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Azul. Nestor Perlongher

Extraido de la Revista Punto de pié, número 3. 1984-1985.

 

… de una serena conmiseración, Colmado. Recorrió los salones -gastando la goma de los zapatos- y a la salida de las toilettes halló sobres de plástico con un polvillo blanco y bombachas de un nylon desperdigadas en la moquette -algunas, manchadas de ceniza o barro-. ¡Era la policía! ¡La que los había puesto! ¡en su recorrido! / Dorado bajaba las nieves del karma, severo, con una serena conmiseración. En derredor, miraba: y veía los ojitos ardientes de los perseguidores en las zarzas, confundidos entre los brillos de ópalo y ese difuso humo de las calles, donde los carros de los ángeles, con sus farolas azogadas, neón y lentejuela, en el rechifle de vidriosas miradas: desde los carros, ellos ven: voyeurs de luciérnagas, malditos /Son Unos Hijos de Puta / como si tuviesen una estaca del ano, por esa firmeza de aluminio -y el sueño de la bala escrachándolos-, escamosos como la membrana de peces pláteos, alongados: es el color que da la yuta. Qué acido: ese sabor de boca de comisario que huele a tabaco viejo y a cuartitos, cuartitos azules donde ella cuelga sus tapados de conejos furtivos y se dispone a orar, como quien mea, y uncida comadreja: unto de ratas, de ratas comiéndose el pan de los presos que juegan en el campo, y un aire de calzones embolsados. Y las esposas de los presos -madre presa- les llevan tomates y patas de polla los domingos; y ellos fuman en las escaleras, con una sola mano. A las visitas las desnudan, las yerguen sobre un potro y las someten a la prueba del ano: que es deslizar por el ano un bastón – y sin vaselina- «para mostrar la firmeza» / «que tiene la policía»- un ano canta; los uniformes pasamanerados y esos botones de oropel, contra los que la bala -oropelados- choca. Pero no son insensibles al fuego: al fuego de los anos, a las diarreas de la cabeza, al napalms de los huevos. No Hay Otra Manera de Acabar con Ellos. Es un problema de método.

Recorría -en un solo pie- las graderías de la 15, saltando al trote, y chorreaba un hilillo del ojo, avizor- avizorado-: o sea, si habían visto: que él había mirado a un ligero muchacho, y visto una cobra de cristal fumee enroscada en los muslos; o imaginado el ano de ese muchacho, en una amable reunión, mullido, contra una barandilla. Y ellos era visto desde algún visillo. Por los vitrales empapados, flotan las diestras jinetas de Toxi, hendiendo el zumo con campanas: con un deseo conmovedor: … el de encontrarte cuando lo haces. Reconócelo, sí, lo haces, y no tan a escondidas: ¿te oyó el imaginaria rasguñar las alfombras del living? ¿Y tu madre? ¿que será de ella cuando lo recuerde? Bailabas una danza española, con un solero de volados y unos tacos de tul; y te clavaste un taco en el pescuezo, tonta, mariquilla estaqueada. Desde niña. Desde chica que están detrás tuyo, nena, y vos que salís sin un saquito. echado así sobre los hombres, por el sereno, viste. Lo estás haciendo de nuevo. Te he dicho que no volvieras a intentarlo. Siempre lo haces. Te lo pasas haciéndolo a todo trapo, hasta que llega el lobo y dice: lo haces, a ver, hazlo otra vez, muéstrame cómo lo haces. No lo hago de ninguna forma, no, nunca lo hice. Es un problema de método:

-el método largo, llamado «acanalado», recomienda yacer como un lagarto y lamer las pezuñas de los perros, la boca de las cuevas, la yerta glacialidad de las cancelas, cascabel, cascabel;

-el método corto, llamado «lilas», consiste en corolar como una flor hasta que la tronchen -aunque sabiendo que lo harán: trebole y revoleo. Esto último da un furor melancólico, cierta rabia de viejas. Ellos lo saben: habrá que arratonarse, ser cada vez más mosca, más araña; y que enrollarse en los armarios, como una boa humedecida, puesta a pender drapeada; y moho, (¿Y si ellos en las rancias gasas?) y que embotarse en pavoneos – «oh, claro, estabas sola» -, mientras el mate se licúa, azul.

O sea: si cada cual tirara su granada, una granada diminuta que se portara como un dije – y lo dijiste, deberías haberte mantenido callada, ¿debía haber mentido? -; y estallaran trizándoles como pelotas chinas. Tampoco soporto la visión de la sangre. Hay entre ellos cabos que atar, majos troperos. ¡Cual si sobraran! ¿Y aquel encanto de sus recamadas, de sus chapas? Quién no ha soñado con esos chalecos, ojalados y brines. Son dos sueños, se dividen en dos grandes sueños, como una mancha de betún, son ellos:

el sueño de la cárcel: el rancho escoge a uno, y lo que presta, el pije amancebado, el amor a los pises, el tufo de esos pises musculosos que pillan: el mambo de la pilla-pillar o ser pillada -y a veces depilada con alambres de red, que cuadriculan los pedazos, nubios- y los morochos vanle entrando, a saco: reja y ponga;

el sueño del burdel: que es como un patio de la cárcel, donde ellos sirven Bacardí a encapuchados marineros, y uno le pilla el anca, con una manopla enguatada de carne: rugosa roce el de esa pilla contra los caños del lavabo, desaguadero atasca esa presteza de honda rígida que arremetida se hunde: esos tapones.

… que se abrochan. Recorría -conmiserada y suave- las estancias, paseaba el ming entre jarrones de otra dinastía, que tuvo la virtud de ser vencida sin presentar batalla: las ninfas se desbandaron ante el ejercito de sátiros, chulos sombríos con un disparo en la portañuela, y las madamas destrenzaron su cado de cales y rosas, y se marcaron la permanente. En esos bucles tornasolados, la moda blue. Lo haces. Era verdad lo que ases. Lo haces ahora, antes ya lo has hecho, cuánto hace. Dile que en estos chales los cintillos se anudan en la espalda, y dejan flotando como babiecas los senos amoratados, y termina en un amplio ruedo de margaritas. Recorrías así, pinzada por la araca, los pasillos de la comisaria.

 

 

 


Para la historia de los sentimientos morales. Fragmento 107.

Capítulo II: Para la Historia de los sentimientos morales. Fragmento 107. Humano, demasiado humano. Nietzsche, Friedrich.

 

Irresponsabilidad e inocencia.

 

La completa irresponsabilidad del hombre respecto a sus actos y a su ser es la gota más amarga que el investigador tiene que tragar, cuando se ha habituado a ver en la responsabilidad y el derechos los títulos de nobleza de humanidad. Todas sus apreciaciones, sus designaciones y sus inclinaciones se convierten por este hecho en falsas y sin valor: su sentimiento más profundo, el que lleva al mártir, al héroe ha adquirido su valor de un error; no tiene ya derecho a alabar ni a censurar, pues no tiene sentido alabar ni censurar a la naturaleza y la necesidad. Del mismo modo que le gusta una obra bella, pero no la alaba, porque ésta no puede nada por sí misma; tal como procede ante una planta, así debe  proceder ante las acciones de los hombres y antes las suyas propias. Puede admirar su fuerza, su belleza, su plenitud, pero no le está permitido encontrar mérito en ellas: el fenómeno químico y la lucha de los elementos, las torturas del enfermo que tiene sed de curación son justamente tanto méritos como esas luchas y esas angustias del alma en que se está atenazado por diversos motivos y en diversos sentidos, hasta que por fin nos decidimos por más poderoso -como se dice (pero, en realidad, hasta que el más poderoso se decide por nosotros). Pero todos estos motivos , por grandes que sean los nombres que les damos, han salido de las mismas raíces en que creemos que residen los vecinos maléficos; entre las acciones buenas y malas no hay una diferencia de especie, sino, todo lo más, de grado. Las buenas acciones son malas acciones sublimadas; las malas acciones son buenas acciones realizadas grosera, estúpidamente. Un solo deseo del individuo, el del goce de sí mismo (unido al temor de frustrarse en él), se satisface en todas las circunstancias, cualquiera que sea el modo como el hombre pueda, es decir, deba obrar; ya sea por actos de vanidad, de venganza, de placer, de interés, de maldad, de perfidia, ya sea por actos de sacrificio, de piedad, de investigación científica. Los  grados del juicio deciden en qué dirección se dejará arrastrar cada uno por este deseo; hay continuamente presente en cada sociedad; en cada individuo, una jerarquía de bienes según la cual determina sus actos y juzga los de los demás. Pero esta escala de medida se transforma constantemente, a muchos actos se les llama malos y no son más que estúpidos, porque el nivel de la inteligencia que se ha decidido por ellos era muy bajo. Mejor aún, en cierto sentido, todavía hoy todos los actos son estúpidos, porque el nivel más elevado que la inteligencia humana puede alcanzar actualmente será también indudablemente rebasado; y entonces, al mirar hacía atrás, toda nuestra conducta y todos nuestros juicios parecerán tan limitados e reflexivos como la conducta y los juicios de los pueblos salvajes y atrasados nos parecen hoy limitados e irreflexivos. Darse cuenta de todo esto tal vez cause un profundo dolor, pero hay un consuelo: estos dolores son los dolores del parto. La mariposa quiere romper su envoltura, la despedaza, la desgarra; entonces se siente cegada y embriagada por la luz desconocida: el imperio de la libertad. En los hombres que son capaces de esta tristeza – ¡que serán pocos!- es donde se hace el primer ensayo de saber si la humanidad, de moral que es, puede transformarse en sabia. El sol de un evangelio nuevo lanza su primer rayo sobre las cumbres más altas en almas de esos solitarios: allí las nubes se acumulan más densas que por cualquier otra parte, y al lado una del otro reinan la claridad más pura y el crepúsculo más sombrío. Todo es necesidad: así habla la ciencia nueva, y esta ciencia misma es necesaria. Todo es inocencia, y la ciencia es la vía que conduce a penetrar en esta inocencia. Si la voluptuosidad de los fenómenos morales y de su floración más elevada, el sentido de la verdad y de la justicia del conocimiento; si el error, el extravío de la imaginación ha sido el único medio por el cual la humanidad pueda elevarse poco a poco a ese grado de iluminación y de emancipación de sí misma, ¿a quién se le ocurriría entristecerse al ver el fin a que conducen esos caminos? Todo en el dominio de la moral se modifica, es cambiante, incierto, todo está en fluctuación, es cierto; pero también todo está en curso, y hacía un único fin. El hábito hereditario de los errores de la apreciación, de amor, de odio, por más que continue obrando en nosotras, será cada vez más débil bajo la influencia de la ciencia en aumento; un nuevo hábito, el de comprender, el de no amar, el de no odiar, el de ver desde arriba, se implanta insensiblemente en nosotros, en el mismo terreno y será dentro de miles de años, quizá bastante poderoso para proporcionar a la humanidad la fuerza de producir el hombre sabio, inocente (con conciencia de su inocencia),  manera tan regular como produce actualmente al hombre no sabio, injusto, con conciencia de su culpa; es decir, el antecedente necesario, no lo contrario de aquél.