opinión de que lo más importante para evitar el peligro de una repetición es combatir la supremacía ciega de todos los colectivos, fortalecer la resistencia a ellos arrojando luz sobre el problema de la colectivización. Esto no es en absoluto algo tan abstracto como puede parecer a la luz de la pasión con la que precisamente personas jóvenes, de conciencia progresista, tienden a encuadrarse en lo que sea. Puede ponerse fácilmente en relación con el sufrimiento que los colectivos inflingen, sobre todo al principio, a cuantos individuos ingresan en ellos. Basta con pensar en las primeras experiencias en la escuela. Habría que combatir todos esos modos de folk-ways, de costumbres populares y ritos de iniciación, del tipo que sea, que causan dolor físico a un ser humano —a veces, hasta lo insoportable— como precio a pagar para poder sentirse parte integrante, uno más del colectivo. La perversidad de costumbres como la de las noches salvajes, la de la justicia popular bávara y otras de este tipo, de raigambre popular y a veces muy estimadas, constituye una prefiguración directa de la violencia nacionalsocialista. No es ninguna casualidad que los nazis enaltecieran y frecuentaran tales atrocidades con el nombre de «Brauchtum» (propio de los usos y costumbres). Toda una tarea, y muy actual, para la ciencia. Que podría invertir drásticamente esa tendencia folclorizante y populista, de la que los nazis se apoderaron con entusiasmo, poniendo así coto a la supervivencia, a un tiempo brutal y fantasmal, de tales distracciones populares.

 

 

Lo que en toda esta esfera está en juego es un presunto ideal que no ha dejado de jugar también, ciertamente, un papel importante en la educación tradicional, el de la dureza. Un ideal que acostumbra a invocar también en su favor, de forma bastante ignominiosa, un dicho de Nietzsche, que en realidad tiene un significado muy distinto. Recuerdo que, durante el proceso de Auschwitz, el terrible Boger tuvo un estallido que culminó en un panegírico de la educación para la disciplina mediante la dureza. Una dureza necesaria para producir el tipo de ser humano que a él le parecía cabal. Esta imagen pedagógica de la dureza, en la que muchos creen sin reflexionar sobre ella, está profundamente errada. La idea de que la virilidad consiste en una máxima capacidad de resistencia ha sido durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que —como ha hecho ver la psicología— viene a coincidir muy fácilmente con el sadismo. La tan loada dureza, para la que tendríamos que ser educados, significa sin más indiferencia frente al dolor, sin una distinción demasiado nítida entre el dolor propio y el ajeno. Quien es duro consigo mismo se arroga el derecho de ser duro también con los demás, y se venga así del dolor cuyos efectos y movimientos no sólo no pudo manifestar, sino que tuvo que reprimir. Tan importante es elevar a consciente este mecanismo como promover una educación que no premie ya, como ayer, el dolor y la capacidad de soportarlo. La educación debería, con otras palabras, tomar en serio una idea que no deja de resultarle familiar a la filosofía: la de que el temor no debe ser reprimido. El medio más efectivo, probablemente, para conseguir la anulación de parte del efecto destructor del miedo inconsciente y desviado pasa por no reprimir el miedo, pasa porque uno se permita tener tanto temor como la realidad se merece.

 

Las personas que se encuadran a ciegas en colectivos se convierten a sí mismas en algo casi material, se borran como seres autodeterminados. Con ello se corresponde la disposición a tratar a los otros como una masa amorfa. En Authoritarian Personality («La personalidad autoritaria») * hablé, a propósito de quienes se comportan así, de carácter manipulador, y ello en una época en la que el diario de Hóss o las notas de Eichmann aún no se conocían. Mis descripciones del carácter manipulador datan de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. En ocasiones la psicología social y la sociología dan en construir conceptos que sólo más tarde se confirman plenamente empíricos. El carácter manipulador —cualquiera puede controlarlo en las fuentes relativas a esos líderes nazis, que están a disposición de todos— se distingue por su manía organizadora, por su absoluta incapacidad para tener experiencias humanas inmediatas, por un determinado tipo de falta de emoción, por un realismo exagerado. Quiere llevar adelante a cualquier precio una presunta, aunque ilusoria, política realista. Ni por un momento se imagina o desea el mundo de otro modo que como es; poseído por la voluntad de doing tilings, de hacer cosas, independientemente del contenido de ese hacer. Convierte la actividad, la llamada efficiency (eficiencia) como tal, en un culto que encuentra eco en la propaganda a favor del hombre activo. Entretanto, este tipo humano —si mis observaciones no me engañan y algunas investigaciones sociológicas permiten generalizar— ha alcanzado una difusión muy superior a lo que cabría imaginar. Lo que en su día ejemplificaron algunos monstruos nazis podría constatarse hoy en muchas personas, como delincuentes juveniles, jefes de bandas y similares, sobre los que los periódicos informan día tras día. De tener que reducir a una fórmula este tipo de carácter manipulador —tal vez no se debiera, pero puede ayudar a la comprensión—, lo caracterizaría como el tipo de la consciencia cosificada. Se trata, en primer lugar, de personas de una índole tal que se han asimilado en cierto modo a las cosas. Seguidamente, y si pueden, asimilan los demás a las cosas. El término «fertigmachen» (acabar con, liquidar), tan popular en el mundo de los «fíowdie» (gamberros) juveniles como entre los nazis, expresa esto del modo más claro. Esta expresión define a las personas como cosas disponibles en un doble sentido. La tortura es, según Max Horkheimer, la adaptación dirigida y en cierto modo acelerada de los hombres a lo colectivo. Algo de ello late en el espíritu de la época, por poco que tenga que ver con el espíritu. Me limito a citar el dicho de Paul Valéry, anterior a la última guerra, según el cual la inhumanidad tiene un gran futuro. En la medida en que dichos seres manipuladores, incapaces de experiencias propiamente dichas, muestran precisamente por ello rasgos de inaccesibilidad que los emparentan con ciertos enfermos mentales o caracteres psicóticos, los esquizoides, resulta muy difícil ir contra el mismo.

 

En los intentos de oponerse a la repetición de Auschwitz sería esencial, en mi opinión, poner en claro, en primer lugar, cómo aparece el carácter manipulador, con vistas a impedir, en la medida de lo posible, su surgimiento mediante la transformación de las condiciones. Quiero hacer una propuesta concreta: que se estudie a los culpables de Auschwitz con todos los métodos de que dispone la ciencia, sobre todo con psicoanálisis prolongados durante años, de cara a descubrir, si es posible, cómo surgen tales seres humanos. Ellos, por su parte, y éste es el bien que aún podían hacer, ayudarían así tal vez, en contradicción con su propia estructura caracteriológica, a que el horror no se repitiera, siempre, claro es, que quisieran colaborar en la investigación de su génesis. No sería fácil, en cualquier caso, hacerles hablar; bajo ningún concepto sería lícito aplicar nada parecido a sus métodos para averiguar cómo llegaron a convertirse en lo que se convirtieron. De momento se sienten —precisamente en su colectivo, en el sentimiento de ser todos ellos viejos nazis— tan protegidos, no obstante, que apenas alguno de ellos ha mostrado sentimientos de culpa. Pero es de suponer que también existirán en ellos, o al menos en algunos, puntos psicológicos de abordaje al hilo de los que sería posible transformar esto. Pienso, por ejemplo, en su narcisismo o, dicho llanamente, en su vanidad. Cuando pueden hablar sin inhibiciones de sí mismos, como Eichmann, quien, por cierto, llenó bibliotecas enteras con sus declaraciones, tienen la ocasión de sentirse importantes. Cabe presumir, por último, que también en estas personas habrá, si se profundiza en ellas, algún resto de la vieja instancia de la conciencia moral, una instancia hoy en buena medida en vías de disolución. Una vez conocidas las condiciones internas y externas que los hicieron así —si me es concedido operar con la hipótesis de la posibilidad de averiguarlas efectivamente— podrían quizá sacarse algunas consecuencias prácticas encaminadas a evitar que vuelva a ocurrir algo parecido. La utilidad o inutilidad del intento sólo se mostrará cuando se emprenda; no quiero sobrevalorarlo. Hay que tener bien claro que los seres humanos no pueden ser explicados automáticamente a partir de tales condiciones. En igualdad de condiciones unos salieron así y otros de modo muy distinto. A pesar de todo, valdría la pena. Ya el simple planteamiento de la cuestión de cómo alguien ha llegado a convertirse en lo que es encierra un potencial de ilustración. Porque corresponde a los estados perniciosos de consciencia e inconsciencia al que el ser-así propio —el que uno sea así y no de otro modo— sea tomado falsamente por naturaleza, por algo dado de un modo inalterable y no simplemente ocurrido. Cité el concepto de consciencia cosificada. Pues bien, esta consciencia es, ante todo, una consciencia que se ciega frente a todo ser devenido, frente a toda penetración cognitiva en lo condicionado de uno mismo, una consciencia, en fin, que absolutiza lo que es-así. Si se lograra romper este mecanismo compulsivo, algo se ganaría. Esa es, al menos, mi opinión.

 

La relación con la técnica tendría que ser también tratada de modo preciso, en un siguiente paso, y no solo en los pequeños grupos, en conexión con la consciencia cosificada. Se trata de una relación tan ambivalente como la existente en el deporte, con el que, por otra parte, no deja de tener cierto parentesco. Cada época produce, por una parte, las personalidades —tipos de distribución de energía psíquica—, que socialmente necesita. Un mundo como el actual, en el que la técnica ocupa una posición central, produce hombres tecnológicos, acordes con la técnica. Lo que no deja de tener su racionalidad específica: en su estrecho ámbito serán más competentes, pudiendo ello influir luego en lo general. En la relación actual con la técnica, hay, por otra parte, algo de exagerado, de irracional, de patógeno. Tal cosa guarda relación con el «velo tecnológico». Las personas tienden a tomar la técnica por la cosa misma, tienden a considerarla como un fin en sí misma, como una fuerza dotada de entidad propia, olvidando al hacerlo que la técnica no es otra cosa que la prolongación del brazo humano. Los medios —y la técnica es la encarnación suprema de unos medios para la autoconservación de la especie humana— son fetichizados, porque los fines —una vida humana digna— han quedado cubiertos por un velo y han sido erradicados de la consciencia de las personas. Al nivel de generalidad en el que lo he formulado, esto debería ser evidente. Pero se trata de una hipótesis todavía demasiado abstracta. No se sabe en absoluto de un modo preciso cómo se impone la fetichización de la técnica en la psicología individual de los seres particulares; no se sabe dónde radica el umbral entre una relación racional con la técnica y esa sobrevaloración que lleva, finalmente, a que quien proyecta un sistema de trenes para llevar las víctimas a Auschwitz, sin interferencias y del modo más rápido posible, olvide lo que ahí ocurre con ellas. El tipo inclinado a la fetichización de la técnica es, dicho llanamente, el correspondiente a personas incapaces de amar. Esta afirmación no debe ser tomada en un sentido sentimental ni moralizante; designa simplemente una relación libidinal deficiente con otras personas: se trata de seres absolutamente fríos, que tienen que negar en su fuero interno la posibilidad del amor, y que rechazan de entrada, antes de que pueda desarrollarse, su amor a los demás. La capacidad de amor que sobrevive aún en ellos es forzosamente volcada a los medios. Las personalidades cargadas de prejuicios y afectos a la autoridad de las que nos ocupamos en Authoritarian personality («La personalidad autoritaria»), en Berkeley, suministraron no pocas pruebas al respecto. Un sujeto de experimentación —y ya esta misma expresión es propia de la consciencia cosificada— decía de sí mismo: «I like nice equipment» (me gustan los equipos bonitos, los aparatos bonitos), prescindiendo por completo de cuáles fueran tales aparatos. Su amor era absorbido por cosas, por las máquinas como tales. Lo alarmante en todo esto —alarmante, porque permite ver lo inútil de oponerse—, es que se trata de una tendencia profundamente coincidente con la tendencia civilizatoria global. Combatirla equivale a algo así como ir en contra del espíritu del mundo; pero con ello no hago sino repetir algo que caracterice al comienzo como el aspecto más sombrío de una educación contra Auschwitz.

 

Decía que esos hombres son fríos de un modo muy especial. Permítanme que dedique unas breves palabras a la frialdad en general. Si la frialdad no fuera un rasgo antropológico general, esto es, propio de la constitución de los seres humanos tal como estos son realmente en nuestra sociedad, y si éstos no fueran, consecuentemente, de todo punto indiferentes a lo que les ocurre a los demás, con excepción de unos pocos con los que están íntimamente unidos y con los que comparten intereses, Auschwitz no hubiera sido posible; las personas no lo hubieran tolerado. En su actual estructura —y desde hace siglos, sin duda— la sociedad no descansa, como se asume ideológicamente desde Aristóteles, en la atracción, sino en la persecución del interés propio en detrimento de los intereses de los demás. Esto ha troquelado el carácter de los hombres hasta en su más íntima entraña. Lo que se opone a ello, el instinto gregario de la llamada lonely crowd, de la muchedumbre solitaria, es una reacción en contra, un conglomerado de gente fría que no soporta su propia frialdad, pero que tampoco puede transformarla. Todos los hombres, sin excepción, se sienten hoy poco amados, porque ninguno de ellos puede amar suficientemente. La incapacidad para la identificación fue, sin duda alguna, la condición psicológica más importante para que pudiera ocurrir algo como Auschwitz entre personas en cierta medida bien educadas e inofensivas.
Lo que suele llamarse «colaboracionismo» fue en un principio interés de negocio: que la ventaja propia prevaleciera sobre cualquier otra, y para no ponerla en peligro, cerrar la boca. Ésta es una ley general de lo establecido. El silencio bajo el terror fue tan sólo una consecuencia suya. La frialdad de la mónada social, del competidor aislado, fue, en cuanto indiferencia frente al destino de los demás, el factor condicionante de que muy pocos se movieran. Los esbirros que se encargan de la tortura lo saben muy bien; lo comprueban de nuevo una y otra vez.

 

No me entiendan mal. No pretendo predicar el amor. Me parece inútil predicarlo. Además, nadie tendría derecho a hacerlo, porque la carencia de amor es —como ya dije— una carencia de todos los seres humanos sin excepción, tal como hoy existen. Predicar amor presupone ya, en aquellos a los que la prédica va dirigida, una estructura caracteriológica distinta a la que se quiere modificar. Porque los seres a los que hay que amar son incapaces de amor, y por eso mismo en modo alguno tan dignos de ser amados. Uno de los grandes impulsos del Cristianismo, no coincidente de modo inmediato con el dogma, fue el de acabar con la frialdad que todo lo empapaba. Pero ese intento fracasó; tal vez porque dejó intacto el orden social que produce y reproduce la frialdad. Es posible que ese latido cálido entre las personas por el que tanto anhelo se ha sentido siempre no haya existido nunca, salvo en períodos breves y en grupos muy pequeños, tal vez entre pacíficos salvajes. Los tan denostados utopistas fueron conscientes de ello. Y así. Charles Fourier caracterizó la atracción como algo aún por establecer mediante un orden social humano, reconociendo a la vez que ese estado sólo será posible cuando las pulsiones humanas dejen de ser reprimidas para pasar a ser satisfechas y desbloqueadas. Si algo puede ayudar al hombre contra la frialdad generadora de desdicha es el conocimiento de las condiciones que determinan su formación y el esfuerzo por oponerse anticipadoramente a ellas en el ámbito individual. Podri’a pensarse que cuanto menos se fracasa en la infancia, cuanto mejor son tratados los niños, mayores son las oportunidades. Pero también aquí amenazan ilusiones. Los niños que nada sospechan de la crueldad y de la dureza de la vida son los que más expuestos se encuentran a la barbarie tan pronto como abandonan su entorno protector. Y lo que, sobre todo, no se puede es animar al calor a los padres, que son ellos mismos productos de esta sociedad, cuyas marcas llevan. La incitación a dar más calor a los niños pone en marcha artificialmente el calor y al actuar así, lo niega. Y, por otra parte, no es posible exigir amor en relaciones profesionalmente mediadas, como las que unen a maestros y alumnos, médicos y pacientes, abogados y clientes. El amor es algo inmediato y está por esencia en contradicción con las relaciones mediatas. La recomendación de amar—tanto más en la forma imperativa del deber de hacerlo— es ella misma un componente de la ideología que eterniza la frialdad. Característico de ella es lo coactivo, lo represivo, que actúa contra la capacidad de amar. De ahí que lo primero que habría que hacer es procurar que la frialdad tomara consciencia de sí misma, de las condiciones que la generaron.

 

Permítanme acabar dedicando unas breves palabras a algunas posibilidades de concienciación de los mecanismos subjetivos sin los que Auschwitz no hubiera sido posible. El conocimiento de tales mecanismos es, en cualquier caso, necesario; también el de los de la defensa estereotipada que bloquea dicha consciencia. Quienes aún dicen hoy que las cosas no fueron tan graves, están ya defendiendo lo ocurrido, y estarían sin duda dispuestos a asentir o a colaborar si ocurriera de nuevo. Aunque la ilustración racional no disuelve de forma directa —como la psicología sabe muy bien— los mecanismos inconscientes, sí refuerza al menos en el preconsciente ciertas contra-instancias y contribuye a crear un clima desfavorable a la desmesura. Si la consciencia cultural en su conjunto tomara buena nota del carácter patógeno de los rasgos que en Auschwitz jugaron un papel tan grande, las personas podrían tal vez controlarlos mejor.

 

Habría además que clarificar la posibilidad de desviar lo que se desfogó en Auschwitz. Mañana puede llegarle el turno a otro grupo que los judíos; a los viejos, por ejemplo, que durante el Tercer Reich aún fueron respetados en Alemania, o a los intelectuales, o simplemente a grupos diferenciados. El clima que más favorece semejante repetición es —ya lo he sugerido— el del nacionalismo resurgente. Un nacionalismo negativo precisamente porque en la época de la comunicación internacional y de los bloques supranacionales no puede ya creer cabalmente en sí mismo y tiene que hipertrofiarse hasta la desmesura para convencerse y convencer a los otras de que aún es sustancial.

 

No habría que renunciar a indicar posibilidades concretas de resistencia. Habría que abordar, por ejemplo, la historia de los asesinatos por eutanasia, que en Alemania, no alcanzaron, gracias a la resistencia que se les opuso, la amplitud proyectada por los nacionalsocialistas. La oposición se limitó al propio grupo, lo que no deja de representar un síntoma singularmente llamativo y ampliamente difundido de la frialdad universal. Semejante oposición es, de todos modos, además de lo dicho, muy limitada, si se piensa en la insaciabilidad propia del principio de las persecuciones. Toda persona que no pertenece precisamente al grupo de los perseguidores puede ser sin más liquidada; hay, pues, ahí un crudo interés egoísta al que es posible apelar. Habría, por último, que preguntarse por las condiciones específicas, históricamente objetivas, de las persecuciones. En una época en la que el nacionalismo está anticuado, los llamados movimientos de renovación nacional se muestran especialmente proclives, como es evidente, a las prácticas sádicas.

 

La educación política en su conjunto debería, en fin, centrarse en hacer imposible la repetición de Auschwitz. Tal cosa sólo será posible si aborda además este problema, el más importante de todos, abiertamente, sin miedo de chocar con poderes establecidos del tipo que sea. Para ello tendría que transformarse en sociología, es decir, tendría que instruir sobre el juego de fuerzas sociales que tiene lugar por debajo de la superficie de las formas políticas. Debería ser analizado críticamente, por sólo citar un modelo, un concepto tan respetable como el de la razón de Estado: cuando se sitúa el derecho del Estado por encima del de sus miembros, el terror está ya potencialmente asentado.

 

Walter Benjamin me preguntó una vez en París durante la emigración, cuando yo aún volvía esporádicamente alguna vez a Alemania, si había allí suficientes esbirros dispuestos a torturar y ejecutar lo que los nazis ordenaran. Los había. La pregunta tiene, no obstante, una justificación profunda.

 

Benjamin percibía que los hombres que ejecutan actúan, a diferencia de los asesinos de mesa de despacho y de los ideólogos, en contradicción con sus propios intereses inmediatos, se convierten en asesinos de sí mismos al asesinar a los otros. Me temo que por muchas y amplias que sean las medidas que se tomen en el ámbito de la educación, apenas será posible impedir que sigan surgiendo asesinos de mesa de despacho. Pero que haya seres humanos que en posiciones inferiores, reducidos a esclavos, ejecutan lo que les perpetúa en su esclavitud y les priva de su propia dignidad, que sigan habiendo Bogers y Kaduks, esto es cosa contra la que cabría hacer algo mediante la educación y la ilustración.

 

Traducción Jacobo Muñoz.

La lógica de la insurrección, Alfredo María Bonanno, 1984.

De la revista Insurrection nro 1.

 

Cuando escuchamos la palabra insurrección pensamos en algún momento preciso de agitación en el pasado, o imaginamos un choque similar en el futuro. La insurrección espontánea ocurre cuando las personas son empujadas más allá de sus límites de resistencia en sus puntos de explotación. Ciertos hechos tienen lugar: enfrentamientos callejeros, ataques contra la policía, destrucción de los símbolos del capitalismo (bancos, joyeros, supermercados, etc.). Tales momentos de violencia popular atrapan a los anarquistas sin preparación, sorprendidos de que la apatía de ayer se transforme en la ira de hoy.

Mira Brixton hace un par de años: los anarquistas no eran, no podrían haber sido, protagonistas en los disturbios. Los eventos los tomaron por sorpresa. La gente se levantó por razones aparentemente simples, pero que estaban eclosionando debajo de la superficie durante mucho tiempo. La participación de anarquistas fue simplemente la de adaptarse a la situación, el invitados de una insurrección pero no actuando con una lógica insurreccional. Lanzar un ladrillo no es la mejor manera para que un revolucionario consciente participe en una insurrección.

 

Cuando hablamos de aplicar una lógica de insurrección nos referimos a hacer las cosas al revés. No nos limitamos a identificar áreas de tensión social y unirnos cuando explota, tratamos de estimular la rebelión y aún más, proponer y participar en la formación de una organización de revuelta.

 

Tratemos de ser lo más claros posible.

 

El tipo de organización que queremos decir debe ser de carácter asociativo, social o de masas—un comité, grupo de apoyo, liga contra la represión, asociación por los derechos de vivienda, grupos antinucleares, liga abstencionista contra las elecciones, etc—no un grupo anarquista específico. ¿Por qué la gente debería pertenecer a un grupo anarquista para participar en una lucha social?

 

La participación de la gente en este tipo de estructura puede ser ilimitada, dependiendo del trabajo que los anarquistas logren hacer dentro de ella. Comenzando con un puñado de camaradas y personas más motivadas en una lucha en particular, ya sea una huelga salvaje, despidos masivos, una base contra la propuesta de la OTAN, okupaciones, etc., implicaría inicialmente difundir información sobre la situación establecida de la manera más clara y directa posible.

 

Se utilizarían folletos, revistas, carteles, debates, conferencias, reuniones públicas, etc., y se formaría la encarnación de uno de los grupos mencionados anteriormente. Cuando hay alguna respuesta a esta parte del trabajo es el momento de establecer un lugar de reunión y número de contacto. Las acciones de los organizativos serán más efectivas a medida que avance la lucha, aumenten los números y se desarrolle la represión contra ella.

 

El resultado no será seguro. La presencia activa de los anarquistas no significa control, sino más bien estimulación. Tienen los mismos derechos que el otro y no tienen un peso particular en la toma de decisiones. Sus sugerencias se considerarán válidas si ambas están en sintonía con el nivel general de sentimiento y al mismo tiempo tratan de empujarlo hacia adelante.

 

Las propuestas tímidas o vacilantes serían rechazadas como obstáculos para avanzar en la lucha y traicionar las necesidades y la rebelión. Una propuesta demasiado avanzada, que vaya más allá del nivel del momento sería considerada imposible, peligrosa y contraproducente. La gente se retiraría, temerosa de estar confundida en quién sabe qué.

 

Por lo tanto, los anarquistas que operan dentro de esta estructura deben estar en contacto con la realidad y proponer acciones que sean posibles y comprensibles. Es posible que una rebelión de desorden en expansión pueda evolucionar a partir de este trabajo inicial de estimulación. Esto es lo que queremos decir con los métodos y la lógica de la insurrección. Es bastante diferente a la lógica del sindicato y el sindicalismo (incluido el anarcosindicalismo), estructuras que comienzan desde una lógica de defensa en lugar de una de ataque. Tienden al crecimiento cuantitativo (aumento de la membresía) y a defender las ganancias pasadas y, en el caso de los sindicatos, a proteger los intereses de una categoría.

 

Lo que proponemos, por el contrario, son estructuras asociativas básicas organizadas para hacer frente a un objetivo de lucha y estimular los sentimientos de rebelión de los pueblos, para culminar en una insurrección lo más consciente posible.

 

Usando este método no hay forma de que los anarquistas dentro de la estructura puedan transformarse en un grupo de liderazgo o poder. De hecho, como hemos dicho, están obligados a seguir las condiciones de la lucha. No están trabajando para un crecimiento cuantitativo en su propio grupo anarquista. No pueden proponer simplemente acciones defensivas, sino que están obligados a ir hacia acciones cada vez más avanzadas. Por un lado, estas acciones pueden conducir a la insurrección y niveles que no se pueden predecir. Por otro lado, pueden no ser efectivos. En cualquier caso, la estructura asociativa original inevitablemente se vuelve redundante, y los anarquistas volverán a lo que estaban haciendo antes.

 

 

 

Traducción al Español por V de Invisible

 

Texto extraído de Anarchist Library.