Monthly Archives: enero 2025

El sexo del capitalismo. Roswhita Scholz.

 

 

Para mostrar lo que quiere decir la noción de “disociación–valor” conviene, en primer lugar, explicar lo que significa el concepto androcéntrico del “valor” tal como ha sido definido por la “crítica fundamental del valor” y que pretendo desarrollar aquí de modo crítico. En general, la noción de valor es utilizada de manera positiva, ya sea por parte del marxismo tradicional, por parte del feminismo o incluso de las ciencias económicas donde, bajo la forma de los precios, por ejemplo, el valor aparece como un elemento incondicionado e inamovible a través de la historia de las sociedades humanas. A este respecto, el enfoque de la crítica fundamental del “valor” es totalmente distinto. Bajo tal enfoque, el valor es entendido y criticado como la expresión de una relación social fetichista. En las condiciones propias de una producción mercantil destinada a mercados anónimos, los miembros de la sociedad, en lugar de utilizar de común acuerdo los recursos para la producción razonada de su existencia, producen, por separado, mercancías que sólo devienen productos sociales una vez que han sido intercambiados en el mercado. En tanto “representan” un “trabajo anterior” (consumo de energía social humana abstracta), esas mercancías constituyen un “valor”; es decir, corresponden a una cierta cantidad de energía social consumida en su fabricación. Esta representación se expresa a su vez a través de un médium particular, el dinero, que es la forma general del valor para todo el universo mercantil. La relación social mediatizada por esta forma trastoca profundamente las relaciones entre las personas y los productos materiales: los miembros de la sociedad, en tanto que personas, aparecen de forma asocial, como simples productores privados y como individuos carentes de vínculos. Inversamente, la relación social aparece como una relación entre cosas, entre objetos muertos que se enlazan a través de las cantidades abstractas de valor que representan. Las personas son cosificadas y las cosas se ven, por así decirlo, personificadas. El resultado es la alienación mutua de los miembros de la sociedad, que no utilizan sus recursos en función de decisiones conscientes, tomadas de común acuerdo, sino que se someten a una relación ciega entre cosas muertas, sus propios productos, bajo el mando de la forma–dinero. Es así como, una y otra vez, se incurre en un mal reparto de los recursos, lo que nos precipita a crisis y catástrofes sociales.

 

La crítica de este fetichismo que subordina los seres humanos en tanto que seres sociales a las relaciones creadas por sus propios productos debe, pues, realizarse desde el nivel de la producción mercantil, del valor, del trabajo abstracto y la forma–dinero. Y es precisamente ahí donde la teorización marxista anterior ha fracasado. Aquello que constituye la verdadera radicalidad de la teoría marxiana ha sido marginado como filosófico, mientras que, al nivel concreto de la teoría social, es decir en un sentido social y económico, se mostró incapaz de romper el corsé taxonómico del sistema moderno de producción mercantil (en sus diversas formaciones, históricamente asincrónicas). Al contrario, la “crítica fundamental del valor” pretende actualizar ese núcleo desaparecido de la crítica de la economía política y poner de manifiesto que la forma aparentemente natural del valor reviste un carácter–fetiche negativo, para llegar así a una reformulación de la crítica social radical: “Como mercancías, las cosas son objetos–valor abstractos privados de calidad sensible, y únicamente bajo esa forma extraña son socialmente mediatizadas. En el marco de la crítica marxiana de la economía política, este valor económico se determina de manera puramente negativa, en tanto que forma de representación abstracta y muerta del trabajo social efectuado sobre el producto, forma a la vez cosificada, fetichista, separada de cualquier contenido sensible y concreto y que, a través de un perpetuo movimiento de forma de las relaciones de cambio, se desarrolla hasta llegar al dinero en tanto que cosa ‘abstracta’ por antonomasia” (1). Sin embargo, este fetichismo específico de la forma-mercancía en tanto que principio general y dominante de la socialización sólo existe en los sistemas modernos de la producción mercantil. Sólo el capitalismo moderno ha engendrado una forma–mercancía orientada hacia mercados anónimos, autónoma y escindida del resto de la vida y de las otras formas relacionales, y que, al mismo tiempo, domina todo el proceso social de la vida. Anteriormente, se producía en primer lugar para el uso, y no sólo en los contextos agrarios sino también en el seno de corporaciones regidas por una legislación específica. En cuanto a la noción misma de “totalidad” social, ésta no podía surgir más que con la dominación realmente totalitaria de la forma–mercancía y de la forma–dinero sobre el conjunto de la sociedad. La producción mercantil, las relaciones monetarias y la “economía de mercado” como contexto sistémico general vieron la luz gracias a que el valor, y por ende su forma fenoménica, el dinero, se transforma, de simple médium entre productores realmente independientes (economías familiares, etc.) en un fin en sí mismo social general: bajo la forma de capital, forma un bucle consigo mismo para “valorizarse”, es decir para engendrar, en un proceso ininterrumpido, “más dinero” (plusvalía).

 

Dos condiciones son constitutivas de esta “valorización del valor” productiva en un sentido capitalista y distinguen ese modo de producción capitalista de cualquier producción mercantil premoderna. En primer lugar, la producción de bienes de uso –en condiciones precapitalistas, la razón de ser absolutamente natural de la producción– se transforma en un simple vector de la abstracción–valor y transforma, por ende, la satisfacción de las necesidades humanas en simple “subproducto” de la acumulación de capital–dinero. Se da, pues, una inversión de fines y medios: “El fetichismo se ha vuelto autorreflexivo y, por tanto, convierte al trabajo abstracto en una máquina que encuentra en sí misma su propia finalidad. A partir de entonces, el fetichismo ya no se ‘desvanece’ en el valor de uso, sino que se presenta bajo la forma del movimiento autónomo del dinero, como transformación de una cantidad de trabajo abstracto y muerto en otra cantidad –superior– de trabajo abstracto y muerto (la plusvalía) y, de este modo, como movimiento tautológico de reproducción y autorreflexión del dinero, que sólo se convierte en capital, y deviene por lo tanto moderno, bajo esta forma” (2). 

 

En segundo lugar, la propia fuerza humana de trabajo debe convertirse en mercancía. Privada de todo acceso autónomo y consciente a los recursos, una parte siempre creciente de la sociedad se ve sometida a la dictadura del “mercado de trabajo”, haciendo así de la capacidad humana de producir una capacidad fundamentalmente heterónoma. Sólo en esas condiciones la actividad productiva se transforma en “trabajo abstracto”, que no es más que la forma de actividad específica que reviste la finalidad en sí misma abstracta de incrementar el dinero dentro del espacio de funcionamiento de la “economía de empresa” capitalista, es decir una forma de actividad separada de la vida y las necesidades de los propios productores. A medida que el capitalismo va desarrollándose, toda la vida individual y social, en todo el planeta, lleva el sello del movimiento autónomo del dinero. Eso acarreará como consecuencia que “el trabajo vivo deje de aparecer como expresión del trabajo muerto autonomizado”, y el trabajo (abstracto), que surge tan sólo con el capitalismo, se plantee delante de un modo ajeno a la historia, como un principio ontológico (3). La visión truncada que el marxismo tradicional del movimiento obrero tenía de este contexto sistémico (4) consistía en que criticaba la “plusvalía” en un sentido puramente superficial y sociológico, es decir en cuanto a su “apropiación” por parte de la “clase capitalista”. No era la forma del valor funcionando en bucle y de manera fetichista lo que era denunciado como escandalosa, sino únicamente su “distribución desigual”. Precisamente por eso, a ojos de los representantes de la “crítica fundamental del valor”, este “marxismo del trabajo” permanece prisionero de la ideología de una simple “justicia distributiva”. Es en el carácter absurdo del fin en sí mismo de la forma–mercancía y de la forma–dinero totalitarias donde reside el problema, mientras que la “distribución equitativa” en el seno de dicha forma permanece sujeta a las leyes del sistema y, por lo tanto, a las restricciones impuestas por ese mismo sistema, lo que hace de ella una mera ilusión. Una simple redistribución en el interior de la forma–mercancía, de la forma–valor y de la forma–dinero, sea cual sea el modo de aplicación de la misma, no puede evitar las crisis, ni acabar con la miseria global engendrada por el capitalismo; el problema no consiste en la apropiación de la riqueza abstracta bajo la forma no abolida del dinero, sino en esa misma forma. Así, el viejo movimiento obrero, con su “crítica” sesgada del capitalismo formulada en el marco de las categorías no abolidas del capitalismo, sólo podía obtener –y aún de modo pasajero– ciertas mejoras, algunos alivios inmanentes al sistema. Hoy, en la vorágine de la crisis que vive el sistema mercantil, esas mejoras son hechas añicos una tras otra. En ese proceso, el marxismo tradicional y más generalmente la izquierda política han ido asumiendo todas las categorías fundamentales de la socialización capitalista, en particular el “trabajo abstracto”, el valor en tanto que principio general pretendidamente perenne a lo largo de la historia y, por consiguiente, también la forma–mercancía y la forma–dinero en tanto que formas generales de relación social, del mismo modo que el mercado universal anónimo como esfera de la mediación social fetichista, etc. En cuanto a la miseria y la alienación que acompañan semejante contexto sistémico categorial(5), deberían ser corregidas mediante intervenciones políticas externas. Todavía hoy en día, esta ilusión sigue siendo recalentada y servida con salsa keynesiana (de izquierdas).

 

A lo largo del proceso histórico en que se ha impuesto el capitalismo, solamente en las sociedades atrasadas en cuanto a la producción mercantil moderna ha podido surgir un sistema relativamente autónomo basado en la legitimación de esta ideología. Fue una “modernización a marchas forzadas” que trataba de alcanzar a los países desarrollados bajo la forma de un capitalismo de Estado; modernización (mal) interpretada como un “contrasistema socialista”, aunque no resultase en modo alguno de una crisis capitalista que hubiese alcanzado un grado de madurez suficiente. Durante algunas décadas, este paradigma sólo fue dominante, por el contrario, en algunas sociedades “subdesarrolladas” desde el punto de vista capitalista, y ubicadas en la periferia del mercado mundial (Rusia, China, tercer mundo). Dado que tales sociedades eran también sistemas de producción mercantil –aunque estuviesen “a la zaga” de las economías más desarrolladas–, la dinámica capitalista de la mercancía y del dinero con su mediación anónima a través del mercado (que comporta siempre el principio de la competencia) era forzosamente operativa en ellas, aunque fuese de un modo distinto al de Occidente: era el Estado quien desempeñaba el papel de empresario colectivo.

 

Y es esa misma dinámica de la forma–valor abstracta funcionando en bucle (incluso en los países del bloque del Este), a través de procesos inducidos por el mercado mundial y la carrera por desarrollar las fuerzas productivas, la que acabó por hundir “el socialismo realmente existente” (alias capitalismo de Estado), desembocando en escenarios de crisis y guerras civiles a lo largo de los años 90 en diversas regiones del globo. El hundimiento de aquella “modernización a marchas forzadas” no condujo, sin embargo, ni por asomo, a ninguna “perspectiva reformadora” que permitiese avanzar hacia la “economía de mercado y la democracia” (ése es el término con que el capitalismo puro de Occidente se ve actualmente arropado, incluso en el lenguaje codificado de la izquierda conformista), a condición de que el sistema mercantil y sus criterios fuesen mantenidos, sino que desembocó exclusivamente en una “perspectiva” de barbarie. 

 

A partir de la década de 1980, las esperanzas de una vida mejor quedaron también truncadas en el tercer mundo. Gracias al crédito, la perspectiva del pretendido desarrollo, siempre concebido bajo la forma–mercancía fetichista, y que –debido a una cierta euforia modernizadora– caracterizó el Zeitgeist (el espíritu de la época) hasta mediados de la década de 1970, pareció realizable durante algún tiempo. Sin embargo, este concepto limitado al marco de sistema–mundo capitalista naufragará en el curso de la década de los 80 y numerosos países se verán precipitados en la miseria bajo la presión neoliberal, una de cuyas consecuencias fue el endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Las condiciones impuestas por estas instituciones para el reembolso de la deuda comportaron toda una serie de “procesos de ajuste estructural” (ése era el eufemismo utilizado) y una agravación dramática de la situación social para una amplia mayoría de la población. Es previsible que esas condiciones de vida precarias se extiendan igualmente a las naciones occidentales altamente industrializadas. El valor, el trabajo abstracto, la mediación mercantil sobre la base del fin en sí mismo capitalista, se han tornado obsoletos; el “hundimiento de la modernización”(6) se manifiesta cada vez con mayor claridad.

 

La condición postmoderna resulta paradójica en la medida que, por un lado, el capitalismo se revela incapaz de asegurar la reproducción de la humanidad (incluso según los propios criterios del sistema, de todos modos inaceptables) y que, por otra parte, los antiguos paradigmas de una “crítica del capitalismo” sesgada y prisionera de las formas y categorías del sistema mercantil (ya sea una crítica de tipo “marxista obrero clásico”, keynesiano o “nacional–revolucionario/antiimperialista”) andan por caminos trillados. Lejos de desaparecer, las desigualdades sociales se han ido agravando dramáticamente, pero ya no pueden ser aprehendidas en términos de “plusvalía indebidamente sustraída”, es decir a partir de una concepción puramente sociológica e ignorando los contextos–formas de base, o en función de las “relaciones entre las clases” o las “relaciones de dependencia nacional”.

 

Esta visión de la “crítica fundamental del valor”, por coherente que sea y por plausible que se nos antoje su manera de interpretar los numerosos fenómenos de la actual crisis mundial, deja completamente de lado, siguiendo su propia lógica, la relación entre los sexos. Hablando en plata, sólo el “valor” y, junto a él, el “trabajo abstracto” –sexualmente neutros– son dignos de ser teorizados, incluso si lo son en tanto que objetos de una crítica radical. El hecho que permanece ignorado es que, en el sistema de producción mercantil, hay que realizar también tareas domésticas, criar a los hijos y ocuparse de las personas mayores o enfermas; es decir, que resulta imprescindible ejecutar toda una serie de tareas que incumben habitualmente a las mujeres (incluso si ejercen un trabajo asalariado) y de las que no pueden encargarse, o sólo en parte, profesionales(7).

 

Así pues, no es sólo el movimiento automático y fetichista del dinero y el carácter tautológico del trabajo abstracto lo que determina el contexto societario global. De hecho, lo que se produce es una “disociación” sexual específica, que se articula de manera dialéctica con el valor. Lo disociado no constituye un simple “subsistema” de esta forma (a semejanza del comercio exterior, del sistema jurídico o incluso de la política), sino una parte esencial y constitutiva de la relación social global. Esto significa que no existe una “relación derivada”, lógica e inmanente, entre “valor” y “disociación”. El valor es la disociación y la disociación es el valor. Cada elemento está contenido en el otro, sin que eso les haga sin embargo idénticos. Se trata de dos elementos esenciales y centrales de una sola y única relación social, en sí misma contradictoria y rota, y que es necesario comprender en un mismo nivel elevado de abstracción.

 

Y es que aquello que el valor no puede aprehender, aquello que él mismo disocia, desmiente precisamente la pretensión a la totalidad de la forma–valor; representa lo que la propia teoría no nos dice y escapa, por lo tanto, a los instrumentos de la crítica del valor. Dado que las actividades femeninas de reproducción representan la otra cara del trabajo abstracto, resulta imposible subsumirlas bajo la noción de “trabajo abstracto”, tal como lo ha hecho con frecuencia el feminismo, adoptando la categoría positiva del trabajo que acuñó en su día el marxismo del movimiento obrero. En las actividades disociadas, que comprenden igualmente, y no en último lugar, el afecto, la asistencia, los cuidados dispensados a las personas frágiles o enfermas, así como el erotismo, la sexualidad y el “amor”, se incluyen sentimientos, emociones y actitudes contrarias a la racionalidad de la “economía empresarial” que impera en el dominio del trabajo abstracto, y que se oponen a la categoría del trabajo, incluso si no están exentos por completo de cierta racionalidad utilitarista y de normas constrictivas.

 

A este respecto, el mundo patriarcal moderno no sólo delega en la “mujer” –o, mejor dicho, le atribuye y proyecta en ella ciertas actividades precisas, sino también determinados sentimientos y cualidades: la sensualidad, la emotividad, la debilidad intelectual y de carácter, etc. El sujeto masculino ilustrado(8) que, en tanto que sujeto socialmente determinante, representa la voluntad de imponerse (a través de la competencia), el intelecto (en relación con las formas de reflexión capitalistas), la fuerza de carácter (como adaptación a las exigencias capitalistas), etc., y que encarna todavía (inconscientemente) al mecánico de precisión disciplinado de la fábrica fordista, este sujeto, pues, está asimismo fundamentalmente estructurado a través de dicha “disociación”. En este sentido, la disociación– valor comporta también un aspecto cultural–simbólico y una dimensión sociopsicológica cuyo conocimiento requiere recurrir a las herramientas propias del psicoanálisis.

 

Según la tesis de la disociación–valor, la esfera privada y la pública, dialécticamente mediatizadas de la misma manera, son connotadas respectivamente femenina y masculina. Pero, contrariamente a lo que algunas hipótesis estereotipadas podrían sugerir, la relación entre los sexos no tiene su “lugar” objetivo en las esferas privada y pública. Desde siempre, las mujeres han estado presentes en las esferas públicas, sobre todo en el mundo del trabajo; pero la disociación prosigue en el propio seno de dichas esferas.

 

Incluso en la época postmoderna, cuando un número creciente de mujeres ejerce la actividad asalariada, con una cualificación profesional equivalente a la de los hombres, y a pesar de que los medios de comunicación gusten disertar acerca de la “confusión de los sexos”, salta la vista que, fundamentalmente, la jerarquía sexual y la discriminación de las mujeres no han desaparecido. En la esfera privada, las mujeres siguen ocupándose de los niños y del trabajo doméstico en mayor medida que los hombres, mientras que, en la esfera del trabajo, los salarios femeninos continúan siendo inferiores a los de los hombres y resulta raro ver a mujeres ocupando funciones importantes en la vida pública, etc., lo cual es debido sin duda a las connotaciones y atribuciones sexualmente específicas, “clásicas” del mundo moderno, y por ende a las responsabilidades reales de las mujeres por todo cuanto se refiere a la reproducción privada, connotaciones vigentes en la época postfordista.

 

Esta crítica de la noción de valor pensada de manera androcéntrica tal como se propone bajo la apelación general de “teoría de la forma disociación–valor” tiene consecuencias no sólo para la “crítica fundamental del valor”, sino también para otras aproximaciones que, en el pasado, abordaron de manera crítica la abstracción valor y el fetiche–mercancía (aunque la mayoría de las veces lo hicieran de manera inconsecuente). En ese sentido, se ve particularmente afectada una noción del “valor de uso” pensada de manera enfática y siempre positiva, como podemos constatar en ciertas teorías de izquierdas y a veces feministas. En ellas, el valor de uso se presenta como “femenino” y, como tal, se le suponen ciertas potencialidades de resistencia. Pero la ecuación “valor de uso = femenino, valor de cambio = masculino”, al tiempo que mantiene la subordinación jerárquica del valor de uso respecto al valor de cambio, sigue derivando las disparidades sexuales específicas únicamente de la forma–mercancía, presuntamente neutra desde un punto de vista de género. Siguiendo la lógica androcéntrica, el análisis queda confinado en el espacio interior de la mercancía. Por el contrario, según Kornelia Hafner, para Marx era ya primordial la constatación de que “los valores de uso aparecen como criaturas del capital” y que la hipótesis de una “utilidad pura” (y asimismo abstracta) del valor de uso surge tan sólo cuando, a través de la relación–capital, la forma–mercancía se ha expandido hasta el punto de ser más o menos dominante(9). Para la “crítica fundamental del valor” que aquí nos interesa resulta, en primer lugar, que la mercancía no encarna un “valor de uso” más que en el proceso de circulación, en tanto que objeto mercantil. Y, a ese respecto, el valor de uso no deja de ser a su vez una simple categoría–fetiche abstracta y económica. El valor de uso no designa la utilidad concreta del uso sensible y material, sino únicamente la abstracta “utilidad por excelencia” en tanto que valor de uso de un valor de cambio. Merced a la disociación–valor, la propia noción de valor de uso pertenece en cierto modo al universo mercantil androcéntrico–abstracto. 

 

Al mismo tiempo, la espera que resulta efectivamente incompatible con este contexto–forma económico(10) es la del consumo y de las actividades vinculadas a él en cualquier sentido. Es ahí en primer lugar donde debemos tratar de aprehender lo “disociado” de la forma–valor. Sólo en el consumo tienen verdaderamente lugar el uso y el disfrute sensible y material. Así pues, el producto mercantil(11) “engullido” en el consumo se sustrae a la forma–mercancía. Lo que aquí no se toma en cuenta es que esta incompatibilidad de los bienes con el contexto–forma económica no se refiere simplemente al consumo “puro” e inmediato, sino que se ve mediatizada por una esfera de actividades de reproducción imbricadas –en parte o incluso a priori– con otras actividades, instantes y relaciones no mediatizados por la forma–mercancía.

 

Así definido, lo “disociado” que, bajo el ángulo del contexto– forma androcéntrico dominado por el valor, conduce de algún modo a la nada en los límites del consumo, aparece, pues, en la teoría social masculina unidimensionalmente fundamentada sobre el valor, como algo casi ajeno a la historia, como una masa blanda e informe semejante a la percepción de lo femenino en la sociedad cristiana occidental en general, y que un análisis en términos de forma–valor no conseguiría aprehender. Aquello que, por el contrario, no tiene que ver con lo disociado, es el consumo de los medios de producción en el marco de la economía de empresa, como es el caso de la maquinaria, de las inversiones, etc.; estos elementos se inscriben inmediatamente en el “universo masculino” del valor. Pero, desde un punto de vista conceptual, lo “disociado” no se deja reducir al consumo o a la preparación de bienes comprados para ser consumidos; a ello se añaden –y de manera central– el afecto, la ayuda a las personas débiles, los cuidados, el amor, etc., e incluso la sexualidad y el erotismo. Es difícil distinguir aquí lo que corresponde a la actividad obligatoria y aquello que tiene que ver con aspectos existenciales de la vida. Pero, al contrario de lo que ocurre con el “trabajador abstracto”, es precisamente esa característica la que hace que las actividades de reproducción femeninas resulten agobiantes.

 

Desde el punto de vista histórico–lógico, el trabajo abstracto y la disociación surgen, pues, al mismo tiempo; no puede decirse que uno engendre otro. Cada uno representa la condición previa para la constitución del otro. En este sentido, la relación de disociación representa en cierto modo una metaestructura, contrariamente a la hipótesis reduccionista según la cual el valor sería el único principio de constitución y representaría la naturaleza misma de las sociedades basadas en la producción mercantil.

 

Así, lo disociado femenino resulta ser el Otro de la forma–mercancía con una entidad propia y completa; pero, por otro lado, permanece sometido e infravalorado precisamente porque se trata del momento disociado en el seno de la producción social general. Podríamos decir que, si bien la forma abstracta corresponde a la mercancía, la deformidad abstracta corresponde, por el contrario, a lo disociado; y cabría, acerca de lo disociado, hacer referencia de manera paradójica a una forma de lo informe que –subrayémoslo una vez más– no podría ser aprehendida mediante las categorías intrínsecas a la forma–mercancía. La ciencia y la teoría androcéntrica de la forma–mercancía(12) no pueden tomar en consideración tal relación, puesto que sus teorías y sus aparatos conceptuales deben “expulsar” como “ilógico” y “ajeno a la conceptualización” todo aquello que no sea compatible con la forma–mercancía.

 

Sin embargo, la “sensibilidad” de que se trata en el contexto de la “disociación” constituye evidentemente una construcción histórica. Esto concierne a las actividades femeninas realizadas de cara a la reproducción (preparación de los bienes de consumo, amor, cuidados dispensados a las personas enfermas o frágiles, afecto, etc.) y que, bajo esta forma, no aparecieron hasta el siglo XVIII con la diferenciación entre un sector del trabajo asalariado capitalista y un sector privado de reproducción doméstica(13) algo que tiene que ver además con la constitución de las necesidades en general(14)

 

El hecho de que, en el contexto de la forma disociada, lo “femenino” disociado no constituya en modo alguno algo “mejor” respecto a lo “masculino” moldeado por la forma–mercancía, se debe a que se trata de una unidad negativa entre la forma–mercancía y lo “disociado”. Otra consecuencia: incluso mujeres que son (solamente) activas en el sector reproductivo (determinación, que empíricamente, no se aplica forzosamente a todas las mujeres) viven una existencia obtusa y alienada, reflejo invertido del trabajo abstracto en el seno del espacio del funcionamiento económico(15) del capital. El uso y el goce sensibles, pero también actividades vinculadas a ello y las cualidades atribuidas a la mujer, son pues inmanentes a la sociedad capitalista, incluso si no lo son a la forma–valor. 

 

Por lo tanto, según la teoría de la disociación–valor, hay que partir del hecho que la relación moderna entre los sexos debe ser analizada en el contexto del patriarcado productor de mercancías (como del valor) y, consiguientemente, no como un dato perenne a través de la historia, “paralelo” a las distintas formaciones sociales. Eso no significa que no tenga una prehistoria. No obstante, la relación entre los sexos alcanza, bajo la modernidad mercantil, una cualidad totalmente nueva, que hay que tener en cuenta tanto a nivel teórico como analítico. En la época postmoderna, constatamos una nueva transformación en la relación entre los sexos. Sin embargo, tal como lo habíamos apuntado anteriormente, volvemos a encontrarnos con la codificación fundamental en el sentido de la disociación– valor y de la jerarquización de los sexos que le corresponde en todas sus refracciones postmodernas, sus diversificaciones, sus inversiones, sus transformaciones y excrecencias, sus retroacciones y diferenciaciones, tanto en la vida de la mujer que desarrolla una carrera profesional como en el caso del hombre que se ocupa del hogar, en el fútbol femenino como en el estriptís masculino, en los matrimonios de gays y de lesbianas, e incluso en los espectáculos de travestis tan apreciados por los medios de comunicación, por señalar simplemente algunos ejemplos destacados.

 

Así, podemos ver con mayor claridad hacia dónde nos conduce el desarrollo postmoderno del patriarcado mercantil: no sólo asistimos a las transformaciones y a las excrecencias, a las retroacciones y a las inversiones antes mencionadas. Mucho más, a medida que va agravándose la crisis estructural del sistema capitalista, que se extiende ya a toda la superficie del planeta, asistimos a una deriva global hacia la barbarie del patriarcado productor de mercancías. Si, en las dramáticas sacudidas sociales provocadas por la crisis mundial, las mujeres ya no son únicamente responsables de la esfera de la reproducción –algo que correspondía en otros tiempos a su imagen ideal y que se mantuvo hasta la época fordista–, hoy son, contrariamente a los hombres, responsables del trabajo doméstico y del trabajo asalariado, pero siguen siendo infravaloradas, a pesar o quizás a causa de ello. Quedan, pues, ridiculizadas todas las evaluaciones optimistas que, desde mediados de la década de los 80, consideraban que la emancipación de la mujer era un hecho prácticamente consumado, por no hablar de aquéllas que aún siguen afirmándolo.

 

A esa deriva hacia la barbarie, la crítica de la disociación–valor opone el objetivo de una abolición del valor, de la forma–mercancía, de la economía de mercado, del trabajo abstracto y de la disociación –una perspectiva que persigue la abolición de la relación general que rige la sociedad mercantil y que debe operarse a la vez a nivel material, ideal y sociopsicológico. En este sentido radical, de manera general, todos los niveles y todas las esferas son puestos en cuestión, lo que incluye la crítica de la familia nuclear, hoy en plena descomposición. Por lo tanto, se trata de rebasar la “masculinidad” y la “feminidad” tal como la conocemos y, con ellas, las sexualidades preformadas que les corresponde.

 

Citas

 

  1. Kurz, Robert (1991) Der Kollaps der Modernisierung. Von Zusammenbruch des Kasernensozialismus zur Krise der Weltökonomie. Frankfurt a. Maun: Eichborn. P. 16 y siguientes. Existe una traducción en castellano de Ignacio RialSchies, realizada en Argentina y publicada el año 2016 por Editorial Marat con prólogo de Anselm Jappe: El colapso de la modernización. Del derrumbe del socialismo de cuartel a la crisis de la economía mundial. [N. del E.]
  2.  Ibid., P. 18.
  3. Ibid., P. 18 y siguientes.
  4. En el texto: Systemzusammenhang. [N. del T.].
  5. En el texto: kategoriale Systemzusammenhang. [N. del T].
  6.  Kurz, Der Kollaps der Modernisierung, op. cit.
  7. Respecto a lo que sigue, consultar Kurz, Robert “Geshlechtsfetischismus. Anmerkungen zur Logic von Männlichkeit und Weiblichkeit” y Scholz, Roswitha “El valor lo hace el hombre”, en “Krisis”, “Contribuciones a la crítica de la sociedad mercantil”, N° 12, 1992, P. 135, 155 y siguientes. [N. del T.]
  8. En el texto: aufgeklärt. Alusión a la crítica de la Ilustración (Aufklärung) y de la “razón” tal como fue formulada por: Horkheimer, Max & Theodor W. Adorno, (1974) La dialectique de la raison. Fragments philosophiques. París: Gallimard. [N. del T.]
  9. Hafner, Kornelia citada por Kurz, “Geschlechtsfetichismus…”, loc. cit., P. 137.
  10.  En el texto: ökonomischer Formzusammenhang. [N. del T.]
  11.  En el texto: warenförmig hergestellte Produkt. [N. del T.]
  12. En el texto: warenförmigen Binnenzusammenhang. [N. del T.]
  13.  Ver, por ejemplo, sobre este tema Hausen, Karin “Die Polarisierung der Geschlechtscharaktere. Eine Spiegelung der Dissoziation von Erwerbsund Familienleben”, en Conze, Werner (Hg.) (1976) Sozialgeschichte der Familie in der Neuzeit Europas. Stuttgart: Ernst Klett Verlag.
  14. Sin pretender adoptar aquí una postura construccionista vulgar, pretendiendo ignorar cualquier relación natural, aunque fuese dinámica y mediatizada por la sociabilidad, hay que afirmar sin embargo que toda pulsión está estructurada de manera sociocultural y nunca se da simplemente, de manera natural e inmediata.
  15.  En el texto: betriebswirtschftlich. [N. del E.]

 

 

Extraído de la edición producida por Pensamiento y Batalla Editorial  y La Quimera Ediciones.