No habrá derecho. La ley vista de revés. Christian Ferrer.

Texto que se encuentra en la Revista No hay Derecho número 1, 1990.

 

Cabría sospechar que la Ley puede ser analizada de modo más pertinente a partir de las acciones y lenguajes de aquellos que la impugnan radicalmente que la de aquellos que la inventa y sostienen. El Déspota, la Asamblea Constituyente, las Revolución, los Textos Sagrados, los Pactos Fundacionales, la Costumbre: son acontecimientos o tradiciones que fundamentan sistemas de pensamiento, lenguajes, reglas, pero a la hora de imaginar una sociedad libre resultan más significativas las rupturas epistemologías, los argots, y las excepciones. Pues es bien sabido que una excepción quizá no haga sucumbir la regla,  pero aún no queda claro por qué la excepción confirmaría la regla. Propongamos entonces a la disidencia -en el orden político, estético y conductal -como una modalidad de forjar valores que se opone y complementa a la Ley.

 

Leviathan cobija en su seno a jacobinos y girondinos, – y también aún más gratamente, a los jacondinos-, a liberales y totalitarios, a fascistas y monárquicos, a postkeyneasianos y neohayeckianos, a tantos ismos…, pero Leviathan repudia como temible aberración moral a ciertas figuras de la conducta humana que se vuelven imposibles de traducir a masa: egoístas, solitarios, amorales, místicos, hackers, aristócratas. Pues el Estado sabe que su enemigo más peligroso no es el terrorista o el grupo minoritario que aspira a ser totalidad sino el hombre natural, aquél que considera que la mayoría estadística no es capaz de fundar derecho, y que solamente la acción individual puede hacerlo. Ello quiere decir que tampoco las minorías -esclarecidas, ghetticas o electoralmente poco significativas- pueden crear Derecho. Para huir de las habituales moralinas binarias de occidente (bueno/malo, justo/injusto, sí/no, mayoría/minoría, superior/inferior) es preciso postular que los únicos valores legítimos son aquellos fraguados por los habitantes en el Estado de Naturaleza.

 

A lo largo de 2500 años de historia occidental todo recién nacido ha ingresado en grupos que lo han pedagogizado, en sistemas de clasificación que le han proporcionado una identidad estable y standard, en instituciones que exigen su fidelidad, en circuitos de recorrido rutinario que limitan su experiencia, en sistemas de pensamiento que le proporcionan certezas bien definidas, en modos colectivos de gestionar los afectos a los que desesperadamente se aferran. Sujetado a semejante retícula «internacional» y «carcelaria», el individuo pierde gradualmente espacios de autonomía y se somete a imperativos del imaginario jerárquico que distribuye a virtuosos y réprobos en el territorio. Modernamente, Leviathan es el nombre monstruoso que recibe el Estado en tanto paradigma de poder, cuya faena cotidiana es impedir el anhelo humano de libertad desorganice la antigua y acostumbrada pirámide. Traducir, por lo tanto, las invenciones autogestionarias de la base social al lenguaje de las instituciones jerárquicas es uno de sus míseros afanes. La negación de la autogestión de los asuntos públicos por parte de aquellos a quienes conciernen directamente y la sujeción al principio de acenso instituyente como organizador de las pragmáticas político-ideológicos han enredado y confundido a derechas e izquierdas en una coincidencia opositora que ya no debería sorprender demasiado.

 

No obstante, en cada época histórica han existido ciudadanos -llamémosle disidentes- o grupos organizado que se han posicionado en la vereda opuesta y antípoda al imaginario estatal-jerárquico, y que han impugnado a la Ley, no a causa de su condición injusta, sino por ser Ley ella misma: es decir, por ser moral, por ser única, por imaginarse como obligatoria para toda la población, por extender sus incisivas y sus articulaciones por el territorio, por pensarse desde el punto de vista de la totalidad. Una y otra vez estos grupos han intentado deconstruir la ilusión fantasmática que nos hace aferrar a la mitología estatal. Los gobiernos han apelado a distintos simbolismos político-religiosos para asegurar que el habitante devenga un seguro servidor: desde la potencia del Verbo y la perorata de los vicarios de la divinidad a la prédica contemporánea de los expertos en la política que promueven sospechosos consensos, sin soslayar la neonata religiosidad católica que emana de las omnipresentes pantallas. Se sabe que quien establece una liturgia funda un orden sagrado y que quien controla las retóricas imaginarias ciñe la corona y demás atributos de poder. Pero nunca ha faltado la palabra ejemplar, la invectiva o el vómito del disidente que ha interpelado a los bon citoyens por intermedio de un gesto desmesurado o de la crítica a la conducta deshonesta o autoritaria de la jerarquía y que, en mayor o menor grado, ha logrado desacralizar los hábitos de sumisión estacionados en el cuerpo como una vieja telaraña. Pero, eah, nombrémoslos, ofrezcamos unos ejemplos de caso.

 

En la Grecia loada por los manuales de filosofía suele soslayarse la figura de los filósofos cínicos quienes, mediante la prédica crítica, la conducta escandalosa y el dialogo provocativo impugnaban el comportamiento despótico de las instituciones y atacaban la tendencia humana a la auto-adulación, condición que imposibilita el mantenimiento de una consciencia alerta y crítica. En la Edad Media distintas formas de mesianismo religioso -desde los «Hermanos del Espíritu libre» a los «Anabaptistas»- lograron sublevar a la población creyente contra las instituciones eclesiásticas enriquecidas que pregonaban la salvación a plazo fijo pero diferían la fecha de pago para las calendas griegas. La exigencia del cielo en la tierra, la vida sencilla y pura alejada de la lógica mercantil y la libre sexualidad se contaron entre las prácticas que escandalizaron a los moralistas por mucho tiempo. Los románticos, en el siglo pasado, heredaron a estos notables antepasados, oponiéndose a la novedad legalidad científica entendida como dominación positivista de la naturaleza, prefiriendo conectarse con ella mediante la sabiduría desinteresada fundada en una poderosa palabra: el ditirambo poético. Modernamente, los Dadá y los Surrealistas iniciaron el proyecto más ambicioso imaginable: la emancipación del ser mediante la búsqueda automática de las potencias creativas de cada individuo. Este árbol genealógico, donde la libertad natural es apodada voluntad de poder por Nietzsche, heroísmo por los románticos, rebeldía por los anarquistas, libertinaje para Sade, disidencia por numerosos filósofos libertarios, merece sin duda ser continuado hoy en día por los filósofos del derecho que gusten pensar la sociabilidad humana más allá del marco de la Ley y del Estado, y en función de modos de asociación y de afinidad no-coercitivos, sin sanción ni obligación, sin «penas» y sin vencedores, vencidos.

En todos estos casos, y en las obras de pensadores de la talla de un Max Stirner, un Georges Bataille, un Ernest Junger, un Nietzsche, se puede hallar, más que un modo de pensar ateo en la relación a la Ley, un modo de actuar blasfemo con respecto a la misma. En 1789 descabézase  al Rey, pero también se vacía el Reino de los Cielos. Acéfalos el Reino y el Cielo, un orden jerárquico bimilenario pierde el poder de entronizar al nuevo amo. Pero los humanos, tímidos parricidas, expían su crimen aclamando contrato social obligatorio descendido del Sinaí laico. A rey depuesto, presidente puesto: pero el legitimador centra no se mueve de lugar. Pero el hombre natural sabe que, en un mundo sin amos, él mismo debe hacerse responsable de crear valores. Y para forjar la ley un hombre debe primero pertenecerse a sí mismo, apropiándose de su subjetividad en vez de someterse una y otra vez a un orden que fiscaliza incluso los rincones más oscuros de su intimidad. El hombre rebelde -pues es tal el nombre que recibe la dignidad en el Estado de Naturaleza- es el modelo de conducta de quien posee consciencia de sus derechos. Por lo tanto, su tarea, en relación a leyes escritas u orales de toda laya, es valorativa, es decir, la creación de valores libertarios sostenidos sobre el acuerdo de seres humanos vivientes -nunca abstractos-. Pues él sabe que la simple superioridad de poder no es capaz de generar Derecho -ni siquiera allí donde promueve cambios aparentemente «benignos». El transgresor -otro apodo del hombre «natural» – ha ocupado, de tiempo en tiempo, un espacio social que lo ha enfrentado al imaginario jerárquico, pues ascender a ningún escalón  hacía el trono, sólo impugnar la imposición de ordenamiento que no han sido forjados por los propios habitantes. Por ello, su tarea es bosquejar, frente al Leviathan, los signos de una libertad válida para una época venidera.

Una y otra vez, Leviathan -sea filantrópico, minarquista, contractual, totalitario, khomeinista- castiga al hombre natural, quien se atreve, ya no a disputar el poder dentro de las reglas del mismo Leviathan indica, sino señalar el origen bastardo de su poder. Y porque gusta llamarse disidente, ácrata, punk, o romántico, y sabiendo que la sentencia de Leviathan no tiene validez, el hombre libre puede atrincherarse en sus derechos gritando a voz en cuello: ¡No hay Derecho!

 


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