PARTE III
A continuación vaya exponer y explicar brevemente los tres aspectos de mi realidad contemporánea a los que me he referido antes, para que se pueda comprender cómo me han conducido por un camino determinado a lo largo de la investigación y de la redacción de este estudio.
1. La distinción entre conocimiento puro y conocimiento político. Es muy fácil sostener que los conocimientos sobre Shakespeare o Wordsworth no tienen interés político, mientras que los conocimientos sobre la China o la URRSS contemporáneas sí. Desde un punto de vista formal y profesional a mí se me denomina «humanista», titulo que indica que las humanidades son mi especialidad y que, por tanto, seria difícil encontrar algún tema de interés político en el trabajo que realizo dentro de esta especialidad. Por supuesto, todas estas etiquetas y términos, según los estoy utilizando, deberían matizarse, pero creo que la veracidad general de lo que estoy señalando es de sobra válida. Una de las razones que se esgrimen para decir que un humanista que escribe sobre Wordsworth o un autor especializado en Keats realizan un trabajo que no tiene implicaciones políticas es que
su labor parece no tener ningún efecto político directo en la realidad de todos los días. Un especialista en economía soviética trabaja en un
área de estudios muy espinosa y en la que están implicados muchos intereses; los estudios o propuestas que pueda presentar en el proceso de investigación serán tenidos en cuenta por los políticos, los organismos gubernamentales, los economistas de las diferentes instituciones y los expertos de los departamentos de inteligencia. La diferencia entre los «humanistas» y las personas cuyo trabajo tiene una implicación o una trascendencia política se puede ampliar diciendo que las tendencias ideológicas del primero tienen una importancia incidental en la política (aunque quizá tengan gran importancia para sus colegas, que pueden acusarle de estalinista, fascista o liberal), mientras que la ideología del segundo es parte consustancial de su material –de hecho, la economía, la política y la sociología, en el mundo académico moderno, se consideran ciencias ideológicas- y, por tanto, se da por supuesto que es «política».
Con todo, la mayoría de los conocimientos que se producen actualmente en Occidente (y ahora me refiero sobre todo a Estados Unidos)está sometida a una limitación determinante: la concepción de que todo conocimiento está constituido por ideas no políticas; esto es, ideas eruditas, académicas, imparciales y suprapartidistas. Se puede aceptar esta pretensión desde un punto de vista teórico, pero en la práctica, la realidad es mucho más problemática. Nadie ha inventado un método que sirva para aislar al erudito de las circunstancias de su vida, de sus compromisos (conscientes o inconscientes) con una clase, con un conjunto de creencias, con una posición social o con su mera condición de miembro de una sociedad. Todo esto influye en su trabajo profesional, aunque, naturalmente, sus investigaciones y los frutos de ellas intenten alcanzar un grado de relativa libertad con respecto a las restricciones y limitaciones que impone la cruda realidad de todos los días. En efecto, el conocimiento es algo menos parcial que el individuo que lo produce (con sus circunstancias vitales que le enredan y confunden); por tanto, este conocimiento no puede ser no político.
Si las discusiones sobre literatura o filología clásica están impregnadas de significación política o, por el contrario, no se dejan influir por ella es un complicado asunto del que he tratado en otra obra.’ Ahora me interesa señalar que el consenso general y liberal que sostiene que el conocimiento «verdadero» es fundamentalmente no político (y que, a la inversa, el conocimiento abiertamente político no es verdadero), no hace más que ocultar las condiciones políticas oscuras y muy bien organizadas que rigen la producción de cualquier conocimiento. Como hoy día se utiliza el adjetivo «político» para desacreditar cualquier trabajo que se atreva a violar el protocolo de una pretendida objetividad supra política, todo esto nos resulta difícil de entender. Podemos decir que la sociedad civil admite una gradación en la importancia política de los diversos campos del conocimiento. Hasta cierto punto, la importancia política de una materia proviene de que pueda traducirse directamente a términos económicos, y la importancia política será aún mayor si su campo de estudio tiene afinidad con ciertas fuentes reconocidas de poder en la sociedad política. Como ejemplo un estudio económico sobre las fuentes de energía soviéticas a largo plazo y su efecto en la capacidad militar probablemente será subvencionado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos y, en consecuencia, adquirirá una categoría política que no podría conseguir nunca un estudio sobre las primeras obras narrativas de Tolstoi financiado, en parte, por una fundación privada. Sin embargo, los dos trabajos pertenecen a lo que la sociedad civil considera un campo similar: los estudios rusos, aunque uno pueda estar realizado por un economista muy conservador y el otro, por un historiador radical de la literatura. Lo que quiero decir es que «Rusia», como tema general, tiene prioridad política sobre las diferencias más o menos precisas que se puedan establecer entre la «economía» y la «historia literaria», porque la sociedad política, en el sentido en que Gramsci utiliza el término, penetra dentro de los dominios de la sociedad civil, en este caso representada por el mundo académico, y los satura de significaciones que le conciernen directamente a ella.
No quiero extenderme más en el aspecto teórico’ de este problema; me parece que el valor y la credibilidad de mi propuesta se pueden demostrar de una manera más concreta: siguiendo, por ejemplo, el camino de Noam Chomsky, quien ha estudiado la conexión instrumental que existió entre la guerra del Vietnam y el concepto de erudición objetiva que se utilizó para encubrir algunas investigaciones militares subvencionadas por el Estado.» Ahora bien, como Gran Bretaña, Francia y, recientemente, Estados Unidos son potencias imperiales, siempre que algún asunto relacionado con sus intereses ben el extranjero está en juego, sus sociedades políticas transmiten a sus sociedades civiles una sensación de urgencia y una fuerte dosis
de política, por expresarlo de algún modo. Creo que se puede decir, por ejemplo, que un inglés que a finales del siglo XIX se interesaba por países como la India o Egipto, lo hacía sin olvidar nunca el hecho de que eran colonias británicas. Puede parecer, a simple vista, que decir esto no tiene nada que ver con decir que todo el conocimiento académico sobre la India y Egipto está, de alguna manera, matizado, condicionado y violado por la densa realidad política; no obstante, esto es lo que estoy tratando de decir en este estudio. Porque si es cierto que ninguna obra humanística puede permanecer ajena a las implicaciones que su autor tiene en tanto que sujeto humano, determinado por sus propias circunstancias, debe ser cierto
también que ningún europeo o estadounidense que estudie Oriente puede renunciar a las circunstancias principales de su realidad: que él se enfrenta a Oriente, primero como europeo o estadounidense y después como individuo. Y ser europeo o estadounidense en esta situación no es sin duda una realidad intrascendente; ha significado y significa ser consciente, aunque sea vagamente, de pertenecer a una potencia con unos intereses muy definidos en Oriente, y, más importante aún, de pertenecer a una parte de la Tierra que ha mantenido una serie de relaciones históricas con Oriente desde prácticamente los tiempos de Homero.
Expuestas de este modo, estas realidades políticas son todavía demasiado indefinidas y generales como para resultar realmente interesantes. Cualquiera estaría de acuerdo con ellas, sin aceptar por ello necesariamente que le importaran mucho a Flaubert, por ejemplo, cuando escribió Salammbo;» o a H. A. R. Gibb cuando escribió Modern Trends in Islam. El problema reside en que existe una diferencia demasiado grande entre la gran realidad dominante, como la he descrito yo, y los detalles de la vida cotidiana que rigen el minucioso ejercicio de escribir una novela o un texto especializado. Pero si, de entrada, descartamos la idea de que esas «grandes» realidades, como la dominación imperial, puedan aplicarse de una manera mecánica y determinista a asuntos tan complejos como la cultura y las ideas, estaremos a punto de iniciar un estudio muy interesante. Pienso
que el interés que Europa y Estados Unidos han mostrado hacia Oriente ha sido, sin duda, de orden político, como lo demuestran ciertos hechos históricos que ya he expuesto aquí; pero también considero que la cultura creó ese interés, que contribuyó vigorosamente, junto con razones puramente políticas, económicas y militares, a convertir Oriente en un lugar variado y complejo dentro del campo que yo denomino orientalismo.
Por tanto, el orientalismo no es una simple disciplina o tema político que se refleja pasivamente en la cultura, en la erudición o en las instituciones, ni una larga y difusa colección de textos que tratan de Oriente; tampoco es la representación o manifestación de alguna vil conspiración «occidental» e imperialista, que pretende oprimir al mundo «oriental», Por el contrario, es la distribución de una cierta conciencia geopolítica en unos textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos y filológicos; es la elaboración de una distinción geográfica básica (el mundo está formado por dos mitades diferentes, Oriente y Occidente) y también, de una serie completa de «intereses» que no solo crea el propio orientalismo, sino que también mantiene a través de sus descubrimientos eruditos, sus reconstrucciones filológicas, sus análisis psicológicos y sus descripciones geográficas y sociológicas; es una cierta voluntad o intención de comprender -y en algunos casos, de controlar, manipular e incluso incorporar- lo que manifiestamente es un mundo diferente (alternativo o nuevo); es, sobre todo, un discurso que de ningún modo se puede hacer corresponder directamente con el poder político, pero que se produce y existe en virtud de un intercambio desigual con varios tipos de poder: se conforma a través de un intercambio con el poder político (como el estado colonial o imperial), con el poder intelectual (como las ciencias predominantes: la lingüística comparada, la anatomía o cualquiera de las ciencias de la política moderna), con el poder cultural (como las ortodoxias y los cánones que rigen los gustos, los valores y los textos); con el poder moral (como las ideas sobre lo que «nosotros» hacemos y «ellos» no pueden hacer o compren del mismo modo que «nosotros»), De hecho, mi tesis consiste en que el orientalismo es -y no solo representa- una dimensión considerable de la cultura, política e intelectual moderna, y, como tal, tiene menos que ver con Oriente que con «nuestro» mundo.
El orientalismo es una realidad cultural y política, lo que significa que no existe en un espacio vacío carente de archivos; muy al contrario, pienso que es posible demostrar que lo que se piensa, se dice o incluso se hace en relación a Oriente sigue unas líneas muy determinadas que se pueden aprehender intelectualmente. Creo también que al estudiar la manera en que la superestructura ejerce presiones sobre los detalles de la composición, se pueden encontrar ciertos matices, los cuales constituyen las realidades de la intertextualidad. La mayoría de los eruditos humanistas, creo, están perfectamente de acuerdo con la idea de que los textos existen dentro de los contextos, de que existe un concepto que es la intertextualidad y de que la presión ejercida por las convenciones, las generaciones precedentes y los estilos retóricos limitan lo que Walter Benjamín llamó una vez la «sobrevaloración del individuo productivo en nombre del (…) principio de «creatividad»», principio según el cual se supone que el poeta ha creado su obra por si mismo, a partir de su propia inspiración. Sin embargo, actualmente existe una especial aversión a reconocer que las fuerzas políticas, institucionales e ideológicas actúan también en el autor, como individuo. Cualquier humanista que haga una interpretación de Balzac, tendrá en consideración la influencia que se aprecia en la Comédie humaine del conflicto entre Geoffroy Saint-Hilaire y Cuvier; pero, sin embargo, no concederá importancia a la influencia de las teorías monárquicas y reaccionarias que hay en la obra porque considerará que disminuyen su «genio» literario. Del mismo modo -<como Harry Bracken ha demostrado sin lugar a dudas-, los filósofos suelen discutir sobre Locke, Hume y el empirismo sin tener nunca en cuenta que hay una conexión explicita entre las doctrinas filosóficas de estos autores clásicos y la teoría racial, la justificación de la esclavitud o los argumentos en favor de la explotación colonial. Éstos son los procedimientos más comunes que permiten a la erudición contemporánea conservar su pureza.
Quizá sea cierto que casi siempre que la cultura ha intentado meter las narices en el fango de la política, los resultados han sido enormemente iconoclastas; quizá también, la interpretación social de la literatura en mi propio campo de estudio no ha ido paralela a los enormes avances técnicos del análisis textual detallado. Pero no se puede eludir el hecho de que los estudios literarios, en general, y los teóricos marxistas estadounidenses, en particular, no han realizado grandes esfuerzos por salvar el abismo existente entre los niveles de la superestructura y de la base en la erudición histórica textual; en alguna otra ocasión he llegado a decir que el estamento literario y cultural en su conjunto se ha dejado en el tintero el estudio serio del imperialismo y la cultura.» Por consiguiente, el orientalismo nos sitúa cara a cara con este asunto; es decir, con el hecho de reconocer que el imperialismo político orienta todo un campo de estudios, de imaginación y de instituciones académicas, de modo que es imposible eludirlo desde un punto de vista intelectual e histórico. Pero siempre quedará la eterna excusa de decir que un erudito literario y un filósofo, por ejemplo, están preparados para hacer literatura y filosofía, respectivamente, y no política ni análisis ideológicos. En otras palabras, que el argumento del especialista puede bloquear con bastante eficacia la perspectiva intelectual, que, en mi opinión, es más extensa y seria.
Me parece que al problema del estudio del imperialismo y la cultura (u orientalismo) se le puede dar una simple respuesta compuesta de dos partes. En primer lugar, casi todos los escritores del siglo XIX (y esto mismo seria válido para los de periodos anteriores) eran extraordinariamente conscientes de la realidad del imperio; este es un tema que no se ha estudiado muy bien, pero un especialista moderno en la época victoriana tendrá que admitir que los héroes de la cultura liberal, como John Stuart Mili, Thomas Amold, Carlyle, Newman, Macaulay, Ruskin, George Eliot, e incluso Dickens, tenían unas opiniones muy concretas sobre la raza y el imperialismo, que podemos encontrar fácilmente en sus escritos. De igual modo, un especialista debe acabar admitiendo que Mili, por ejemplo, dejó claro en On líberty y en Representative Governrnent que sus puntos de vista no podían ser aplicados a la India (al fin y al cabo fue funcionario en la India Office durante una gran parte de su vida) porque los indios eran inferiores tanto por su civilización como por su raza. El mismo tipo de paradoja podremos encontrar en Marx; más adelante lo demostraré. En segundo lugar, creer que la política, en forma de imperialismo, tiene un efecto en la producción literaria, en la erudición. en las teorías sociales y en la escritura de la historia no equivale, en modo alguno, a afirmar que, por tanto, la cultura es algo degradado o denigrado; muy al contrario, toda mi tesis consiste en que podremos comprender mejor la persistencia y la durabilidad de un sistema hegemónico. como la propia cultura, cuando reconozcamos quelas coacciones internas que estos imponen en los escritores y pensadores son productivas y no unilateralmente inhibidoras. Esta es la idea que, indudablemente, Gramsci, Foucault y Raymond Williams, cada uno a su manera, han intentado exponer. Solamente. una o dos páginas de Williams sobre «Los usos del Imperio» en The Long Revolution, nos dicen mucho más acerca de la riqueza cultural del siglo XIX que la mayoría de los volúmenes de análisis textual hermético.
Por tanto, yo estudio el orientalismo como un intercambio dinámico entre los autores individuales y las grandes iniciativas políticas que generaron los tres grandes imperios -británico, francés y estadounidense- en cuyo territorio intelectual e imaginario se produjeron los escritos. Lo que, como erudito, me interesa más, no es la gran realidad política, sino el detalle, del mismo modo que, lo que nos interesa en personas como Lane, Flaubert o Renan no es la verdad (para ellos, indiscutible) de que los occidentales son superiores a los orientales, sino el testimonio preparado y modulado que ofrecen los detalles de su obra dentro del enorme espacio abierto por esa verdad. Solo hay que recordar, para que entendamos lo que digo, que Manners and Customs of Modern Egyptians, de Lane, es un clásico de la observación histórica y antropológica por su estilo y sus detalles inteligentes y brillantes y no porque refleje la superioridad racial.
El tipo de cuestiones que el orientalismo plantea, por tanto, son las siguientes: ¿Qué tipo de energías intelectuales, estéticas y culturales participaron en la elaboración de una tradición imperialista como la orientalista? ¿Cómo la filología, la lexicografia, la historia, la biología, las teorías políticas y económicas, la narrativa y la poesía lírica se pusieron al servicio de una visión del mundo tan imperialista como la orientalista? ¿Qué cambios, modulaciones, refinamientos e incluso revoluciones sufrió el orientalismo? ¿Qué significado adquieren en este contexto la originalidad, la continuidad y la individualidad? ¿Cómo se transmite o reproduce el orientalismo de una época a otra? En fin, ¿cómo podemos estudiar el fenómeno cultural e histórico del orientalismo considerándolo como una obra humana voluntaria -y no como una especie de razonamiento en el vacío-; con toda su complejidad histórica y con todo su detalle y valor, sin, al mismo tiempo, perder de vista la alianza entre la acción cultural, las tendencias políticas, el Estado y las realidades especificas de dominación? Un estudio guiado por estas preocupaciones puede abordar, de modo responsable, cuestiones políticas y culturales. Pero esto no significa que este estudio establezca una regla inmutable sobre las relaciones entre conocimiento y política. Mi tesis es que toda investigación humanística debe establecer la naturaleza de esta relación en el contexto específico de su estudio, de su tema y de sus circunstancias históricas.
2. La cuestión metodológica. He dedicado una de mis obras a analizar y exponer la importancia que, para trabajar en el campo de las ciencias humanas, tiene el hecho de encontrar y formular un primer paso, un punto de partida, un principio inicial.» Lo que aprendí entonces e intenté exponer fue que no existe algo dado o fácil de encontrar que pueda ser considerado como un punto de partida: los principios tienen que establecerse de acuerdo a cada proyecto, de tal manera que posibiliten la realización de lo que viene a continuación. Jamás había comprobado, de una manera tan consciente, la dificultad que entraña esta regla, como en mi estudio de orientalismo (si la he resuelto con o sin éxito, no lo puedo decir). La idea de un comienzo, el acto de comenzar implica necesariamente un acto de delimitación, un acto por el que algo se separa de una gran masa de material y se extrae de ella para que represente y sea un punto de partida, un comienzo. Para alguien que se dedique al estudio de los textos, esta noción de delimitación inicial es lo que Louis Althusser llamó la problemática, una unidad determinada y específica de un texto o de un grupo de textos que ha surgido a través del análisis.’? Pero, en el caso del orientalismo (al contrario que en el de los textos de Marx, que es el que Althusser estudia), no solo existe el problema de encontrar un punto de partida o problemática, sino también el de designar qué textos, autores y períodos son los que más convienen al estudio.
En mi opinión, no tenía sentido intentar escribir una historia del orientalismo narrativa y enciclopédica, en primer lugar porque, si el principio directriz de mi estudio era<da idea europea de Oriente», el material del que me hubiera tenido que ocupar no habría tenido límites, en segundo lugar porque el modelo narrativo no se ajustaba a mis intereses descriptivos y políticos, y en tercer lugar porque obras como La Renaissance orientale, de Raymond Schwab; Die Arabischen Studien in Europa bis in den Anfang des 20. Jahrhunderts, de Johann Fück, y más recientemente The Matter Af araby in Medieval England, de Dorothee Metlitzki,!’ ya incluyen trabajos enciclopédicos acerca de ciertos aspectos de los contactos entre Europa y Oriente, y sus objetivos se diferencian de la labor crítica que yo he esbozado en un contexto general, político e intelectual.
Se me planteaba también el problema de reducir un archivo muy denso a dimensiones manejables y, lo que es más importante, el de destacar dentro, de ese grupo de textos algún concepto de naturaleza intelectual sin por ello descuidar el orden cronológico. Mi punto de partida, por tanto, ha sido la experiencia británica, francesa y estadounidense en Oriente, en un sentido global, las bases históricas e intelectuales que la hicieron posible y sus cualidades y características . Por razones que explicaré a continuación, he limitado el ya de por sí limitado (pero todavía excesivamente vasto) conjunto de cuestiones a la experiencia que británicos, franceses y estadounidenses han tenido en el mundo árabe y en el mundo islámico, los cuales, durante casi un milenio han representado Oriente. Al hacer esto, parece que de entrada he eliminado una gran parte de Oriente -India, Japón, China y otras zonas del Extremo Oriente-, no porque estas regiones carezcan de importancia (que, evidentemente la tienen), sino porque es posible estudiar la experiencia que Europa tuvo en Oriente Próximo y en los países islámicos independientemente de su experiencia en el Extremo Oriente. Sin embargo, en ciertos períodos de esta historia general de intereses europeos en Oriente, determinadas regiones, como Egipto, Siria o Arabia, no se pueden abordar sin estudiar también la implicación que Europa tuvo en lugares más remotos como son Persia y la India: un ejemplo importante a este respecto es la conexión que tuvieron Egipto y la India para la Gran Bretaña de los siglos XVIII y XIX. Otros ejemplos importantes son el papel desempeñado por Francia descifrando el Zend Avesta, la preeminencia de París como centro de estudios de sánscrito durante la primera década del siglo XIX, y el hecho de que el interés que mostró Napoleón por Oriente estuviera determinado por su conocimiento del papel británico en la India; toda esta preocupación por el Extremo Oriente influyó directamente en el interés que Francia manifestó por el Oriente Próximo, el islam y los árabes.
Gran Bretaña y Francia dominaron el Mediterráneo oriental desde finales del siglo XVII. Pero al estudiar esta dominación sistemática, no he hecho justicia a las importantes contribuciones que Alemania, Italia, Rusia, España y Portugal hicieron al orientalismo ni al gran impulso que la revolución en los estudios biblicos -estimulada por sus pioneros, el obispo Lowth, Eichhom, Herder y Michaelis- dio, en el siglo XVIII, al estudio de Oriente. En primer lugar, tenía que centrarme rigurosamente en el material británico y francés, y, después, en el estadounidense porque me parecía indiscutible, no solo que Gran Bretaña y Francia fueron las naciones pioneras en Oriente y en los estudios orientales, sino también que mantuvieron estas posiciones de vanguardia gracias a los dos entramados coloniales más grandes que la historia anterior al siglo xx ha conocido. En lo que se refiere a Oriente, Estados Unidos, desde la Segunda Guerra Mundial, ha seguido, creo que bastante conscientemente, las sendas trazadas por las dos potencias europeas. En consecuencia, considero que por su calidad, coherencia y cantidad, los escritos británicos, franceses y estadounidenses sobre Oriente superan a los trabajos, indudablemente cruciales, hechos en Alemania, Italia, Rusia y cualquier otro lugar. Pero también pienso que es verdad que los avances más decisivos que se hicieron en la erudición oriental fueron realizados primero por Gran Bretaña y Francia, y, después, por los alemanes. Silvestre de Sacy, por ejemplo, no fue solo el primer orientalista europeo moderno y profesional que se ocupó del islam, de la literatura árabe, de la religión drusa y de la Persia sasánida, sino que también fue el profesor de Champollion y de Franz Bopp, fundador de la lingüística comparada alemana. El mismo derecho a recibir este trato prioritario y preeminente tienen William Jones y Edward William Lane.
En segundo lugar -y esto que vaya decir compensa ampliamente las lagunas que pueda presentar este estudio del orientalismo-, recientemente se han publicado importantes trabajos sobre la tradición de los estudios bíblicos que se realizaron hasta el comienzo de lo que llamo el orientalismo moderno. El mejor, el más relevante y el impresionante «Kubla Khan» and The Fail f[Jerusalem, de E. S. Shaffer,» un estudio indispensable sobre los orígenes del romanticismo y sobre la actividad intelectual que subyace en gran parte de la obra de Coleridge, Browning y George Eliot. Hasta cierto punto, la obra de Shaffer desarrolla las ideas proporcionadas por Schwab, articulando los materiales relevantes que se pueden encontrar en los especialistas alemanes de textos bíblicos, y utilizándolos para leer, de una manera inteligente y siempre interesante, las obras de tres grandes escritores británicos. Pero el libro carece del sentido político e ideológico que los escritores británicos y franceses de los que yo me ocupo dieron al orientalismo; además, al contrario que Shaffer, yo intento aclarar las evoluciones posteriores del orientalismo académico y literario: por un lado, las conexiones entre el orientalismo británico y el francés, y por otro, la ascensión de un imperialismo de inspiración puramente colonial. También quiero demostrar que todos estos temas se reproducen con más o menos exactitud en el orientalismo americano posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, hay un aspecto en el que mi estudio no es acertado: aparte de alguna referencia ocasional, no analizo de manera exhaustiva los progresos de los eruditos alemanes después del periodo inicial dominado por Silvestre de Sacy. Cualquier estudio que pretenda ofrecer unos conocimientos sobre el orientalismo académico y preste poca atención a eruditos como Steinthal, Müller, Becker, Goldziher, Brockelmann, Nóldeke -por mencionar solo a unos pocos-, se merece algunos reproches que, en mi caso, yo mismo me hago. Siento particularmente no prestar más atención a la erudición alemana cuyo prestigio científico creció a mediados del siglo XIX. George Eliot denunció a los eruditos británicos que la ignoraban; estoy pensando en el retrato inolvidable que ella hace del señor Casaubon en Middlemarcho. Una de las razones por las que Casaubon no puede terminar su Key lo All Mythologies es, de acuerdo con su joven primo Will Ladislaw, su desconocimiento de la erudición alemana. Y es que Casaubon no solo ha elegido un tema «que cambia con tanta rapidez como la química, un tema en el que constantemente se producen nuevos descubrimientos que dan lugar a nuevos puntos de vista»; también está llevando a cabo una labor parecida a la refutación de Paracelso, «porque no es un orientalista, ya sabes».
George Eliot no estaba equivocada cuando daba a entender que, más o menos hacia 1830, que es la época en la que Middlemarch se sitúa, la erudición alemana había alcanzado preeminencia europea. Pero durante los dos primeros tercios del siglo XIX jamás pudo desarrollarse en el contexto de la erudición alemana una estrecha colaboración entre los orientalistas y un interés nacional prolongado y constante por Oriente. No había nada en Alemania que se correspondiera con la presencia británica y francesa en la India, el Mediterráneo oriental y África del Norte. Es más, el Oriente alemán era casi exclusivamente un Oriente erudito o, al menos, clásico: sirvió de tema para poemas, obras de imaginación e incluso novelas, pero nunca fue real como Egipto y Siria lo fueron para Chateaubriand, Lane, Lamartine, Burton, Disraeli o Nerval. Es significativo el hecho de que dos de los trabajos alemanes sobre Oriente más renombrados, Westostlicher Diwan, de Goethe, y Über die Sprache und Weisheit der Indier, de Friedrich Schlegel, se basaran, respectivamente, en un viaje por el Rin y en unas horas pasadas en las bibliotecas de Paris. La labor que llevó a cabo la erudición alemana consistió en refinar y perfeccionar las técnicas que se aplicaban a los textos, los mitos, las ideas y las lenguas que la Gran Bretaña y la Francia imperiales recogían literalmente de Oriente.
No obstante, lo que el orientalismo alemán tenía en común con el británico y el francés y, más tarde, con el estadounidense, era una especie de autoridad intelectual sobre Oriente dentro de la cultura occidental. Esta autoridad debe ser, en gran medida, uno de los temas de estudio de cualquier descripción del orientalismo, y así lo es en esta obra. Incluso el nombre orientalismo sugiere el estilo serio, quizá ponderado, de un experto; cuando lo aplico a las ciencias sociales estadounidenses modernas (aunque los investigadores de este campo no se autodenominan orientalistas, y por tanto, mi uso del término es anómalo, es para destacar el hecho de que los expertos en Oriente Próximo siguen inspirándose en los vestigios de las posiciones intelectuales del orientalismo europeo del siglo XIX.
La autoridad no tiene nada de misterioso o natural; se forma, se irradia y se difunde; es instrumental y persuasiva; tiene categoría, establece los cánones del gusto y los valores; apenas se puede distinguir de ciertas ideas que dignifica como verdades, y de las tradiciones, percepciones y juicios que forma, transmite y reproduce. Sobre todo, la autoridad se puede —de hecho se debe– analizar. Todos estos atributos que tiene la autoridad se pueden aplicar al orientalismo, y en gran medida mi trabajo en este estudio consiste en describir, por un lado, la autoridad histórica del orientalismo y, por otro, a las personas que son una autoridad en materia de orientalismo.
Para realizar este estudio sobre la autoridad, mis principales recursos metodológicos son lo que puede llamarse la localización estratégica, que es una manera de describir la posición que el autor de un texto adopta con respecto al material oriental sobre el que escribe, y la formación estratégica, que es una forma de analizar la relación entre los textos y el modo en que los grupos, los tipos e incluso los géneros de textos adquieren entidad, densidad y poder referencial entre ellos mismos y, más tarde, dentro de toda la cultura. Utilizo la noción de estrategia simplemente para definir el problema al que todo escritor sobre Oriente tiene que enfrentarse: cómo abarcarlo, cómo aproximarse a él, cómo evitar ser vencido o aplastado por su sublimidad, su extensión y sus terribles dimensiones. Todo el que escribe sobre Oriente debe definir su posición con respecto a él; trasladada al texto, esta posición presupone el tipo de tono narrativo que él adopta, la clase de estructura que construye y el género de imágenes, temas y motivos que utiliza en su texto; a esto se le añaden las maneras deliberadas de dirigirse al lector, de abarcar Oriente y, finalmente, de representarlo o de hablar en su nombre. Sin embargo, nada de esto sucede en la esfera de lo abstracto. Cualquier escritor que trate de Oriente (y esto es válido incluso para Homero) asume algún precedente oriental, algunos conocimientos previos de Oriente, conocimientos a los que hace referencia y en los que se apoya. Además, toda
obra sobre Oriente se asocia a otras obras, a determinados públicos e instituciones y al propio Oriente. El conjunto de relaciones entre las obras, los públicos y algunos aspectos particulares de Oriente constituye, por tanto, una formación que se puede analizar -por ejemplo, la relación entre los estudios filológicos, las antologías de literatura oriental, los relatos de viajes y los libros de fantasías orientales- y cuya presencia en el tiempo, en el discurso y en las instituciones(escuelas, bibliotecas y organismos de asuntos exteriores) le da fuerza
y autoridad.
Espero haber dejado claro que mi preocupación por la autoridad no presupone un análisis de lo que subyace en el texto orientalista, sino, por el contrario, un análisis de su superficie, de la exterioridad con relación a lo que describe. Creo que nunca se insistirá demasiado en esta idea. El orientalismo se fundamenta en la exterioridad, es decir en el hecho de que el orientalista, poeta o erudito, hace hablar a Oriente, lo describe, y ofrece abiertamente sus misterios a Occidente, porque Oriente solo le preocupa en tanto que causa primera de lo que expone. Lo que dice o escribe, en virtud de que está dicho o escrito, pretende indicar que el orientalista está fuera de Oriente tanto desde un punto de vista existencial como moral. El producto principal de esta exterioridad es, por supuesto, la representación: ya en la obra de Esquilo Los persas, Oriente deja de tener la categoría de un Otro lejano y a veces amenazante, para encarnarse en figuras relativamente familiares (en el caso de Esquilo, las mujeres asiáticas oprimidas). La inmediatez dramática de la representación en Los persas encubre el hecho de que el público observa una representación muy artificiosa de lo que un no oriental ha convertido en símbolo de todo Oriente. Mi análisis del texto orientalista, por tanto, hace hincapié en la evidencia -que de ningún modo es invisible de que estas representaciones son representaciones, y no retratos «naturales» de Oriente. Esta evidencia se puede encontrar de manera destacada en los textos que podríamos llamar verídicos (historias, análisis filológicos, tratados políticos) y en los textos reconocidos como abiertamente artísticos (por ejemplo, los imaginarios). Los aspectos que se deben considerar son el estilo, las figuras del discurso, las escenas, los recursos narrativos y las circunstancias históricas y sociales, pero no la exactitud de la representación ni su fidelidad a algún gran original. La exterioridad de la representación está siempre gobernada por alguna versión de la perogrullada que dice que si Oriente, pudiera representarse a sí mismo, lo haría; pero como no puede, la representación hace el trabajo para Occidente y faute de mieux; para el pobre Oriente. «No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados», como escribió Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte.
Otra de las razones que me llevan a insistir en la idea de la exterioridad es mi necesidad de aclarar, al referirnos al discurso cultural y al intercambio dentro de una cultura, que 10 que comúnmente circula por ella no es «la verdad», sino sus representaciones. No hace falta demostrar de nuevo que el propio lenguaje es un sistema muy organizado y codificado que emplea muchos recursos para expresar, indicar, intercambiar mensajes e información, representar, etc. Al menos en cualquier ejemplo de lenguaje escrito, no hay nada que sea una presencia dada, sino una represencia o representación. El valor, la eficacia, la fuerza y la veracidad aparente de una afirmación escrita acerca de Oriente dependen, por tanto, muy poco de Oriente como tal e instrumentalmente no pueden depender de él. Por el contrario, para el lector, la afirmación escrita es una presencia porque ha excluido y desplazado a «Oriente» como realidad y lo ha convertido en algo superfluo. Así, todo el orientalismo pretende reemplazar a Oriente, pero se mantiene distante con respecto a él: que el orientalismo tenga sentido es una cuestión que depende más de Occidente que de Oriente, y este sentido le debe mucho a las técnicas occidentales de representación que hacen que Oriente sea algo visible y claro, que esté «allí» en el discurso que se elabora sobre él. Y estas representaciones, para lograr sus efectos, se apoyan en instituciones, tradiciones, convenciones y códigos de inteligibilidad, y no en un Oriente distante y amorfo.
La diferencia entre las representaciones de Oriente que se hacían antes del último tercio del siglo XVIII y las posteriores a esta época (esto es, las que pertenecen a lo que llamo orientalismo moderno) estriba en que, en el último periodo, el horizonte de las representaciones se amplió mucho más. Es cierto que, después de William Jones y de Anquetil-Duperron, y tras la expedición de Napoleón a Egipto, Europa llegó a conocer Oriente de una manera más científica a vivir en él con una autoridad y una disciplina que nunca antes había tenido. Pero lo que le importaba a Europa era la mayor capacidad y el mayor perfeccionamiento que adquirían sus técnicas para recibir Oriente. Cuando, a finales del siglo XVIII, Oriente reveló definitivamente la edad de sus lenguas -que se remontaban en el tiempo más allá de la genealogía divina del hebreo-.-, fue un grupo de europeos el que hizo el descubrimiento y lo transmitió a otros eruditos; finalmente, este descubrimiento se preservó en la ciencia de la filología indoeuropea, una nueva y poderosa ciencia que nacía para examinar el Oriente lingüístico y, con ella, como muestra Foucault en Les mots el les choses, nacía también una completa red de intereses científicos afines. Del mismo modo, William Beckford, Byron, Goethe y Victor Hugo reestructuraron Oriente por medio de su arte y lograron que sus colores, sus luces y sus gentes fueran visibles a través de las imágenes, los ritmos y los motivos que ellos utilizaron para describirlos. El Oriente «real», a lo sumo, provocaba la visión de un escritor, pero raramente la guiaba.
El orientalismo respondió más a la cultura que lo produjo que a su supuesto objetivo, que también estaba producido por Occidente. Así, la historia del orientalismo presenta una gran coherencia interna y un conjunto muy articulado de relaciones con la cultura dominante que lo envuelve. Mi análisis, en consecuencia, intenta demostrar cómo es la forma de esta disciplina, cuál es su organización interna, quiénes son sus pioneros y sus autoridades patriarcales, cuáles son sus textos canónicos, sus ideas doxológicas y quiénes son sus figuras ejemplares, sus seguidores, comentadores y nuevas autoridades; intento también explicar cómo el orientalismo adoptó unas ideas «sólidas», unas doctrinas y tendencias que imperaban en la cultura,
y cómo, frecuentemente, se inspiró en ellas. Así, había y hay un Oriente lingüístico, un Oriente freudiano, un Oriente spengleriano, un Oriente darwiniano, un Oriente racista, etc., y por ello, todavía no ha habido un Oriente puro o no condicionado; nunca ha existido una forma no material de orientalismo y mucho menos algo tan inocente como una «idea» de Oriente. En este punto, en esta firme convicción y en sus consecuencias metodológicas subsecuentes, difiero de los eruditos que estudian la historia de las ideas. En efecto, el énfasis, la forma ejecutiva y, sobre todo, la efectividad material de las afirmaciones del discurso orientalista son posibles en unas circunstancias que cualquier historia hermética de las ideas tiende a ignorar completamente. Sin esos énfasis y sin esa efectividad material, el orientalismo sería, simplemente, una idea como cualquier otra, mientras que, por el contrario, es y ha sido mucho más que eso. Por esto, me propongo examinar no solo trabajos eruditos, sino también obras literarias y políticas, artículos periodísticos, libros de viajes, y estudios religiosos y filológicos. En otras palabras, adopto una perspectiva híbrida que, en líneas generales, es histórica y «antropológica», dado que creo que todos los textos tienen vínculos con el mundo y con sus circunstancias de acuerdo a unas condiciones que, por supuesto, varían de un género a otro y de un período histórico a otro.
Todavía creo, al contrario que Michel Foucault, a cuya obra debo mucho, que los escritores individuales influyen de manera determinante en ese cuerpo de textos colectivo y anónimo que constituye una formación discursiva como la orientalista. La unidad que presenta el enorme conjunto de textos que analizo se debe, en parte, al hecho de que con frecuencia se refieren unos a otros: el orientalismo es, después de todo, un sistema constituido por citas de obras y autores. El libro Manners and Customs of the Modern Egyptians, de William Lane, fue leído y citado por hombres tan diferentes como Nerval, Flaubert y Richard Burton. Esta obra era una autoridad que cualquiera que escribiera o pensara sobre Oriente, y no solo sobre Egipto, debía utilizar: cuando Nerval reprodujo párrafos literales de Modern Egyptians, recurrió a la autoridad de Lane para describir escenas campesinas de Siria, pero no de Egipto. La autoridad de Lane y las oportunidades que ofrecía citarlo discriminada o indiscriminadamente estaban allí porque el orientalismo había sido capaz de convertirlo en un texto de referencia. Sin embargo, no se puede comprender esta característica de Lane sin entender las peculiaridades de su texto; esto es válido también para Renan, Sacy, Lamartine, Schlegel y otros escritores influyentes. Foucault cree que, en general, el texto o el autor individual cuentan poco; la experiencia me demuestra que esto no es asi en el caso del orientalismo (quizá en ningún otro caso sea así). De acuerdo con esto, utilizo en mis análisis explicaciones de textos con el fin de revelar la dialéctica entre el texto o el autor individual y la formación colectiva compleja a la que la obra contribuye.
Pero este libro, aunque incluye una amplia selección de escritores, dista mucho de ser una historia completa o una relación general del orientalismo, y soy muy consciente de esta carencia. El discurso orientalista ha podido sobrevivir y funcionar en la sociedad occidental gracias a la riqueza de la red que lo forma: todo lo que yo he hecho es describir algunas partes de esta red en determinados momentos y sugerir la existencia de un todo mucho mayor, detallado, interesante y dotado de personajes, textos y sucesos fascinantes. Me justifico pensando que este libro no es más que el principio, y espero que haya eruditos y críticos que quizá quieran escribir otros. Aún queda por realizar un ensayo general que trate el tema del imperialismo y la cultura; habría que profundizar en el asunto de las conexiones entre el orientalismo y la pedagogía, en el del orientalismo italiano, alemán y suizo, en el de la dinámica que se crea entre los escritos eruditos y los imaginarios y en el de la relación entre los conceptos administrativos y las disciplinas intelectuales. Quizá el objetivo más importante de todos seria estudiar alguna posible alternativa contemporánea al orientalismo, preguntarse cómo se pueden estudiar otras culturas y pueblos desde una perspectiva libertaria, y no represiva o manipulativa. Pero entonces habría que replantearse el complejo problema del conocimiento y el poder. Todos estos son objetivos que he dejado sin completar en este estudio, lo cual no deja de ser embarazoso.
La última observación acerca del método que quiero hacer aqui -aunque quizá resulte algo pretenciosa por mi parte– es que he escrito este estudio pensando en bastantes tipos de lectores. A los que estudian literatura y crítica literaria, el orientalismo les ofrece un ejemplo magnífico de las relaciones entre la sociedad, la historia y la textualidad; además, el papel que Oriente ha desempeñado en la cultura occidental relaciona el orientalismo con la ideología, la política y la lógica del poder, que son materias, en mi opinión, de trascendencia para la comunidad literaria. Pensando en los que hoy día estudian Oriente, desde los eruditos universitarios hasta los artífices de la política, he escrito este libro con dos objetivos: en primer lugar, presentarles su genealogía intelectual de una manera que nunca se había hecho antes; y en segundo, criticar -esperando suscitar nuevas discusiones-las asunciones normalmente incuestionables en las que la mayoría de sus trabajos se fundamenta. El lector que no sea un especialista encontrará en este estudio temas que siempre llaman la atención, todos ellos relacionados no solo con la manera en que Occidente concibe y trata lo Otro, sino también con el papel singularmente importante que ha desempeñado la cultura occidental en lo que Vico llama el mundo de naciones. Finalmente, para los lectores del llamado Tercer Mundo, este estudio pretende ser un paso hacia la comprensión no tanto de la política occidental hacia el mundo no occidental, como de la fuerza del discurso cultural occidental, un discurso que, con demasiada frecuencia, ha sido erróneo, meramente decorativo o «superestructural». Espero haber descrito la formidable estructura de la dominación cultural y haber mostrado, particularmente a los pueblos que fueron colonizados, los peligros y las tentaciones de emplear esa estructura sobre ellos mismos o sobre otros.
Las tres grandes partes y los capítulos más breves en los que está dividido este libro intentan facilitar la exposición lo más posible. La primera parte «El ámbito del orientalismo», perfila a grandes rasgos todos los aspectos del tema, y los analiza en términos de experiencias y tiempo históricos, y en términos de motivos filosóficos y políticos. La segunda parte, «Estructuras y reestructuras del orientalismo», intenta describir el desarrollo del orientalismo moderno de manera cronológica y también a través de la descripción de un conjunto de recursos comunes a las obras de poetas, artistas y eruditos importantes. La tercera parte, «El orientalismo en nuestros días», empieza donde acaba el anterior, más o menos hacia 1870. Este es el periodo de la gran expansión colonial en Oriente que culmina con la Segunda Guerra Mundial. La última sección de la tercera parte muestra cómo la hegemonía pasó de manos británicas y francesas a manos estadounidenses; en él intento, finalmente, resumir las realidades sociales e intelectuales del orientalismo estadounidense de nuestros días.
3. La dimensión personal. En su libro Quademi dal carcere, Gramsci dice: «El punto de partida de cualquier elaboración critica es la toma de conciencia de lo que uno realmente es; es decir, la premisa «conócete a ti mismo» en tanto que producto de un proceso histórico concreto que ha dejado en ti infinidad de huellas sin, a la vez dejar un inventario de ellas». La única traducción inglesa existente termina así, inexplicablemente, el comentario de Gramsci, mientras que, de hecho, el texto en italiano concluye añadiendo: «Por tanto, es un imperativo comenzar por recopilar ese inventario».»
La inversión personal que he hecho en este estudio deriva en gran parte de mi conciencia de ser «oriental» y de haber sido un chico que creció en dos colonias británicas. Toda mi educación en esas colonias (Palestina y Egipto) y en Estados Unidos ha sido occidental y, sin embargo, esa profunda y temprana conciencia ha persistido en mi de muchas formas. Al estudiar el orientalismo he pretendido hacer el inventario de las huellas que ha dejado en mi la cultura cuya dominación ha sido un factor muy poderoso en la vida de todos los orientales. Por eso, me he concentrado en el estudio del Oriente islámico. Si lo que he logrado ha sido el inventario prescrito por Gramsci, no soy yo quien debe juzgarlo, aunque soy consciente de lo importante que es intentar hacerlo. A lo largo de mi trabajo, de la manera más rigurosa y racional que me ha sido posible, he intentado mantener un espíritu critico y emplear los instrumentos de investigación histórica, humanista y cultural de los cuales mi educación me ha hecho un afortunado beneficiario. Nada de esto, a pesar de todo, me ha hecho perder contacto con mi realidad cultural ni con la implicación personal de ser «un oriental».
Las circunstancias históricas que han hecho posible un estudio como este son bastante complejas, y aquí solo puedo mencionarlas de una manera esquemática. Todo aquel que haya residido en Occidente desde los años cincuenta, y en particular en Estados Unidos, habrá vivido una época de extraordinaria turbulencia en las relaciones Este-Oeste. A nadie se le habrá escapado el hecho de que, durante este período, el «Este» siempre ha supuesto un peligro y una amenazan, tanto si se refería al Oriente tradicional como a Rusta. En las universidades, la creación de institutos y programas de estudios de áreas culturales (area studies) ha convertido el estudio erudito de Oriente en una rama de la política nacional. En Estados Unidos, los organismos públicos demuestran un sano interés por Oriente debido a su importancia estratégica y económica y a su tradicional exotismo. El mundo, de pronto, se ha convertido en un lugar muy accesible para el ciudadano occidental que vive en la era de la electrónica y, en consecuencia, también Oriente se ha aproximado a él, y ahora quizá sea menos un mito que una encrucijada de intereses occidentales, especialmente estadounidenses.
Uno de los aspectos que el mundo electrónico posmoderno ha traído consigo es el reforzamiento de los estereotipos a través de los cuales se observa Oriente; la televisión, las películas y todos los recursos de los medios de comunicación han contribuido a que la información utilice moldes cada vez más estandarizados. En lo que se refiere a Oriente, la estandarización y la formación de estereotipos culturales han reforzado el mantenimiento de la demonología del «misterioso Oriente» que en el siglo XIX era dominio del mundo académico y del de la imaginación. Todo esto resulta mucho más evidente si analizamos el modo en que se intenta comprender el Oriente Próximo. Tres factores han contribuido a que cualquier percepción -incluso la más simple-s- de los árabes y del islam se convierta en un asunto muy politizado y casi desagradable: a) la historia de prejuicios populares antiárabes y anti-islámicos en Occidente que se refleja de una manera inmediata en la historia del orientalísmo; b) la lucha entre los árabes y el sionismo israelí y sus efectos en los judíos estadounidenses, en la cultura liberal y en la mayoría de la población; e) la ausencia casi total de una predisposición cultural que posibilite una identificación con los árabes y el islam y una discusión desapasionada sobre ellos. No es necesario decir que, como Oriente Próximo se identifica con la política de las grandes potencias, la economía del petróleo y la dicotomía simplista que califica a Israel de libre y democrático y a los árabes de diabólicos, totalitarios y terroristas, las oportunidades de saber claramente de qué se habla cuando se habla de Oriente Próximo son muy pequeñas, lo que no deja de ser deprimente. Una de las razones que me ha empujado a escribir este libro es mi propia experiencia personal. La vida de un palestino árabe en Occidente, particularmente en Estados Unidos, es descorazonadora. Existe en este país el consenso casi unánime de que políticamente no existe y si se le permite existir es como un estorbo o como un oriental. La red de racismo, de estereotipos culturales, de imperialismo político y de ideología deshumanizada que se cierne sobre el árabe o el musulmán es realmente sólida, y todo palestino ha llegado a sentirla como un castigo que le ha reservado el destino; pero todavía le resulta más duro constatar que en Estados Unidos ninguna persona académicamente comprometida con Oriente Próximo –es decir, ningún orientalísta- se ha identificado jamás, desde un punto de vista cultural y político, sinceramente con los árabes; es verdad que ha habido identificaciones en determinadas áreas, pero nunca han adoptado la forma «aceptable» de la identificación progresista con el sionismo, y todas, también con demasiada frecuencia, han tenido el defecto de estar asociadas a intereses políticos y económicos desacreditados (por ejemplo, los arabistas de las compañías de petróleo y del Departamento de Estado) o a la religión.
El nexo entre conocimiento y poder que crea «al oriental» y que en cierto sentido lo elimina como ser humano para mí no es una cuestión exclusivamente académica, es una cuestión intelectual de una importancia evidente. He podido valerme de mis preocupaciones humanísticas y políticas para analizar y describir una materia muy concreta, el nacimiento, desarrollo y consolidación del orientalismo. Con demasiada frecuencia, se presupone que la literatura y la cultura son inocentes política e históricamente. Yo siempre he creído lo contrario, y este estudio me ha convencido (y espero que les suceda lo mismo a mis colegas literarios) de que la sociedad y la cultura literaria solo se pueden comprender y analizar juntas. Además, y por una lógica casi ineludible, he acabado escribiendo una historia vinculada de manera secreta y misteriosa al antisemitismo occidental. Este antisemitismo y el orientalismo en su rama islámica se parecen mucho; esto es «una verdad histórica, cultural y política con una ironía implícita que cualquier palestino captará inmediatamente. Pero también me gustaría haber contribuido a mejorar el conocimiento del modo en que la dominación cultural ha actuado. Si esto fomenta un nuevo tipo de relación con Oriente —de hecho, si elimina «Oriente» y «Occidente» totalmente-, habremos avanzado algo en el proceso de lo que Raymond Williams ha llamado el «desaprehendimiento del espíritu inherente de dominación».»
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