Por André Tunes
Una Crítica al Socialismo Liberal y a la izquierda
Introducción
Qué sucede cuando la política pierde el disfraz y muestra que la derecha y la izquierda son solo dos lados del mismo engranaje? Este ensayo comienza donde termina el discurso progresista: en la constatación de que el humanismo liberal es la ideología más exitosa de la historia, precisamente porque ha hecho que el poder parezca un deber moral.
Aquí, no hay reverencia por la democracia, ni paciencia para la izquierda que se comporta como catequista del Estado. El análisis es despiadado: el llamado «socialismo contemporáneo» no es una alternativa, sino el suplemento ético del capitalismo. Una pastoral secular que enseña a amar las esposas, siempre que se redistribuyan con empatía y hashtags.
El texto desmonta la farsa de las instituciones y la fe ciega en la centralidad. Expone el vicio de la autoridad como enfermedad cultural: esta necesidad infantil de un centro, de un jefe, de un mediador metafísico. Muestra que el humanismo no liberó a nadie: sólo sustituyó a Dios por el ciudadano, el altar por la urna y el confesionario por la Constitución.
La crítica es directa y corrosiva: la izquierda cambió la revolución por la gestión, la lucha por la pauta, y el comunismo por la pedagogía moral del Estado. Las » conquistas civilizatorias «se describen como el golpe maestro del capital, legalizaron la miseria, registraron al trabajador y bautizaron la servidumbre como»empleo». El resultado es la perfecta simbiosis entre necesidad y control.
Entre sarcasmo y lucidez, el ensayo rescata el verdadero sentido de la anarquía: no el caos, sino la expresión genuina del orden sin coerción y de la libertad como desarrollo pleno de la vida. La anarquía no espera el mañana-lo construye ahora, por fuera de la moral del progreso y de la liturgia del poder.
«Ni izquierda ni derecha» es una autopsia del humanismo liberal y de la izquierda, pero también una celebración de lo que sobrevive a toda domesticación: la vida libre, impredecible, autoorganizada. Un ensayo que no pide reforma, sino indiferencia. Que no promete futuro, sino el presente vivido sin supervisión.
Y si hay algo que deja en claro, es esto: la política no muere cuando cae el Estado, muere cuando dejamos de creer que lo necesitamos para existir.
El Humanismo como lenguaje Universal del Poder
Lo que llamamos «modernidad política» es, en esencia, la victoria del humanismo liberal sobre todas las formas anteriores de trascendencia. El hombre reemplazó a Dios, pero el altar permaneció igual. La racionalidad se convirtió en dogma, y la libertad en un ritual cívico de sumisión moral. Todo orden contemporáneo, desde la derecha moralista hasta la izquierda social, habla el lenguaje del humanismo secular: una gramática que promete emancipación mientras reorganiza el dominio. El individuo se ha convertido en la medida de todas las cosas, y el estado en su mediador metafísico. La política moderna no ha liberado al hombre, solo lo ha traducido a una nueva forma de obediencia.
La derecha abraza este lenguaje por la vía de la propiedad y la Autoridad. La izquierda, por la vía de la igualdad y la solidaridad. Pero ambas comparten el mismo campo semántico: el hombre racional, productivo y moralmente justificable. La diferencia es estética, no ontológica. El conservador quiere preservar al sujeto burgués. El progresista quiere democratizarlo. Ninguno cuestiona el concepto mismo de sujeto. Es esta continuidad invisible la que hace de la modernidad un sistema cerrado, una moral que se disfraza de ciencia, una fe que se llama razón.
El humanismo liberal opera como tecnología simbólica de control. No manda por coerción directa, sino por persuasión ética. Enseña que la libertad consiste en actuar de acuerdo con la ley y que la dignidad está en cumplir deberes antes de exigir derechos. La izquierda heredó esa moral y la transformó en causa social. Su rebelión es un sermón, su crítica, un catecismo.
Y así, lo que llamamos «emancipación» es en realidad la administración racional de la servidumbre. El humanismo secular-liberal no destruyó el poder, lo refinó. Lo hizo invisible, discursivo y voluntario. Cuando la izquierda lo adopta como base moral, el socialismo deja de ser ruptura y se convierte sólo en un suplemento de humanidad para el capitalismo. La verdadera liberación exige romper con el hombre, no celebrarlo.
Toda forma de poder comienza con el discurso. Antes de dominar cuerpos, hay que dominar el modo de decir, de nombrar, de enunciar la realidad. El liberalismo comprendió esto con una precisión casi litúrgica. Por eso, no gobierna sólo con leyes, sino con palabras que suenan benevolentes: libertad, justicia, dignidad, progreso. La izquierda, al rebelarse contra el poder, adoptó exactamente ese vocabulario, creyendo que el simple acto de subvertir el sentido ya sería suficiente para liberar el lenguaje. Pero el problema no es el contenido de las palabras, sino su forma, su uso ritualizado. Toda retórica de virtud nace para legitimar el poder que la pronuncia.
La política moderna es, en este sentido, un teatro de persuasión. El discurso reemplaza el gesto, el verbo reemplaza la acción. La izquierda radical habla de ruptura, pero escribe manifiestos. Clama por revolución, pero negocia el tono, las palabras, el marco moral de lo que es aceptable. El lenguaje se convierte en campo de batalla, pero el enemigo ya ha elegido el terreno. El poder no teme ser criticado, teme ser silenciado.
Es curioso observar cómo el discurso progresista reproduce la retórica liberal de la legitimidad. Cada palabra es medida, cada afirmación debe sonar humana, justa, civilizada. La revuelta debe tener buena gramática y sensibilidad ética. La retórica de la virtud sustituye a la voluntad de conflicto. Ser razonable se ha convertido en sinónimo de ser moral. La política se transformó en catecismo de buenos modales.
Pero el discurso no libera. Encierra el pensamiento en el marco de lo que se puede decir. El radicalismo moral es la censura más eficaz: hace creer al sujeto que está siendo justo mientras sólo reproduce la gramática del opresor. Las palabras «libertad» e «Igualdad» se han convertido en amuletos, invocaciones mágicas de un mundo que nunca llega.
El poder habita en el modo de hablar. Por lo tanto, sobrevive a las revoluciones. Cambia el tono, cambia el uniforme, cambia la bandera, pero conserva la misma sintaxis. La izquierda que habla como el Estado, piensa como el Estado.
Y al tratar de vencer al capital con palabras, se convierte en el eco de su propia derrota. El lenguaje de la virtud es la retórica de la obediencia. No hay ruptura posible dentro del discurso que legitima el poder que se pretende destruir.
La palabra «revolución» se convirtió en marca registrada. Sirve para vender libros, elegir partidos y justificar programas de gobierno. El discurso de la liberación fue domesticado, desinfectado y devuelto al mercado como mercancía ideológica. Se habla de cambiar el mundo, pero siempre de modo que el mundo siga funcionando.
El humanismo secular-liberal enseña el arte de persuadir sin parecer dominar. La izquierda ha aprendido bien. El problema es que, al repetir la retórica de la virtud, ha olvidado que la verdadera revolución no habla, expropia.
El Apoliticismo del sentido común y la falsificación de la neutralidad
El discurso apolítico es el espejo deformado de la política. Surge como reacción a la saturación de los discursos institucionales, pero no rompe con ellos. Cuando el sentido común dice «ni izquierda ni derecha», no está rechazando el sistema, está confesando el cansancio dentro de él. Es una negación sin superación, una crítica sin alternativa. Lo apolítico no destruye el poder, solo lo enmascara con indiferencia.
La mayoría de los que se declaran «ni de izquierda ni de derecha» creen que están siendo independientes. De hecho, solo se hace eco del discurso liberal en su forma más pura: el individuo como unidad autónoma, el mercado como árbitro natural y el estado como mal necesario. El apoliticismo es el liberalismo despolitizado. Su neutralidad es solo la estética de la obediencia.
Este tipo de discurso nace de la frustración con la clase política, pero jamás cuestiona al capitalismo. Critica a los políticos, pero idolatra al mercado. Rechaza a los partidos, pero ama a los empresarios. Aborrece el estado ineficiente, pero clama por la policía y la propiedad. Es el discurso de la insatisfacción domesticada, el grito que refuerza las rejillas que lo oprimen.
Lo apolítico es conservador por conveniencia. Se dice cansado de la política, pero no de la desigualdad que mantiene. No quiere revolución, quiere estabilidad. No quiere transformación, quiere comodidad. Su crítica no es social, es psicológica: quiere sentirse lúcido en medio del caos, no provocar el colapso que liberaría la vida.
Por eso, el apoliticismo es funcional al sistema. Neutraliza el deseo de ruptura y lo convierte en desconfianza. Enseña que toda lucha es inútil, que toda ideología es mentira, que toda revolución es manipulación. Y así, el poder se perpetúa, ahora no por creencia, sino por escepticismo. La apatía es el más estable de los regímenes.
La anarquía, al afirmar que no es de izquierda ni de derecha, rompe con ese equívoco. No es apolítica, es antipolítica. No busca la neutralidad, busca la destrucción de las jerarquías. Su negación de la política es ontológica, no emocional. Ella no huye del conflicto, lo organiza. No se desinteresa de la sociedad, la reconstruye por fuera del Estado y del mercado.
Mientras el apolítico defiende la estabilidad del capital, el anarquista construye la inestabilidad de la libertad. El primero teme el colapso, el segundo lo prepara. El primero se refugia en la moral del trabajo y de la propiedad, el segundo las disuelve en la cooperación y en la autogestión. Son polos opuestos, aunque usan la misma frase.
Cuando la anarquía dice «ni izquierda ni derecha», no está buscando un centro, sino abriendo un abismo. Es el gesto de quien ya no quiere administrar el poder, sino extinguirlo. El apolítico del sentido común Huye de la política para no pensar. El anarquismo Huye de la política para finalmente vivir.
La mayor victoria del capital no fue explotar al trabajador, sino legalizarlo. El día en que el proletario se convirtió en «sujeto de Derecho» fue el día en que perdió su potencia revolucionaria. El contrato sustituyó a la insurrección. El salario, la expropiación. El sindicato, la comuna. La clase trabajadora, al ser reconocida jurídicamente, dejó de ser fuerza de negación y se convirtió en pieza de engranaje. La ley transformó la lucha en profesión, y la revuelta en función pública. La justicia del trabajo es el cementerio de la lucha de clases, porque traduce la miseria en lenguaje jurídico y la resistencia en procedimiento administrativo.
La izquierda lo llama conquista civilizatoria. Pero toda civilización es también una forma de domesticación. La legalización de la clase obrera fue la metamorfosis más sofisticada del poder: el enemigo fue encarnado, reconocido y domesticado. A partir de ahí, cada huelga es un pedido de reajuste, cada protesta es una pauta protocolada, cada líder es un mediador. La revolución se convirtió en una forma.
El socialismo no nació como discurso institucional, sino como acción directa económica. Su fundamento es antipolítico, porque no busca representación, sino expropiación. La lucha socialista no quiere beneficios, quiere abolición. A corto plazo, expropia los medios de producción; en el mismo acto expropiatorio, suprime la clase expropiadora. Y al organizar los medios expropiados dentro de nuevas formas de producción, relación y distribución comunista, instaura la transición inmanente hacia el comunismo – no como etapa, sino como gesto.
Lo que antecede al comunismo no es el Estado proletario, sino la organización autónoma de base: el campesinado y el obrero constituyéndose como comunismo en acto. Es el comunismo inmanente, vivido en la reproducción misma de la vida, y no un proyecto a ser administrado por vanguardias. El socialismo, como acción directa, es el momento en que la economía deja de ser campo de control y se convierte en expresión de la libertad material. Es el instante en que la producción se vuelve ética y la necesidad deja de ser instrumento de coerción.
Mientras que el liberalismo promete libertad dentro de la ley, el socialismo rompe con la idea misma de la ley. No quiere un Estado que proteja al trabajador, sino el fin del Estado que lo define como tal. La expropiación es el único gesto verdaderamente revolucionario porque niega la mediación: destruye el poder en el punto donde se ancla: la propiedad.
La izquierda, en cambio, busca conciliar lo irreconciliable. Quiere un capitalismo más humano, una explotación más justa, una miseria con derechos. Y en eso radica su fracaso histórico: confunde reconocimiento con emancipación.
La legalización de la clase fue la anestesia de la historia. La revolución murió en la oficina de registro, registrada bajo el nombre de «ciudadanía». El socialismo sólo resucitará cuando el trabajador rechace la tutela jurídica y reencuentre en la expropiación su forma más pura de libertad.
A la izquierda le encanta hablar de»logros inmediatos». Pero cada logro es una jaula dorada. El capital es maestro en legalizar la resistencia. Transformó el conflicto en categoría jurídica y la explotación en contrato. La clase obrera no fue liberada, fue registrada. Recibió un número, un derecho y una celda regulada.
La legalización de la clase obrera fue el triunfo estratégico del capital. Le dio a la miseria un nombre Noble – «trabajo»–, y a la servidumbre un marco moral – «ciudadanía». Desde entonces, luchar por los salarios se ha vuelto más respetable que abolir el salario. La lucha por la seguridad social sustituyó a la lucha por la expropiación. El progreso se ha convertido en sinónimo de concesión.
Pero el socialismo no se trata de mejorar las condiciones de la prisión; se trata de fundar el mundo fuera de ella. La negativa a disputar el Estado no es omisión política, sino negación ontológica de la mediación. El anarquismo comprende que el poder sólo existe mientras se cree en la necesidad de él.
Por eso, el anarquismo es el despertar más radical: el poder muere cuando la fe en la tutela termina. El fin del Estado no es un evento, es un hábito. Cuando los hombres dejan de pedir permiso para existir, todo el edificio se derrumba. La anarquía no es la ausencia de organización, es la organización que ya no necesita ser mandada.
El anarquismo no es de izquierda ni de derecha. Él es lo que queda cuando ambas direcciones se revelan caminos circulares dentro del mismo laberinto. La izquierda quiere reformar el poder, la derecha quiere heredarlo. El anarquismo quiere disolverlo. Su naturaleza es antipolítica porque rechaza el juego de la representación. Rechaza el voto, la jerarquía, el gobierno, la fe y el altar.
El anarquismo es el ateísmo de la política. Niega no solo al estado, sino también al Dios invisible de la moral democrática. Rechaza tanto la metafísica del mercado como la del bien común. Su ética es inmanente, no trascendente. Su organización no es vertical, es rizomática: crece por los lados, se conecta, contagia, se expande.
Por lo tanto, no puede reducirse al espectro político. Es movimiento social, práctica viva de autogestión y solidaridad. No espera La anarquía como un futuro lejano: la construye en el presente, en las brechas del sistema, en los colectivos, en las comunas, en los lazos de apoyo mutuo. La anarquía no es una utopía; es un proceso de negación continua de la dominación.
Su fuerza radica en la creación de redes interconectadas y federadas, tanto locales como internacionales. Cada núcleo es autónomo, pero solidario. Cada territorio es independiente, pero articulado. La revolución no necesita fronteras – se hace en la propia coordinación entre iguales.
El anarquismo es también antiteísta porque rechaza cualquier trascendencia-divina, política o ideológica. Ninguna autoridad es natural. Ningún poder es inevitable. La anarquía es la incredulidad total en la necesidad de obediencia.
La derecha, al secuestrar el término «libertario», cometió una parodia grotesca. Transformó la libertad en mercancía y la anarquía en eslogan. Su «rebeldía» es una caricatura de autonomía: predica contra el Estado mientras idolatra el mercado, repite la moral religiosa y defiende la propiedad.
Este secuestro, sin embargo, también sirve a la izquierda. Ella usa el espantapájaros del» anarcocapitalismo » para reforzar su propia legitimidad moral. Al denunciar el falso libertario, se reafirma como la guardiana del verdadero humanismo – el mismo que sostiene el estado y el capital.
La izquierda construyó su discurso para legitimar el humanismo liberal como forma política del socialismo. Por eso ve en el Estado de bienestar nórdico un ejemplo de «socialismo», porque ajusta la explotación, no la destruye. Es el capitalismo de rostro humano, el mismo que el liberalismo siempre quiso.
La socialdemocracia, después de todo, es solo el humanismo liberal de traje. Su función histórica fue transformar el comunismo en Asistencia, La revolución en previsión y la libertad en bien de consumo. El anarquismo, por su parte, quiere algo mucho más simple y mucho más radical: la anarquía aquí y ahora.
La Moral Democrática como religión Secular
La democracia es el mito más exitoso del mundo moderno. Sustituyó a Dios por voluntad popular, la Biblia por Constitución y el altar por la urna. La fe permaneció, solo cambió de vocabulario. El ciudadano se convirtió en el nuevo creyente, y votar, el nuevo sacramento. El poder descubrió cómo perpetuarse mediante la devoción, y la izquierda descubrió cómo adorar sin parecer arrodillarse.
La moral democrática enseña que toda decisión debe nacer del consenso. Pero el consenso es lo opuesto a la libertad. No es un acuerdo, es una abdicación. Es el silencio disfrazado de armonía. El sistema lo sabe, por lo que ama la retórica del diálogo. Cuanto más se habla, menos se hace. La política se ha convertido en liturgia verbal – un culto a la buena convivencia que elimina el conflicto como si fuera pecado.
El humanismo liberal, bajo la forma democrática, es la religión de la moderación. Todo lo que es radical está etiquetado como bárbaro. Todo lo que es subversivo, de irracional. La izquierda moderna repite este credo con fervor: teme el descontrol, idolatra el equilibrio. Su virtud es su impotencia.
La democracia promete igualdad, pero exige obediencia. La promesa de voz es solo el disfraz del control. Nadie gobierna en nombre del pueblo, se gobierna en nombre de lo que el pueblo debe ser. El estado es el sacerdote de esta religión civil, y su liturgia es el procedimiento.
La izquierda radical, que podría romper este ciclo, a menudo se deja seducir por el moralismo democrático. Sueña con revoluciones que caben en asambleas y con rebeldías que piden autorización. Su pureza es su cárcel.
La moral democrática condena la insurrección como herejía. Todo rechazo es pecado, toda violencia es blasfemia. El único delito es no creer en la forma política.
Y así, bajo el disfraz de la libertad, el mundo se arrodilla ante su propio orden. La democracia no venció por la fuerza, sino por la catequesis. Se convirtió en el nuevo cristianismo de la razón. Y la izquierda, sin darse cuenta, se convirtió en su clero.
Cada vez que el poder se ve amenazado, cambia de nombre. Donde antes se hablaba de rey, se hablaba de pueblo. Donde antes se clamaba soberanía divina, se habla voluntad popular. La izquierda, especialmente la que se dice revolucionaria, heredó esa lógica sin darse cuenta. Transformó al» pueblo » en entidad metafísica, una especie de divinidad colectiva que legitima cualquier decisión. Invocar al pueblo se ha convertido en la nueva forma de invocar a Dios.
El discurso de la izquierda radical está lleno de esta idolatría: «en nombre del pueblo», «por el pueblo», «con el pueblo», «poder popular». Pero quien es este pueblo? Nadie lo sabe. El pueblo es una ficción unificadora, un cuerpo imaginario utilizado para disolver las diferencias y construir una voluntad homogénea. Es el mito que justifica el poder al mismo tiempo que lo oculta. Ninguna estructura centralizada sobrevive sin un» todo » simbólico que pueda representar.
Al apropiarse de esta idea, la izquierda reintroduce el nacionalismo dentro de la revolución. Crea el «patriotismo de clase», la devoción por la masa, la adoración por la totalidad. Esta retórica es peligrosa, porque transforma el comunismo en religión cívica y la insurrección en Moral de pertenencia. El «pueblo» pasa a ser una categoría disciplinaria, y no libertaria.
Esta tentación de la homogeneización es el espejo del Estado. Donde el Estado habla de Nación, la izquierda habla de colectivo. Donde el estado habla de orden, la izquierda habla de Centralismo y Democracia. La diferencia es de vocabulario, no de estructura. La misma obsesión por la centralidad, por la pureza, por la homogeneización – todo aquello que el pensamiento libertario siempre ha combatido.
La revolución no es un pueblo en marcha, sino una multiplicidad en ruptura. No es comunión, es descomposición. Cada comuna, cada colectivo, cada célula productiva es una forma autónoma de insurgencia, no un fragmento de una totalidad sagrada. El socialismo que busca el centralismo antes que la libertad construye la tumba de la revolución misma.
La izquierda se equivoca al buscar legitimidad en el mito del pueblo. El pueblo no existe antes de la revolución, nace de la expropiación, no de la identidad. Crear el «pueblo» es el acto de fundar el poder; disolverlo es el gesto de liberar.
Todo centralismo que precede a la autonomía es solo un nuevo tipo de sumisión. El socialismo, por el contrario, es el reconocimiento de la pluralidad radical de la existencia. Ninguna revolución que invoque al pueblo sobrevivirá a su propio triunfo, porque el pueblo, en el fondo, siempre ha sido el disfraz del soberano.
El error más persistente de la izquierda – incluso de la que se proclama anarquista – es creer que el poder es algo que se conquista. Que hay un centro, una instancia, una estructura que basta con ser tomada para que el mundo cambie. Pero el poder no es un objeto. Es un proceso. Se recrea en el acto de ser ejercido. Y por eso, cada vez que alguien intenta dominarlo, termina siendo dominado por la forma de dominación que intenta manipular. El poder no se toma, se disuelve.
La izquierda vive de esa ilusión, transformando la revolución en programa electoral. Pero el error de la izquierda radical es lo opuesto: creer que basta esperar el colapso del sistema, la erupción espontánea de la conciencia colectiva, el levantamiento milagroso de las masas. Ninguno de estos eventos vendrá. La historia no tiene fecha. El espontaneísmo es el disfraz romántico de la inercia. La espera es el más efectivo de los mecanismos de control.
El socialismo, como acción revolucionaria, no es un ideal político, sino un método organizativo antipolítico. Nace de la práctica económica de la expropiación, no de la moral, no de la retórica, no del consenso. La revolución no se anuncia, se construye en las fisuras cotidianas de la producción y de la reproducción de la vida. Cada comuna autónoma, cada red de trabajadores y campesinos que se organiza fuera de la lógica estatal y mercantil, es ya la preforma del comunismo. La revolución no es un evento, es un proceso acumulativo de autogestión.
Por eso el socialismo es indirecto: no busca el poder, busca su irrelevancia. Él no quiere tomar el Estado, quiere hacerlo innecesario. Pero esta necesidad no nace del azar; nace de un trabajo paciente, estructurado, colectivo y material. El socialismo no espera el colapso, lo provoca: socava el sistema desde adentro, expropiando, reorganizando, creando nuevas formas de vida. Esa es la verdadera acción revolucionaria: no el discurso, sino la construcción subterránea de la autonomía.
El poder es un flujo que se legitima por la creencia en su inevitabilidad. El liberalismo y la izquierda comparten este fetiche: ambos creen que el poder puede ser administrado. Pero no hay poder manejable, solo poder reproducido. El socialismo, por su parte, entiende que el poder debe ser deshecho. Y esto no se hace con palabras, sino con organización. La autogestión es el arte de destruir el poder creando otras formas de coordinación que no dependen de él.
La izquierda que espera el momento ideal ya ha perdido. La revolución no es una llegada, es una práctica continua de negación. Mientras el reformismo escribe proyectos y el anarquismo ingenuo espera epifanías, el capital organiza el mundo. El socialismo sólo existe cuando hace lo mismo: organiza la desobediencia. No hay espontaneidad libertaria sin estructura libertaria. La revolución es lo opuesto a la fe, es método, persistencia y rechazo del aplazamiento. El poder solo muere cuando termina la espera.
Hay un mito que atraviesa toda la izquierda: el de que la revolución necesita del progreso, y el progreso necesita del Estado. Esta lógica deformada nació de la creencia de que el desarrollo de las fuerzas productivas es el motor de la liberación. Como si la libertad fuera un subproducto de la técnica, y la igualdad una consecuencia natural de la abundancia. Pero la máquina nunca libera, solo cambia de dueño.
El comunismo no será fruto del desarrollo, sino de la interrupción. La revolución no es el punto final de la evolución histórica, es el colapso deliberado de su dirección. La obsesión productivista que todavía contamina a la izquierda es herencia directa de la racionalidad burguesa. Ella cree que el crecimiento es emancipador, cuando en realidad es solo una forma más eficiente de explotación.
Decir que el comunismo necesita ser global «de un día para otro» es repetir la lógica centralizadora que él debería negar. La revolución no es un evento universal, sino una multitud de negaciones locales. Es el florecimiento simultáneo de autonomías que se coordinan sin fusionarse. La libertad no necesita uniformidad, necesita contagio.
La idea de que se necesita un Estado para defender la revolución es la más antigua de las trampas. Es el argumento que convierte a cada libertador en tirano. La historia ya ha demostrado que toda dictadura del proletariado termina dictando contra la revolución. El poder, aun cuando nace en nombre de la justicia, se alimenta de la obediencia.
La defensa armada de la revolución no necesita de Estado, sino de organización social. Un pueblo libre no necesita un ejército, porque la comunidad misma es su defensa, y la historia demuestra su eficacia. Las milicias libertarias de la revolución española y el Ejército Insurgente de la Makhnovitchina, por ejemplo, demostraron que la fuerza reside en la autogestión y en la subordinación de los comandos militares a los comités de base y a los congresos de campesinos. Lo que falló en Ucrania y en España no fue la capacidad de combate de la organización libre, sino su posterior traición y estatización, confirmando que la revolución muere en el instante en que entrega sus armas y su autonomía al poder central. La autogestión es también autodefensa. No hay necesidad de cuarteles cuando hay comunas. No hay generales cuando hay solidaridad.
La dictadura del proletariado es la negación práctica del comunismo. Mantiene intacta la estructura jerárquica y la concentración decisoria, solo cambia el vocabulario. Sustituye al burgués por el comisario, el beneficio por el deber, la propiedad por el control burocrático. La opresión solo cambia de bandera.
El error es pensar que la libertad necesita tutela. Ninguna revolución necesita ser guardada de sí misma. Lo que necesita ser protegido es el proceso de desobediencia, y eso sólo se hace manteniendo el poder disperso, nunca centralizado. La viabilidad de este proceso no es un salto al vacío, sino la consecuencia de la organización programática prerrevolucionaria. La «interrupción» es posible porque el poder ya está siendo reemplazado y socavado por estructuras paralelas construidas por la acción específica de los militantes y la capacidad social de autogestión, como fue el caso de la CNT en España, que permitió la socialización inmediata de la vida.
La idea de Transición estatal es el sueño de toda autoridad: morir lentamente, para nunca desaparecer. Pero la revolución es muerte instantánea – del poder, de la jerarquía, de la representación.
El comunismo no vendrá cuando el Estado sea perfeccionado, sino cuando sea olvidado. No cuando se planifica la economía, sino cuando la vida es desobediente. El futuro no es una línea a seguir, es una interrupción permanente.
El vicio de la autoridad y la gran Mentira de la incapacidad
El poder rara vez se impone por la fuerza bruta; su triunfo más sutil es el de la pedagogía. La autoridad no solo manda – sino que educa para la sumisión. Desde una edad temprana, aprendimos a temer el vacío y a desear el centro. Por eso, toda crítica al anarquismo revela, antes que cualquier refutación racional, una confesión moral: el miedo a la libertad total. Cuando el pensamiento libertario afirma que no quiere reemplazar el poder, sino disolverlo, la primera reacción de la mente domesticada es el asombro. «Pero quién coordinará?», preguntan, como quien teme el colapso de la gravedad. Esta pregunta no es inocente: es el eco más antiguo de la ideología del dominio.
El mayor invento del humanismo liberal no fue la Declaración de derechos, sino la doctrina de la incapacidad. Ella enseñó que el individuo sólo es libre si es vigilado, que la sociedad sólo es posible si es tutelada, y que el pueblo sólo tiene voluntad si es representado. Es la moraleja de la minoría de edad: nadie puede existir sin un mediador. Así, el poder convierte la obediencia en virtud y la autonomía en Amenaza. La creencia en la incapacidad colectiva es el cimiento del Estado.
La crítica que viene de la derecha, que idolatra al mercado, o de la izquierda, que santifica al Estado, es siempre la misma. Ambos parten de la fe en la incapacidad. El liberal teme al caos económico; el marxista teme al caos social. Ambos proyectan en el anarquismo la imagen de un desorden que sólo existe en la cabeza de los domesticados. Lo que llaman caos es sólo el nombre que el orden da a la libertad.
El centralismo no es una herramienta técnica, es una patología cultural. Es la traducción política del miedo a la autonomía. La centralidad es el vicio más antiguo de la especie: creer que el mundo necesita un trono. Desde las religiones hasta los partidos, el deseo por el centro es el mismo. Cuando el ciudadano pregunta quién guiará la revolución, no busca eficiencia; busca fe. Quiere un profeta para reemplazar al patrón.
La coherencia jerárquica que exalta el poder es en realidad lo opuesto a la vitalidad. La homogeneidad es el cadáver de la multiplicidad. El socialismo no quiere la coherencia de la máquina, sino la armonía del organismo. Propone un orden vivo, rizomático y federado, en el que cada núcleo es autónomo pero solidario. No hay cuartel general de la libertad, hay redes vivas que se autoajustan.
El riesgo del caos es solo el lenguaje de los que temen la libertad. El poder teme a la organización que no lo incluye. Él sólo llama desorden a aquello que escapa a su mando. Por eso, toda verdadera coordinación libre: comunas, cooperativas, federaciones -, es tratada como amenaza, y no como progreso.
La estructura libertaria no es una utopía romántica. Es un método disipativo, vivo y productivo. Un proceso donde la energía social se distribuye, circula y se reorganiza sin necesidad de mando. Es el trabajo paciente y consciente de crear en el presente las formas de vida del futuro – no como promesa, sino como práctica cotidiana. Cada taller autónomo, cada red de producción comunitaria, cada grupo que integra el saber manual al intelectual rompe con la división que sustenta el poder. La técnica deja de ser instrumento de dominación y se convierte en medio de comunión.
Lo que surge de este proceso no es el caos, sino la autoorganización. La fábrica descentralizada, el campo cooperativo y el taller comunitario se convierten en el cuerpo vivo de la anarquía, donde el trabajo se reconcilia con el placer y la producción deja de significar alienación. Es la economía reencontrando el suelo, el conocimiento reencontrando la utilidad, y el ser humano reencontrando la propia capacidad creadora sin mediación estatal o mercantil.
El método libertario es disipativo porque rechaza la acumulación: redistribuye la energía, el saber y el poder. No se centra, se expande. No impone, propaga. Es la física de la libertad aplicada a la organización social. Por eso, el centralismo es sólo redundancia para quien ha aprendido a vivir sin muletas: el orden verdadero no nace de la obediencia, sino del equilibrio dinámico entre autonomía y solidaridad.
Más allá de la Política y el hombre
La política nació del miedo a la libertad. Se creó para contener la espontaneidad de la vida, para domesticar el conflicto y organizar la obediencia. El humanismo liberal solo refinó este proceso, revistiéndolo de ética, razón y virtud. La izquierda, al tratar de corregir la injusticia, solo heredó el lenguaje de la Autoridad.
El socialismo comienza donde termina la política. No busca gobernar mejor, sino abolir el acto mismo de gobernar. Su objetivo no es conquistar el Estado, sino inutilizarlo. El poder no se reforma, se deshace. Y la única revolución verdadera es aquella que no quiere durar.
La anarquía es el punto donde la revuelta se convierte en construcción. Transforma el vacío dejado por la caída del poder en un campo fértil para nuevas formas de vida. La antipolítica no es ausencia, es presencia viva de la autogestión, de la solidaridad y de la coordinación libre. El orden no necesita ser impuesto cuando nace de la propia necesidad común.
Por eso, la anarquía es la expresión genuina del orden y de la libertad. Orden sin coerción, porque nace de la armonía natural entre voluntades libres. Libertad como el libre desarrollo de la vida en toda su plenitud, como expansión ética y creadora del ser. Es la moral del impulso vital, donde el bien no es mandamiento, sino potencia. La anarquía no es la negación del orden, sino su purificación, la restitución de la espontaneidad a la organización.
Ir más allá de la política es también romper con la categoría artificial de «hombre». El» hombre » – esta invención moral del humanismo – es la máscara racional y productiva de la obediencia. El humanismo no describe la naturaleza humana, describe al Ciudadano útil: aquel que trabaja, paga y cree. Pero la libertad no cabe en ese molde estático. No niega la esencia; revela que toda esencia es movimiento. El ser no es dado, es proceso. La vida no tiene naturaleza fija, pero dinámica nace, se expande y se reinventa.
Rechazar al» hombre » es, por tanto, recuperar al humano como potencia, no como categoría. Es liberar la experiencia viva de la prisión conceptual que el Estado y la moral han construido. Es afirmar que la esencia existe, pero pulsa: que se realiza en la relación, en la creación y en la reciprocidad. La vida es el campo de acción; el humanismo es la jaula que intenta domesticarla.
La anarquía no está hecha para el hombre, está hecha para la vida. Para todo lo que el poder intentó enmarcar, disciplinar y domesticar. Pero la vida, en su expansión, no es ausencia de forma: es la fuente misma de toda ética real. El orden espontáneo que emerge de la solidaridad, de la interdependencia y de la necesidad mutua. La anarquía es el retorno de esa vitalidad social reprimida, el múltiple que coopera, no el caos que dispersa.
No se trata de negar la moral, sino de liberarla de la tutela de la ley y de la economía. La moralidad auténtica no nace de códigos, sino de las relaciones vivas entre seres que se reconocen unos a otros como parte de un mismo campo de existencia. Es lo contrario del hedonismo, ya que no busca placer, sino comunión. Lo que la anarquía rechaza es el moralismo, esa estructura que convierte la ética en mecanismo de control.
Mientras que el humanismo promete la dignidad, la anarquía ofrece el riesgo. La dignidad es la forma moral de la sumisión: pide Reconocimiento, No libertad. El riesgo, por el contrario, es la forma natural de la autonomía es el coraje de existir sin garantías, de vivir fuera de la tutela. Mientras la izquierda busca justicia, el anarquismo busca autonomía. La primera quiere corregir el sistema; el segundo quiere disolverlo. La diferencia es decisiva: la justicia aún parte de la autoridad, la autonomía la dispensa.
La anarquía no se contenta con ajustar el mundo, lo devuelve a su propia potencia. Liberar al mundo no es mejorarlo, es devolverle la capacidad de nacer a cada instante. La utopía no es el lugar inalcanzable del sueño, sino el gesto concreto de vivir fuera de las ataduras del Leviatán. Es el arte de hacer posible lo que el poder llama imposible, y de llamar imposible todo lo que el poder declara necesario.
El Anarquismo es el comunismo despojado de catecismo. Es el ateísmo aplicado a la política. La abolición de toda fe en la Autoridad, de toda creencia en el progreso y de toda esperanza en los gobiernos.
Al final, no quedará ni el hombre ni el Estado. Solo la vida: múltiple, rebelde, autoorganizada, palpitante fuera de la historia. Y tal vez sea ahí, en el instante en que la humanidad desaparece como categoría, que por primera vez el mundo se volverá realmente humano.
Traducción al español: la conjuración sagrada.
Extraído: Centro de Análise Anarco-Comunista. Estudos autônomo da doutrina libertária.