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Educación después de Auschwitz, Theodor W. Adorno

del Libro Educación para la emancipación. Conferencias y conversaciones con Hellmut Becker (1959-1969)

 

La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas las que hay que plantear a la educación. Precede tan absolutamente a cualquier otra
que no creo deber ni tener que fundamentarla. No puedo comprender por qué se le ha dedicado tan poca atención hasta el momento. Ante la monstruosidad de lo ocurrido, fundamentarla tendría algo de monstruoso. Que se haya tomado tan escasa consciencia de esta exigencia, y de los interrogantes y cuestiones que van con ella de la mano, muestra, no obstante, que lo monstruoso no ha calado lo bastante en las personas. Lo que no deja de ser un síntoma de la supervivencia de la posibilidad de repetición de lo ocurrido si depende del estado de consciencia y de inconsciencia de las personas. Cualquier posible debate sobre ideales educativos resulta vano e indiferente en comparación con esto: que Auschwitz no se repita. Fue la barbarie, contra la que la educación entera procede. Se habla de una recaída inminente en la barbarie. Pero no se trata de una amenaza de tal recaída, puesto que Auschwitz realmente lo fue. La barbarie persiste mientras perduren, en lo esencial, las condiciones que hicieron posible aquella recaída. Ahí radica lo terrible. Por invisible que sea hoy la necesidad, la presión social sigue gravitando. Empuja a las personas a lo inenarrable, que culminó en Auschwitz a escala histórico-universal. Entre las ideas freudianas de mayor alcance efectivo también en la cultura y en la sociología destaca, en mi opinión, por su profundidad, el de que la civilización engendra, a su vez, anticivilización, y la refuerza progresivamente. Habría que prestar mayor atención a sus obras El malestar de la cultura y Psicología de las masas y análisis del yo, precisamente en relación con Auschwitz. Si en el principio mismo de la civilización late la barbarie, luchar contra ella tiene consecuentemente algo de desesperado.

 

La reflexión sobre cómo impedir la repetición de Auschwitz viene ensombrecida por el hecho de que hay que tomar consciencia de ese carácter desesperado si no se quiere caer en la retórica idealista. Hay, con todo, que intentarlo, sobre todo a la vista de que la estructura básica de la sociedad y con ella, la de sus miembros, que llevaron las cosas hasta donde las llevaron, son hoy las mismas que hace veinticinco años. Millones de seres inocentes —indicar las cifras o regatear incluso sobre ellas es ya indigno de un ser humano— fueron exterminados de acuerdo con una planificación sistemática. Ningún ser vivo está legitimado para minimizar este hecho como un simple fenómeno superficial, como una desviación en el curso de la historia, irrelevante, en realidad, frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, de la presunta humanidad en ascenso. El simple hecho de que sucediera es ya, por sí mismo y como tal, expresión de una tendencia social poderosa en sobremanera. Quisiera referirme, en este contexto, a un hecho que, muy significativamente, apenas parece ser conocido en Alemania, aunque constituyó el tema de un best-seller como Los cuarenta días del Musa de Dagh de Werfel. Ya en la Primera Guerra Mundial los turcos —el movimiento llamado de los Jóvenes Turcos, dirigido por Enver Pacha y Taleat Pacha— habían asesinado a más de un millón de armenios. Como es bien sabido, altas autoridades militares alemanas e incluso jerarquías del gobierno tuvieron noticia de la matanza, pero guardaron un estricto silencio al respecto. El genocidio hunde sus raíces en esa resurrección del nacionalismo agresivo que tuvo lugar en muchos países desde finales del siglo xix.

 

No es posible sustraerse a la consideración de que el descubrimiento de la bomba atómica, que puede aniquilar literalmente de un solo golpe a centenares de miles de personas, pertenece al mismo contexto histórico que el genocidio. El crecimiento brusco de la población es denominado hoy con preferencia «explosión demográfica». Parece como si la fatalidad histórica tuviera preparadas, para frenar la explosión demográfica, unas contraexplosiones: la matanza de pueblos enteros . Esto sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas entre las que hay que actuar son las del curso de la historia mundial.

 

Como la posibilidad de transformar los presupuestos objetivos, es decir, sociales y políticos, en los que tales eventos encuentran su caldo de cultivo, es hoy limitada en extremo, los intentos de cerrar el paso a la repetición se ven necesariamente reducidos al lado subjetivo. Con ello me refiero también, en lo esencial, a la psicología de las personas que hacen tales cosas. No creo que sirviera de mucho apelar a unos valores eternos sobre los que quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros; tampoco creo que fuera de mucha ayuda ilustrar sobre las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces han de buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas con las acusaciones más miserables. Lo
urgente y necesario es lo que en otra ocasión he llamado, en este sentido, el viraje al sujeto. Hay que sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades; hay que mostrárselas a ellos mismos y hay que tratar de impedir que vuelvan a ser de este modo, a la vez que se despierta una consciencia general sobre tales mecanismos. Los asesinados no son los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco en el que muchos quisieran presentarlo hoy. Los únicos culpables son los que sin miramiento alguno descargaron sobre ellos su odio y su agresividad. Esa insensibilidad es la que hay que combatir; las personas tienen que ser disuadidas de golpear hacia afuera sin reflexionar sobre sí mismas. La educación solo podría tener sentido como educación para la autorreflexión crítica. Pero como, de acuerdo con los conocimientos de la psicología profunda, los caracteres, en general, incluso los de quienes en edad adulta perpetúan tales crímenes, se forman en la primera infancia, la educación llamada a impedir la repetición de dichos hechos monstruosos tendrá que concentrarse en ella. Ya les recordé la tesis freudiana sobre el malestar de la cultura. Pues bien, su alcance es todavía mayor de lo que Freud supuso; ante todo porque entretanto la presión civilizatoria que él observó se ha multiplicado hasta lo insoportable. Y con ello, las tendencias explosivas sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever. El malestar en la cultura tiene, con todo, un lado social —algo que Freud no ignoró, por mucho que no lo investigara concretamente. Puede hablarse de la claustrofobia de la humanidad en el mundo administrado, de un sentimiento de encierro dentro de un nexo enteramente socializado tejido como una tupida red. Cuanto más tupida es la red, más se procura escapar, y al mismo tiempo precisamente su espesor impide la salida. Esto refuerza la furia contra la civilización, una furia que se vuelve violenta e irracionalmente contra ella.

 

Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, sobre todo contra los percibidos como socialmente débiles y a la vez —con razón o sin ella— como felices. Sociológicamente me atrevería a añadir que nuestra sociedad, a la vez que se integra cada vez más, alimenta en su seno tendencias a la descomposición. Unas tendencias que, ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, están muy avanzadas. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre las personas individuales y las instituciones particulares, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia. Junto con su identidad y su fuerza de resistencia las personas pierden también las cualidades gracias a las que les sería dado oponerse a lo que eventualmente pudiera tentarles de nuevo al crimen. Quizá sean ya apenas capaces de resistir si los poderes establecidos les conminan a reincidir, siempre que esto ocurra en nombre de un ideal en el que creen a medias o incluso no creen ya en absoluto.

 

Cuando hablo de la educación después de Auschwitz hablo de dos ámbitos: en primer lugar, educación en la infancia, sobre todo en la primera; seguidamente, ilustración general llamada a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición; un clima, pues, en el que los motivos que llevaron al horror se hayan hecho en cierto modo conscientes. No pretendo, como es lógico, esbozar el plan de una educación de este tipo, ni siquiera en líneas generales. Pero sí quisiera caracterizar al menos algunos puntos neurálgicos. Con frecuencia se ha responsabilizado —en los Estados Unidos, por ejemplo— al espíritu alemán, tan dócil a la autoridad, del nacionalsocialismo y, por tanto, de Auschwitz. Considero esta explicación demasiado superficial, aunque entre nosotros, como en muchos otros países europeos, los comportamientos autoritarios y la autoridad ciega sobreviven, ciertamente, mucho más tenazmente de lo que parece aceptable en condiciones de democracia formal. Hay que asumir más bien que el fascismo y el terror que alentó guardan una íntima relación con la decadencia de los viejos poderes establecidos del Imperio, que fueron derrocados y abatidos antes de que las personas estuviesen psicológicamente preparadas para determinarse a sí mismas. No se mostraron a la altura de la libertad que les cayó del cielo. De ahí que las estructuras de la autoridad asumieran esa dimensión destructiva y —por así decirlo— demencia! que antes no tenían o, cuanto menos, no mostraban. Si se piensa cómo la visita de tales o cuales soberanos carentes ya de toda función política efectiva hace entrar aún en éxtasis a poblaciones enteras, se verá hasta qué punto está perfectamente fundada la sospecha de que el potencial autoritario es, hoy como ayer, mucho más fuerte de lo que cabría imaginarse. De todos modos, quiero subrayar explícitamente que el retorno o no retorno del fascismo no es, en lo esencial, una cuestión psicológica, sino social. Si me detengo tanto en los aspectos psicológicos es únicamente porque los otros momentos, más esenciales, quedan en buena medida fuera del ámbito operativo de la voluntad educativa, cuando no fuera ya de posibilidad de la intervención del individuo en general.

 

Personas bien intencionadas, que no quieren que vuelva a ocurrir, citan a menudo el concepto de obligación. Responsable de lo ocurrido sería, en efecto, el hecho de que las personas no tengan ya obligaciones. Y, desde luego, el hecho de una de las condiciones del terror sádico-autoritario depende de la pérdida de autoridad. Al sano sentido común le parece posible invocar obligaciones llamadas a contrarrestar, mediante un enérgico «No debes», lo sádico, lo destructivo, lo desintegrador. Por mi parte, considero ilusorio esperar que la apelación a obligaciones o incluso la exigencia de contraer otras nuevas sirva realmente para que el mundo y las personas mejoren. La falsedad de las obligaciones y ataduras que se exigen sólo para conseguir algo —aunque este algo sea bueno—, sin ser experimentadas todavía por las personas como substanciales en sí mismas, es percibida enseguida. Es sorprendente lo pronto que reaccionan hasta las personas más disparatadas e ingenuas cuando se trata de husmear en las debilidades de los mejores. Con facilidad las llamadas obligaciones se convierten o bien en un certificado de sensatez —se las acepta para poder dárselas uno de buen ciudadano—, o bien generan un rencor odioso; es decir, lo contrario, psicológicamente hablando, de lo que se esperaba de ellas. Significan heteronomía, un hacerse dependiente de órdenes, de normas que no se justifican ante la propia razón del individuo. Lo que la psicología llama super-yo, la conciencia moral, es reemplazado en nombre de la obligación por autoridades exteriores, facultativas, intercambiables, como ha podido observarse del modo más claro en la propia Alemania tras el derrumbe del Tercer Reich. Sólo que precisamente la disposición a ponerse de parte del poder e inclinarse externamente, asumiéndolo como norma, ante lo más fuerte, constituye la idiosincrasia típica de los torturadores, una idiosincrasia que no debe volver a levantar la cabeza. Por eso resulta tan fatal la recomendación de obligaciones. Las personas que de mejor o peor grado las aceptan se ven reducidas a un estado de permanente necesidad de recibir órdenes. La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la autonomía, si se me permite valerme de la expresión kantiana; la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego.

 

En una ocasión me asustó mucho una experiencia: en un viaje al lago de Constanza leí en un periódico de Badén un comentario sobre la pieza teatral
de Sartre Muertos sin sepultura, en el que se destacaban las cosas terribles que contenía la obra. Es evidente que la pieza le resultaba altamente desagradable al crítico. Sólo que éste no explicaba su malestar remitiéndose a lo horrible de la cosa misma, es decir, al horror de nuestro mundo, sino que efectuaba una inversión tal que, frente a una actitud como la de Sartre, ocupándose de semejantes cosas, nosotros deberíamos tener —le cito fielmente— un sentido para algo más noble; no podríamos, en fin, reconocer el sinsentido del horror. Dicho brevemente; mediante su sofisticada chachara existencial el crítico quería sustraerse a la confrontación con el horror. Ahí radica, en medida nada desdeñable, el peligro de que el terror se repita, en mantenerlo lejos de nosotros y apartar con violencia a quien ose hablar del mismo, como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los autores.

Como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los autores. En el problema de la autoridad y de la barbarie destaca un aspecto al que
por lo general apenas se atiende. A él remite una observación del libro Der SS-Sfaaf («El Estado de las SS»), de Eugen Kogon, que contiene idea de capital importancia sobre todo este complejo y que dista mucho de haber sido asimilado por la ciencia y la pedagogía en el grado en que debería haberlo sido. Kogon llama la atención sobre el hecho de que los torturadores del campo de concentración en el que él mismo pasó varios años eran, en su mayoría, jóvenes de familias campesinas. La diferencia cultural todavía subsistente entre la ciudad y el campo es una de las condiciones del terror, aunque, ciertamente, no la única ni la más importante. Disto mucho de albergar sentimientos de superioridad sobre la población campesina. Sé muy bien que nadie tiene la culpa de haber nacido y crecido en una ciudad o en la aldea. Me limito a tomar nota del hecho de que probablemente en las zonas rurales ha avanzado menos la superación de la barbarie que en otros lugares. Tampoco la televisión ni los restantes medios de comunicación de masas han modificado gran cosa la situación de quienes no han podido acceder al estado actual de la cultura. Me parece más justo expresar esto y tratar de remediarlo que ensalzar, apelando a los sentimientos, éstas o aquellas cualidades de la vida rural que amenazan con desaparecer. Voy tan lejos como para sostener que la superación de la barbarie en el medio rural es uno de los objetivos educativos más importantes. Éste presupone, de todos modos, un estudio de la consciencia e inconsciencia de las correspondientes poblaciones. Sería, ante todo, necesario ocuparse del impacto que han ejercido los medios modernos de comunicación de masas sobre un estado de consciencia que dista mucho de haber alcanzado el nivel del liberalismo cultural burgués del siglo xix.

 

Para cambiar este estado no sería suficiente con el sistema normal de escuelas populares, muy problemático en muchos sentidos. Se me ocurren
varias posibilidades. Una de ellas —estoy improvisando— consistiría en planificar programas de televisión que tuvieran muy en cuenta los puntos neurálgicos de ese estado específico de consciencia. Pienso también en la formación de algo así como equipos y brigadas móviles de educación, integrados por voluntarios, que fueran a las zonas rurales e intentaran compensar las carencias más graves mediante discusiones, cursos y enseñanzas adicionales. No ignoro, por supuesto, que a estas personas les costaría mucho ganarse a la población. Pero no tardaría en constituirse un pequeño grupo en torno a ellos, capaz tal vez de convertirse en un foco de irradiación.

 

Pero nadie debería llamarse a engaño sobre el hecho de que también en los centros urbanos, y precisamente en los más grandes, está presente la
inclinación arcaica a la violencia. La tendencia global de la sociedad engendra hoy por doquier tendencias regresivas —quiero decir, personas con rasgos sádicos reprimidos. Quisiera recordar en este sentido la relación, desviada y patógena, con el cuerpo que Horkheimer y yo describimos en la
Dialéctica de la Ilustración. Dondequiera que la consciencia esté mutilada, pasa a ser retroproyectada de forma no libre y que es propicia a actos de violencia sobre el cuerpo y la esfera de lo corporal. Basta con reparar en la forma en que en cierto tipo de personas incultas su propio lenguaje —sobre todo cuando se les replica o interrumpe— se vuelve amenazador, como si los gestos lingüísticos fuesen en realidad los de una violencia física apenas controlada. Habría que analizar también, por cierto, el papel que juega en todo esto el deporte, tan insuficientemente estudiado todavía por parte de una psicología social de orientación crítica. El deporte es ambivalente: puede generar, por una parte, efectos contrarios a la barbarie y antisádicos mediante el fair play (juego limpio), la caballerosidad y el respeto por el más débil. Por otra, sin embargo, puede fomentar en algunas de sus formas y procedimientos, agresión, brutalidad y sadismo, sobre todo en personas que no se someten ellas mismas al esfuerzo y la disciplina del deporte sino que se limitan a ejercer de meros espectadores; en quienes acostumbran a vociferar en los estadios. Esta ambivalencia debería ser analizada sistemáticamente. En la medida en que la educación pueda ejercer alguna influencia al respecto, sus resultados deberían ser aplicados a la vida deportiva.

 

Todo esto guarda una relación más o menos estrecha con la vieja estructura ligada a la autoridad, con modos de comportamiento —casi diría— propios del bueno y rancio carácter autoritario. Pero lo que produce Auschwitz, los tipos característicos del mundo de Auschwitz, son presumiblemente algo nuevo. Expresan, por una parte, la identificación ciega de lo colectivo. Están, por otra, troquelados para la manipulación de las masas, de lo colectivo, como los Himmier, Hóss, Eichmann. Soy de la opinión de que lo más importante para evitar el peligro de una repetición es combatir la supremacía ciega de todos los colectivos, fortalecer la resistencia a ellos arrojando luz sobre el problema de la colectivización. Esto no es en absoluto algo tan abstracto como puede parecer a la luz de la pasión con la que precisamente personas jóvenes, de conciencia progresista, tienden a encuadrarse en lo que sea. Puede ponerse fácilmente en relación con el sufrimiento que los colectivos inflingen, sobre todo al principio, a cuantos individuos ingresan en ellos. Basta con pensar en las primeras experiencias en la escuela. Habría que combatir todos esos modos de folk-ways, de costumbres populares y ritos de iniciación, del tipo que sea, que causan dolor físico a un ser humano —a veces, hasta lo insoportable— como precio a pagar para poder sentirse parte integrante, uno más del colectivo. La perversidad de costumbres como la de las noches salvajes, la de la justicia popular bávara y otras de este tipo, de raigambre popular y a veces muy estimadas, constituye una prefiguración directa de la violencia nacionalsocialista. No es ninguna casualidad que los nazis enaltecieran y frecuentaran tales atrocidades con el nombre de «Brauchtum» (propio
de los usos y costumbres). Toda una tarea, y muy actual, para la ciencia. Que podría invertir drásticamente esa tendencia folclorizante y populista, de la que los nazis se apoderaron con entusiasmo, poniendo así coto a la supervivencia, a un tiempo brutal y fantasmal, de tales distracciones populares.

 

 

Lo que en toda esta esfera está en juego es un presunto ideal que no ha dejado de jugar también, ciertamente, un papel importante en la educación
tradicional, el de la dureza. Un ideal que acostumbra a invocar también en su favor, de forma bastante ignominiosa, un dicho de Nietzsche, que en realidad tiene un significado muy distinto. Recuerdo que, durante el proceso de Auschwitz, el terrible Boger tuvo un estallido que culminó en un panegírico de la educación para la disciplina mediante la dureza. Una dureza necesaria para producir el tipo de ser humano que a él le parecía cabal. Esta imagen pedagógica de la dureza, en la que muchos creen sin reflexionar sobre ella, está profundamente errada. La idea de que la virilidad consiste en una máxima capacidad de resistencia ha sido durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que —como ha hecho ver la psicología— viene a coincidir muy fácilmente con el sadismo. La tan loada dureza, para la que tendríamos que ser educados, significa sin más indiferencia frente al dolor, sin una distinción demasiado nítida entre el dolor propio y el ajeno. Quien es duro consigo mismo se arroga el derecho de ser duro también con los demás, y se venga así del dolor cuyos efectos y movimientos no sólo no pudo manifestar, sino que tuvo que reprimir. Tan importante es elevar a consciente este mecanismo como promover una educación que no premie ya, como ayer, el dolor y la capacidad de soportarlo. La educación debería, con otras palabras, tomar en serio una idea que no deja de resultarle familiar a la filosofía: la de que el temor no debe ser reprimido. El medio más efectivo, probablemente, para conseguir la anulación de parte del efecto destructor del miedo inconsciente y desviado pasa por no reprimir el miedo, pasa porque uno se permita tener tanto temor como la realidad se merece.

 

Las personas que se encuadran a ciegas en colectivos se convierten a sí mismas en algo casi material, se borran como seres autodeterminados. Con
ello se corresponde la disposición a tratar a los otros como una masa amorfa. En Authoritarian Personality («La personalidad autoritaria») * hablé, a propósito de quienes se comportan así, de carácter manipulador, y ello en una época en la que el diario de Hóss o las notas de Eichmann aún no se conocían. Mis descripciones del carácter manipulador datan de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. En ocasiones la psicología social y la sociología dan en construir conceptos que sólo más tarde se confirman plenamente empíricos. El carácter manipulador —cualquiera puede controlarlo en las fuentes relativas a esos líderes nazis, que están a disposición de todos— se distingue por su manía organizadora, por su absoluta incapacidad para tener experiencias humanas inmediatas, por un determinado tipo de falta de emoción, por un realismo exagerado. Quiere llevar adelante a cualquier precio una presunta, aunque ilusoria, política realista. Ni por un momento se imagina o desea el mundo de otro modo que como es; poseído por la voluntad de doing tilings, de hacer cosas, independientemente del contenido de ese hacer. Convierte la actividad, la llamada efficiency (eficiencia) como tal, en un culto que encuentra eco en la propaganda a favor del hombre activo. Entretanto, este tipo humano —si mis observaciones no me engañan y algunas investigaciones sociológicas permiten generalizar— ha alcanzado una difusión muy superior a lo que cabría imaginar. Lo que en su día ejemplificaron algunos monstruos nazis podría constatarse hoy en muchas personas, como delincuentes juveniles, jefes de bandas y similares, sobre los que los periódicos informan día tras día. De tener que reducir a una fórmula este tipo de carácter manipulador —tal vez no se debiera, pero puede ayudar a la comprensión—, lo caracterizaría como el tipo de la consciencia cosificada. Se trata, en primer lugar, de personas de una índole tal que se han asimilado en cierto modo a las cosas. Seguidamente, y si pueden, asimilan los demás a las cosas. El término «fertigmachen» (acabar con, liquidar), tan popular en el mundo de los «fíowdie» (gamberros) juveniles como entre los nazis, expresa esto del modo más claro. Esta expresión define a las personas como cosas disponibles en un doble sentido. La tortura es, según Max Horkheimer, la adaptación dirigida y en cierto modo acelerada de los hombres a lo colectivo. Algo de ello late en el espíritu de la época, por poco que tenga que ver con el espíritu. Me limito a citar el dicho de Paul Valéry, anterior a la última guerra, según el cual la inhumanidad tiene un gran futuro. En la medida en que dichos seres
manipuladores, incapaces de experiencias propiamente dichas, muestran precisamente por ello rasgos de inaccesibilidad que los emparentan con ciertos enfermos mentales o caracteres psicóticos, los esquizoides, resulta muy difícil ir contra el mismo.

 

En los intentos de oponerse a la repetición de Auschwitz sería esencial, en mi opinión, poner en claro, en primer lugar, cómo aparece el carácter manipulador, con vistas a impedir, en la medida de lo posible, su surgimiento mediante la transformación de las condiciones. Quiero hacer una propuesta concreta: que se estudie a los culpables de Auschwitz con todos los métodos de que dispone la ciencia, sobre todo con psicoanálisis prolongados durante años, de cara a descubrir, si es posible, cómo surgen tales seres humanos. Ellos, por su parte, y éste es el bien que aún podían hacer, ayudarían así tal vez, en contradicción con su propia estructura caracteriológica, a que el horror no se repitiera, siempre, claro es, que quisieran colaborar en la investigación de su génesis. No sería fácil, en cualquier caso, hacerles hablar; bajo ningún concepto sería lícito aplicar nada parecido a sus métodos para averiguar cómo llegaron a convertirse en lo que se convirtieron. De momento se sienten —precisamente en su colectivo, en el sentimiento de ser todos ellos viejos nazis— tan protegidos, no obstante, que apenas alguno de ellos ha mostrado sentimientos de culpa. Pero es de suponer que también existirán en ellos, o al menos en algunos, puntos psicológicos de abordaje al hilo de los que sería posible transformar esto. Pienso, por ejemplo, en su narcisismo o, dicho llanamente, en su vanidad. Cuando pueden hablar sin inhibiciones de sí mismos, como Eichmann, quien, por cierto, llenó bibliotecas enteras con sus declaraciones, tienen la ocasión de sentirse importantes. Cabe presumir, por último, que también en estas personas habrá, si se profundiza en ellas, algún resto de la vieja instancia de la conciencia moral, una instancia hoy en buena medida en vías de disolución. Una vez conocidas las condiciones internas y externas que los hicieron así —si me es concedido operar con la hipótesis de la posibilidad de averiguarlas efectivamente— podrían quizá sacarse algunas consecuencias prácticas encaminadas a evitar que vuelva a ocurrir algo parecido. La utilidad o inutilidad del intento sólo se mostrará cuando se emprenda; no quiero sobrevalorarlo. Hay que tener bien claro que los seres humanos no pueden ser explicados automáticamente a partir de tales condiciones. En igualdad de condiciones unos salieron así y otros de modo muy distinto. A pesar de todo, valdría la pena. Ya el simple planteamiento de la cuestión de cómo alguien ha llegado a convertirse en lo que es encierra un potencial de ilustración. Porque corresponde a los estados perniciosos de consciencia e inconsciencia al que el ser-así propio —el que uno sea así y no de otro
modo— sea tomado falsamente por naturaleza, por algo dado de un modo inalterable y no simplemente ocurrido. Cité el concepto de consciencia cosificada. Pues bien, esta consciencia es, ante todo, una consciencia que se ciega frente a todo ser devenido, frente a toda penetración cognitiva en lo condicionado de uno mismo, una consciencia, en fin, que absolutiza lo que es-así. Si se lograra romper este mecanismo compulsivo, algo se ganaría. Esa es, al menos, mi opinión.

 

La relación con la técnica tendría que ser también tratada de modo preciso, en un siguiente paso, y no solo en los pequeños grupos, en conexión con
la consciencia cosificada. Se trata de una relación tan ambivalente como la existente en el deporte, con el que, por otra parte, no deja de tener cierto parentesco. Cada época produce, por una parte, las personalidades —tipos de distribución de energía psíquica—, que socialmente necesita. Un mundo
como el actual, en el que la técnica ocupa una posición central, produce hombres tecnológicos, acordes con la técnica. Lo que no deja de tener su racionalidad específica: en su estrecho ámbito serán más competentes, pudiendo ello influir luego en lo general. En la relación actual con la técnica, hay, por otra parte, algo de exagerado, de irracional, de patógeno. Tal cosa guarda relación con el «velo tecnológico». Las personas tienden a tomar la técnica por la cosa misma, tienden a considerarla como un fin en sí misma, como una fuerza dotada de entidad propia, olvidando al hacerlo que la técnica no es otra cosa que la prolongación del brazo humano. Los medios —y la técnica es la encarnación suprema de unos medios para la autoconservación de la especie humana— son fetichizados, porque los fines —una vida humana digna— han quedado cubiertos por un velo y han sido erradicados de la consciencia de las personas. Al nivel de generalidad en el que lo he formulado, esto debería ser evidente. Pero se trata de una hipótesis todavía demasiado abstracta. No se sabe en absoluto de un modo preciso cómo se impone la fetichización de la técnica en la psicología individual de los seres particulares; no se sabe dónde radica el umbral entre una relación racional con la técnica y esa sobrevaloración que lleva, finalmente, a que quien proyecta un sistema de trenes para llevar las víctimas a Auschwitz, sin interferencias y del modo más rápido posible, olvide lo que ahí ocurre con ellas. El tipo inclinado a la fetichización de la técnica es, dicho llanamente, el correspondiente a personas incapaces de amar. Esta afirmación no debe ser tomada en un sentido sentimental ni moralizante; designa simplemente una relación libidinal deficiente con otras personas: se trata de seres absolutamente fríos, que tienen que negar en su fuero interno la posibilidad del amor, y que rechazan de entrada, antes de que pueda desarrollarse, su amor a los demás. La capacidad de amor que sobrevive aún en ellos es forzosamente volcada a los medios. Las personalidades cargadas de prejuicios y afectos a la autoridad de las que nos ocupamos en Authoritarian personality («La personalidad autoritaria»), en Berkeley, suministraron no pocas pruebas al respecto. Un sujeto de experimentación —y ya esta misma expresión es propia de la consciencia cosificada— decía de sí mismo: «I like nice equipment» (me gustan los equipos bonitos, los aparatos bonitos), prescindiendo por completo de cuáles fueran tales aparatos. Su amor era absorbido por cosas, por las máquinas como tales. Lo alarmante en todo esto —alarmante, porque permite ver lo inútil de oponerse—, es que se trata de una tendencia profundamente coincidente con la tendencia civilizatoria global. Combatirla equivale a algo así como ir en contra del espíritu del mundo; pero con ello no hago sino repetir algo que caracterice al comienzo como el aspecto más sombrío de una educación contra Auschwitz.

 

Decía que esos hombres son fríos de un modo muy especial. Permítanme que dedique unas breves palabras a la frialdad en general. Si la frialdad no
fuera un rasgo antropológico general, esto es, propio de la constitución de los seres humanos tal como estos son realmente en nuestra sociedad, y si éstos no fueran, consecuentemente, de todo punto indiferentes a lo que les ocurre a los demás, con excepción de unos pocos con los que están íntimamente unidos y con los que comparten intereses, Auschwitz no hubiera sido posible; las personas no lo hubieran tolerado. En su actual estructura —y desde hace siglos, sin duda— la sociedad no descansa, como se asume ideológicamente desde Aristóteles, en la atracción, sino en la persecución del interés propio en detrimento de los intereses de los demás. Esto ha troquelado el carácter de los hombres hasta en su más íntima entraña. Lo que se opone a ello, el instinto gregario de la llamada lonely crowd, de la muchedumbre solitaria, es una reacción en contra, un conglomerado de gente fría que no soporta su propia frialdad, pero que tampoco puede transformarla. Todos los hombres, sin excepción, se sienten hoy poco amados, porque ninguno de ellos puede amar suficientemente. La incapacidad para la identificación fue, sin duda alguna, la
condición psicológica más importante para que pudiera ocurrir algo como Auschwitz entre personas en cierta medida bien educadas e inofensivas.
Lo que suele llamarse «colaboracionismo» fue en un principio interés de negocio: que la ventaja propia prevaleciera sobre cualquier otra, y para no ponerla en peligro, cerrar la boca. Ésta es una ley general de lo establecido. El silencio bajo el terror fue tan sólo una consecuencia suya. La frialdad de la mónada social, del competidor aislado, fue, en cuanto indiferencia frente al destino de los demás, el factor condicionante de que muy pocos se movieran. Los esbirros que se encargan de la tortura lo saben muy bien; lo comprueban de nuevo una y otra vez.

 

No me entiendan mal. No pretendo predicar el amor. Me parece inútil predicarlo. Además, nadie tendría derecho a hacerlo, porque la carencia de amor es —como ya dije— una carencia de todos los seres humanos sin excepción, tal como hoy existen. Predicar amor presupone ya, en aquellos a los que la prédica va dirigida, una estructura caracteriológica distinta a la que se quiere modificar. Porque los seres a los que hay que amar son incapaces de amor, y por eso mismo en modo alguno tan dignos de ser amados. Uno de los grandes impulsos del Cristianismo, no coincidente de modo inmediato con el dogma, fue el de acabar con la frialdad que todo lo empapaba. Pero ese intento fracasó; tal vez porque dejó intacto el orden social que produce y reproduce la frialdad. Es posible que ese latido cálido entre las personas por el que tanto anhelo se ha sentido siempre no haya existido nunca, salvo en períodos breves y en grupos muy pequeños, tal vez entre pacíficos salvajes. Los tan denostados utopistas fueron conscientes de ello. Y así. Charles Fourier caracterizó la atracción como algo aún por establecer mediante un orden social humano, reconociendo a la vez que ese estado sólo será posible cuando las pulsiones humanas dejen de ser reprimidas para pasar a ser satisfechas y desbloqueadas. Si algo puede ayudar al hombre contra la frialdad generadora de desdicha es el conocimiento de las condiciones que determinan su formación y el esfuerzo por oponerse anticipadoramente a ellas en el ámbito individual. Podri’a pensarse que cuanto menos se fracasa en la infancia, cuanto mejor son tratados los niños, mayores son las oportunidades. Pero también aquí amenazan ilusiones. Los niños que nada sospechan de la crueldad y de la dureza de la vida son los que más expuestos se encuentran a la barbarie tan pronto como abandonan su entorno protector. Y lo que, sobre todo, no se puede es animar al calor a los padres, que son ellos mismos productos de esta sociedad, cuyas marcas llevan. La incitación a dar más calor a los niños pone en marcha artificialmente el calor y al actuar así, lo niega. Y, por otra parte, no es posible exigir amor en relaciones profesionalmente mediadas, como las que unen a maestros y alumnos, médicos y pacientes, abogados y clientes. El amor es algo inmediato y está por esencia en contradicción con las relaciones mediatas. La recomendación de amar—tanto más en la forma imperativa del deber de hacerlo— es ella misma un componente de la ideología que eterniza la frialdad. Característico de ella es lo coactivo, lo represivo, que actúa contra la capacidad de amar. De ahí que lo primero que habría que hacer es procurar que la frialdad tomara consciencia de sí misma, de las condiciones que la generaron.

 

Permítanme acabar dedicando unas breves palabras a algunas posibilidades de concienciación de los mecanismos subjetivos sin los que Auschwitz
no hubiera sido posible. El conocimiento de tales mecanismos es, en cualquier caso, necesario; también el de los de la defensa estereotipada que bloquea dicha consciencia. Quienes aún dicen hoy que las cosas no fueron tan graves, están ya defendiendo lo ocurrido, y estarían sin duda dispuestos a asentir o a colaborar si ocurriera de nuevo. Aunque la ilustración racional no disuelve de forma directa —como la psicología sabe muy bien— los mecanismos inconscientes, sí refuerza al menos en el preconsciente ciertas contra-instancias y contribuye a crear un clima desfavorable a la desmesura. Si la consciencia cultural en su conjunto tomara buena nota del carácter patógeno de los rasgos que en Auschwitz jugaron un papel tan grande, las personas podrían tal vez controlarlos mejor.

 

Habría además que clarificar la posibilidad de desviar lo que se desfogó en Auschwitz. Mañana puede llegarle el turno a otro grupo que los judíos; a
los viejos, por ejemplo, que durante el Tercer Reich aún fueron respetados en Alemania, o a los intelectuales, o simplemente a grupos diferenciados. El clima que más favorece semejante repetición es —ya lo he sugerido— el del nacionalismo resurgente. Un nacionalismo negativo precisamente porque en la época de la comunicación internacional y de los bloques supranacionales no puede ya creer cabalmente en sí mismo y tiene que hipertrofiarse hasta la desmesura para convencerse y convencer a los otras de que aún es sustancial.

 

No habría que renunciar a indicar posibilidades concretas de resistencia. Habría que abordar, por ejemplo, la historia de los asesinatos por eutanasia,
que en Alemania, no alcanzaron, gracias a la resistencia que se les opuso, la amplitud proyectada por los nacionalsocialistas. La oposición se limitó al propio grupo, lo que no deja de representar un síntoma singularmente llamativo y ampliamente difundido de la frialdad universal. Semejante oposición es, de todos modos, además de lo dicho, muy limitada, si se piensa en la insaciabilidad propia del principio de las persecuciones. Toda persona que no pertenece precisamente al grupo de los perseguidores puede ser sin más liquidada; hay, pues, ahí un crudo interés egoísta al que es posible apelar. Habría, por último, que preguntarse por las condiciones específicas, históricamente objetivas, de las persecuciones. En una época en la que el nacionalismo está anticuado, los llamados movimientos de renovación nacional se muestran especialmente proclives, como es evidente, a las prácticas sádicas.

 

La educación política en su conjunto debería, en fin, centrarse en hacer imposible la repetición de Auschwitz. Tal cosa sólo será posible si aborda
además este problema, el más importante de todos, abiertamente, sin miedo de chocar con poderes establecidos del tipo que sea. Para ello tendría que
transformarse en sociología, es decir, tendría que instruir sobre el juego de fuerzas sociales que tiene lugar por debajo de la superficie de las formas políticas. Debería ser analizado críticamente, por sólo citar un modelo, un concepto tan respetable como el de la razón de Estado: cuando se sitúa el
derecho del Estado por encima del de sus miembros, el terror está ya potencialmente asentado.

 

Walter Benjamin me preguntó una vez en París durante la emigración, cuando yo aún volvía esporádicamente alguna vez a Alemania, si había allí
suficientes esbirros dispuestos a torturar y ejecutar lo que los nazis ordenaran. Los había. La pregunta tiene, no obstante, una justificación profunda.

 

Benjamin percibía que los hombres que ejecutan actúan, a diferencia de los asesinos de mesa de despacho y de los ideólogos, en contradicción con sus
propios intereses inmediatos, se convierten en asesinos de sí mismos al asesinar a los otros. Me temo que por muchas y amplias que sean las medidas
que se tomen en el ámbito de la educación, apenas será posible impedir que sigan surgiendo asesinos de mesa de despacho. Pero que haya seres humanos que en posiciones inferiores, reducidos a esclavos, ejecutan lo que les perpetúa en su esclavitud y les priva de su propia dignidad, que sigan habiendo Bogers y Kaduks, esto es cosa contra la que cabría hacer algo mediante la educación y la ilustración.

 

Traducción Jacobo Muñoz.

 

 


La lógica de la insurrección, Alfredo María Bonanno, 1984.

De la revista Insurrection nro 1.

 

Cuando escuchamos la palabra insurrección pensamos en algún momento preciso de agitación en el pasado, o imaginamos un choque similar en el futuro. La insurrección espontánea ocurre cuando las personas son empujadas más allá de sus límites de resistencia en sus puntos de explotación. Ciertos hechos tienen lugar: enfrentamientos callejeros, ataques contra la policía, destrucción de los símbolos del capitalismo (bancos, joyeros, supermercados, etc.). Tales momentos de violencia popular atrapan a los anarquistas sin preparación, sorprendidos de que la apatía de ayer se transforme en la ira de hoy.

Mira Brixton hace un par de años: los anarquistas no eran, no podrían haber sido, protagonistas en los disturbios. Los eventos los tomaron por sorpresa. La gente se levantó por razones aparentemente simples, pero que estaban eclosionando debajo de la superficie durante mucho tiempo. La participación de anarquistas fue simplemente la de adaptarse a la situación, el invitados de una insurrección pero no actuando con una lógica insurreccional. Lanzar un ladrillo no es la mejor manera para que un revolucionario consciente participe en una insurrección.

 

Cuando hablamos de aplicar una lógica de insurrección nos referimos a hacer las cosas al revés. No nos limitamos a identificar áreas de tensión social y unirnos cuando explota, tratamos de estimular la rebelión y aún más, proponer y participar en la formación de una organización de revuelta.

 

Tratemos de ser lo más claros posible.

 

El tipo de organización que queremos decir debe ser de carácter asociativo, social o de masas—un comité, grupo de apoyo, liga contra la represión, asociación por los derechos de vivienda, grupos antinucleares, liga abstencionista contra las elecciones, etc—no un grupo anarquista específico. ¿Por qué la gente debería pertenecer a un grupo anarquista para participar en una lucha social?

 

La participación de la gente en este tipo de estructura puede ser ilimitada, dependiendo del trabajo que los anarquistas logren hacer dentro de ella. Comenzando con un puñado de camaradas y personas más motivadas en una lucha en particular, ya sea una huelga salvaje, despidos masivos, una base contra la propuesta de la OTAN, okupaciones, etc., implicaría inicialmente difundir información sobre la situación establecida de la manera más clara y directa posible.

 

Se utilizarían folletos, revistas, carteles, debates, conferencias, reuniones públicas, etc., y se formaría la encarnación de uno de los grupos mencionados anteriormente. Cuando hay alguna respuesta a esta parte del trabajo es el momento de establecer un lugar de reunión y número de contacto. Las acciones de los organizativos serán más efectivas a medida que avance la lucha, aumenten los números y se desarrolle la represión contra ella.

 

El resultado no será seguro. La presencia activa de los anarquistas no significa control, sino más bien estimulación. Tienen los mismos derechos que el otro y no tienen un peso particular en la toma de decisiones. Sus sugerencias se considerarán válidas si ambas están en sintonía con el nivel general de sentimiento y al mismo tiempo tratan de empujarlo hacia adelante.

 

Las propuestas tímidas o vacilantes serían rechazadas como obstáculos para avanzar en la lucha y traicionar las necesidades y la rebelión. Una propuesta demasiado avanzada, que vaya más allá del nivel del momento sería considerada imposible, peligrosa y contraproducente. La gente se retiraría, temerosa de estar confundida en quién sabe qué.

 

Por lo tanto, los anarquistas que operan dentro de esta estructura deben estar en contacto con la realidad y proponer acciones que sean posibles y comprensibles. Es posible que una rebelión de desorden en expansión pueda evolucionar a partir de este trabajo inicial de estimulación. Esto es lo que queremos decir con los métodos y la lógica de la insurrección. Es bastante diferente a la lógica del sindicato y el sindicalismo (incluido el anarcosindicalismo), estructuras que comienzan desde una lógica de defensa en lugar de una de ataque. Tienden al crecimiento cuantitativo (aumento de la membresía) y a defender las ganancias pasadas y, en el caso de los sindicatos, a proteger los intereses de una categoría.

 

Lo que proponemos, por el contrario, son estructuras asociativas básicas organizadas para hacer frente a un objetivo de lucha y estimular los sentimientos de rebelión de los pueblos, para culminar en una insurrección lo más consciente posible.

 

Usando este método no hay forma de que los anarquistas dentro de la estructura puedan transformarse en un grupo de liderazgo o poder. De hecho, como hemos dicho, están obligados a seguir las condiciones de la lucha. No están trabajando para un crecimiento cuantitativo en su propio grupo anarquista. No pueden proponer simplemente acciones defensivas, sino que están obligados a ir hacia acciones cada vez más avanzadas. Por un lado, estas acciones pueden conducir a la insurrección y niveles que no se pueden predecir. Por otro lado, pueden no ser efectivos. En cualquier caso, la estructura asociativa original inevitablemente se vuelve redundante, y los anarquistas volverán a lo que estaban haciendo antes.

 

 

 

Traducción al Español por V de Invisible

 

Texto extraído de Anarchist Library.