Representar al colonizado: los interlocutores de la antropología. Edward Said

Pas un bout de ce monde qui ne porte mon empreinte digitale et mon calcanéum sur le dos des gratte-ciel et ma crasse dans le scintillement des gemmes!

AIMÉ CÉSAIRE,

Cahier d’un retour au pays natal

Cada una de las cuatro palabras principales del título de estos comentarios habita un campo un tanto agitado y de algún modo turbulento. Ahora es casi imposible, por ejemplo, recordar la época en que las personas no hablaban de crisis de la representación. Y cuanto más se analiza y discute la crisis, antes parecen localizarse sus orígenes. La argumentación de Michel Foucault ha planteado de un modo quizá más convincente y más atractivo la idea que aparece en las obras de historiadores de la literatura como Earl Waserman, Erich Auerbach o M.H. Abrams de que con la erosión del consenso clásico, las palabras ya no constituían un medio transparente a través del cual resplandeciera el Ser. Más bien, había de emerger como objeto de atención filológica el lenguaje entendido como una esencia opaca y, sin embargo, curiosamente abstracta e inaprehensible, para a partir de entonces neutralizar e inhibir toda tentativa de representar la realidad de forma mimética. En la era de Nietzsche, Marx y Freud, la representación tiene, por tanto, que competir no sólo con la conciencia de las formas y convenciones lingüísticas, sino también con las presiones de fuerzas transpersonales, transhumanas y transculturales como la clase, el inconsciente, el género, la raza y la estructura. Las transformaciones que todo ello ha llevado emparejadas en lo que se refiere a nuestras ideas de cosas inicialmente estables como los autores, los textos y los objetos son, de forma bastante literal, irrepetibles y ciertamente impronunciables. Ahora representar a alguien o siquiera algo se ha convertido en un desafío tan complejo y problemático como una asíntota, con consecuencias para la certeza y la decidibilidad tan cargadas de dificultades como pueda imaginarse.

La idea del colonizado, por referirme ahora al segundo de los cuatro términos, presenta su propia marca de volatilidad. Antes de la Segunda Guerra Mundial los colonizados eran los habitantes del mundo no occidental y no europeo que habían sido dominados y a menudo colonizados por los europeos. Consecuentemente, por tanto, el libro de Albert Memmi situaba tanto al colonizador como al colonizado en un mundo especial, con sus propias leyes y situaciones, igual que en Los condenados de la tierra Frantz Fanon hablaba de que la ciudad colonial estaba dividida en dos mitades aisladas, que se comunicaban entre sí mediante una lógica de violencia y contraviolencia.[60] Para cuando las ideas de Alfred Sauvy sobre los Tres Mundos se habían institucionalizado en la teoría y en la práctica, el colonizado se había vuelto sinónimo del Tercer Mundo. (1)

No obstante, había una presencia colonial continuada de las potencias occidentales en diversas partes de África y Asia, muchos de cuyos territorios habían alcanzado la independencia en gran medida en la época que rodeaba a la Segunda Guerra Mundial. Así, «el colonizado» no era un grupo histórico que hubiera obtenido la soberanía nacional y que por tanto se hubiera disuelto, sino una categoría que incluía tanto a los habitantes de estados recién independizados como a pueblos súbditos de territorios adyacentes todavía colonizados por europeos. El racismo siguió siendo una fuerza importante con mortíferos efectos en las horrendas guerras coloniales y los sistemas de gobierno rígidamente implacables. La experiencia de ser colonizado significó, por tanto, muchísimo para las regiones y pueblos del mundo cuya experiencia como gentes dependientes, subalternas y sometidas a Occidente no terminó —parafraseando a Fanon— cuando se marchó el último policía blanco y se arrió la última bandera europea(2). Haber sido colonizado era un destino de consecuencias perdurables y sin duda grotescamente injustas, sobre todo después de que se hubiera alcanzado la independencia nacional. Pobreza, dependencia, subdesarrollo, patologías diversas del poder y la corrupción, además de, por supuesto, notables avances en la guerra, la alfabetización y el desarrollo económico: esta mezcla de rasgos designaba al pueblo colonizado que se había liberado en un determinado plano pero que en otro seguía siendo víctima de su pasado.(3)

Y lejos de ser una categoría que supusiera súplica o autocompasión, «el colonizado» desde entonces se ha extendido considerablemente hasta incluir a mujeres, clases sociales dominadas y oprimidas, minorías nacionales e incluso subespecialidades académicas marginadas o asiY lejos de ser una categoría que supusiera súplica o autocompasión, «el colonizado» desde entonces se ha extendido considerablemente hasta incluir a mujeres, clases sociales dominadas y oprimidas, minorías nacionales e incluso subespecialidades académicas marginadas o asimiladas. En torno al colonizado ha surgido todo un vocabulario de expresiones, todas las cuales refuerzan, cada una a su modo, el espantoso carácter secundario de gente que, según la burlona caracterización de V.S. Naipaul, está predestinada sólo a utilizar el teléfono, nunca a inventarlo. Por tanto, la condición de pueblo colonizado se ha fijado en zonas de dependencia y periferia, estigmatizado en la designación de estados subdesarrollados, menos desarrollados o en vías de desarrollo, gobernados por un colono superior, desarrollado o metropolitano que fue postulado teóricamente como cacique categóricamente antitético. En otras palabras, el mundo todavía se dividía en superiores e inferiores, y si la categoría de los seres inferiores se había ensanchado hasta incluir un montón de gente nueva así como una nueva época, tanto peor para ellos. Por tanto, ser uno de los colonizados es ser potencialmente una gran cantidad de cosas diferentes, pero todas inferiores, en muchos lugares distintos y muchos momentos distintos.

En lo que se refiere a la antropología como categoría, apenas necesita que alguien ajeno a ella como yo añada mucho a lo que ya se ha dicho o escrito acerca del desconcierto producido en al menos algunos ámbitos de la disciplina. Sin embargo, y hablando en términos generales, pueden subrayarse aquí un par de cuestiones. Una de las tendencias principales de los debates disciplinares durante los últimos aproximadamente veinte años proviene de la conciencia del papel que han desempeñado en el estudio y representación de las sociedades no occidentales «primitivas» o menos desarrolladas por parte del colonialismo occidental la explotación de la dependencia, la opresión de los campesinos y la manipulación o gestión de las sociedades indígenas con fines imperiales. Esta conciencia se ha traducido en diversas formas de antropología marxista o antiimperialista, como por ejemplo la obra temprana de Eric Wolf, Coffee and Capitalism in the Venezuelan Andes, de William Roseberry, We Eate the Mines and the Mines Eat Us, de June Nash, The Devil and Commodity Fetishism in South America, de Michael Taussig, y algunos otros. Este tipo de obra de oposición está admirablemente modelada por la antropología feminista (por ejemplo, The Woman in the Body, de Emily Martin o Veiled Sentiments de Lila Abu-Lughod), la antropología histórica (por ejemplo, Lions of the Punjab, de Richard Fox), los trabajos relacionados con la lucha política contemporánea (Body of Power, Spirit of Resistance, de Jean Comaroff), la antropología estadounidense (por ejemplo, la de Susan Harding sobre el fundamentalismo) y la antropología de denuncia (Victims of the Miracle, de Shelton Davis).

La otra corriente importante es la de la antropología posmoderna practicada por estudiosos influidos por la teoría literaria en términos generales, y más específicamente por teóricos de la escritura, el discurso y las formas del poder, como Foucault, Roland Barthes, Clifford Geertz, Jacques Derrida y Hayden White. Estoy impresionado, no obstante, de que pocos de los académicos que han contribuido en recopilaciones como Retóricas de la antropología o Anthropology as Cultural Critique (4) —por nombrar sólo dos libros recientes muy visibles— hayan apelado explícitamente a un final de la antropología, como por ejemplo han recomendado de hecho una serie de estudiosos de la literatura para el concepto de literatura. Sin embargo, también me impresiona que pocos de los antropólogos que se leen fuera de la antropología hagan un secreto del hecho de que desearían que la antropología y los textos antropológicos pudieran ser más literarios o tuvieran un estilo y una conciencia más influidos por la teoría de la literatura, o que los antropólogos dedicaran más tiempo a pensar en la textualidad y menos en la descendencia matrilineal, o que las cuestiones relativas a la poética cultural adoptaran un papel más central en su investigación que, pongamos por caso, las cuestiones de organización tribal, economía agrícola y clasificación primitiva.

Pero estas dos tendencias ocultan problemas más profundos. Dejando a un lado los análisis y debates obviamente importantes que se desarrollan en el ámbito de determinados subcampos de la antropología como los estudios andinos o la religión indígena, la obra reciente de especialistas marxistas, antiimperialistas y metaantropológicos (Geertz, Taussig, Wolf, Marshall Sahlins, Johannes Fabian y otros) revela, no obstante, un malestar genuino respecto al estatuto sociopolítico de la antropología en su conjunto. Quizá esto sea válido hoy día para todos los campos de las ciencias humanas, pero es especialmente cierto de la antropología. Como ha escrito Richard Fox:

Hoy día la antropología parece intelectualmente amenazada en la misma medida en que los antropólogos se han convertido en una especie de estudiosos en peligro. El peligro profesional tiene que ver con el caída del empleo, los programas universitarios, el apoyo a la investigación y demás erosiones del estatus profesional de los antropólogos. La amenaza intelectual de la antropología procede del interior de la disciplina: dos perspectivas de la cultura en conflicto [lo que Fox denomina el materialismo cultural y la culturología] que comparten demasiado y discuten acerca de demasiado poco. (5)

Es curioso y sintomático que el destacable libro del propio Fox, Lions of the Punjab, del que han sido extraídas estas líneas, tenga en común con otros influyentes diagnosticadores del mal du siècle de la antropología como Sherry Ortner (6) —y que coincide con lo que yo creo— que la alternativa saludable sea una práctica basada en la práctica, reforzada con ideas sobre la hegemonía, la reproducción social y la ideología tomadas de no antropólogos como Antonio Gramsci, Raymond Williams, Alain Tourain y Pierre Bourdieu. Sin embargo, persiste la impresión de un hondo sentimiento de agotamiento del paradigma kuhniano, con consecuencias para el estatus de la antropología que, en mi opinión, son extraordinariamente inquietantes.

Supongo que también hay cierto temor (justificado) a que los antropólogos de hoy día ya no puedan aproximarse al campo poscolonial con tanta facilidad como en épocas anteriores. Esto, por supuesto, es un desafío político a la etnografía precisamente en el mismo terreno en que, en épocas anteriores, los antropólogos eran relativamente soberanos. Las respuestas han variado. Otros han utilizado la violencia que emana del campo como un tópico para la teoría posmoderna. Y en tercer lugar, algunos otros han utilizado el discurso antropológico como espacio para la construcción de modelos de cambio o transformación social. Ninguna de estas respuestas, sin embargo, es tan optimista respecto a la empresa como lo fueron los colaboradores revisionistas del libro de Dell Hymes Reinventing Anthropology o de Stanley Diamon en su importante libro In Search of the Primitive, una generación académica antes.

Finalmente, la palabra «interlocutores». Aquí de nuevo estoy impresionado por el extremo hasta el cual la idea de interlocutor es tan inestable como para dividirse de forma tan dramática en dos significados esencialmente discrepantes. Por una parte, resuena contra todo un trasfondo de conflicto colonial en el que los colonizadores buscan un interlocuteur valable, y los colonizados, por otra parte, se ven impulsados hacia soluciones cada vez más desesperadas a medida que intentan, en primer lugar, ajustarse a las categorías formuladas por la autoridad colonial y, después, reconociendo que semejante curso de acción está destinado al fracaso, deciden que sólo su propia fuerza militar obligará a París o a Londres a que los tomen en serio como interlocutores. Un interlocutor en la situación colonial es, por tanto, por definición, o bien alguien dócil y que se amolda a la categoría de lo que los franceses llamaban en Argelia evolué, notable o caid (el grupo de liberación reservaba la denominación de beni-wéwé o negro de los hombres blancos a esa clase social), o bien alguien que, como el intelectual indígena de Fanon, simplemente se niega a hablar y decide que sólo la réplica radicalmente antagónica y quizá violenta es la única interlocución posible con la potencia colonial.

El otro significado de «interlocutor» es en buena medida menos político. Procede de un entorno casi completamente académico o teórico, y sugiere la condición serena al tiempo que aséptica y controlada de un experimento mental. En este contexto el interlocutor es alguien que quizá ha sido encontrado clamando en el umbral, allá donde desde fuera de un campo o disciplina ha producido una perturbación tan indecorosa como para que se le permita entrar, una vez comprobado en el control de entrada que no lleva armas ni piedras, para seguir hablando. El resultado domesticado recuerda a una serie de correlatos teóricos de moda, como por ejemplo el dialogismo y la heteroglosia de Bajtin. La «situación ideal de diálogo» de Jürgen Habermas o la imagen de Richard Rorty (al final de La filosofía y el espejo de la naturaleza) de filósofos disertando animadamente en un salón espléndidamente amueblado. Aunque esta descripción de interlocutor parece un tanto caricaturesca, mantiene al menos bastante de la incorporación e invitación a participar que, en mi opinión, se requieren para que estas interlocuciones se produzcan. Lo que estoy tratando de señalar es que este tipo de interlocutor limpio y desinfectado es una creación de laboratorio de la que se han eliminado, y por tanto falsificado, las vinculaciones con la urgente situación de crisis y conflicto que han llamado la atención sobre él o ella en primera instancia. Sólo ocurrió cuando personajes subalternos como las mujeres, los orientales, los negros y demás «indígenas» hicieron el suficiente ruido para que se les prestara atención y, por así decirlo, se les preguntara. Antes de eso se ignoraba más o menos que estuvieran allí, como a los criados de las novelas inglesas del siglo XIX, y sólo se reparaba en ellos nada más que como una parte útil del escenario. Convertirlos en temas de discusión o campos de investigación supone necesariamente transformarlos en algo fundamental y constitutivamente diferente. Y así persiste la paradoja.

En este momento debería decir algo acerca de una de las frecuentes críticas vertidas contra mí, y a la que siempre he querido responder, de que en el proceso de caracterización de la producción de los Otros inferiores de Europa mi obra sólo es una polémica negativa que no adelanta ninguna aproximación o método epistemológico y que sólo manifiesta desesperación ante la posibilidad de abordar en algún momento con seriedad a otras culturas. Estas críticas están relacionadas con las cuestiones que he venido analizando hasta ahora, y aunque no tengo deseo alguno de desatar una refutación punto por punto de mis críticos, sí quiero responder de un modo que es intelectualmente pertinente en relación con el tema que tenemos entre manos.

Lo que me propuse acometer en Orientalismo era una crítica de oposición no sólo de la perspectiva del campo y de la economía política, sino también de la situación sociocultural que hace su discurso posible y al mismo tiempo sostenible. Las epistemologías, discursos y métodos como el orientalismo apenas son dignos de recibir ese nombre si se caracterizan de forma reduccionista como objetos similares a los zapatos, que cuando están usados se remiendan o se desechan y se sustituyen por otros objetos nuevos porque cuando están viejos ya no se pueden arreglar. La condición de archivo, la autoridad institucional y la longevidad patriarcal del orientalismo deberían tomarse en serio porque en el agregado estos rasgos operan como visión del mundo con una considerable fuerza política que no puede barrerse al igual que tanta epistemología. Por tanto, desde mi punto de vista, el orientalismo es una estructura erigida en la más plena competición imperial cuya vertiente dominante representaba y desarrollaba no sólo la función académica, sino también de ideología partidista.

Sin embargo, el orientalismo ocultaba la competición que se libraba tras su lenguaje académico y estético. Estas cosas son las que yo estaba tratando de mostrar, además de sostener que no hay ninguna disciplina, ninguna estructura de conocimiento, que pueda mantenerse o se haya mantenido alguna vez libre de las diferentes formaciones socioculturales, históricas y políticas que confieren su peculiar individualidad a cada época.

Ahora bien, esto es cierto de todas las numerosas revalorizaciones teóricas y discursivas de las que hablaba anteriormente, que parecen estar buscando un modo de escapar de esta embarullada realidad. Desarrollar ingeniosas estrategias textuales para tratar de desviar los feroces ataques contra la autoridad etnográfica lanzados por Fabian, Talal Asas y Gérar Leclerc:[(7) estas estrategias han llevado consigo un método para hacer que pase desapercibida la sede desesperadamente solapada, imposiblemente sobrerrepresentada y conflictiva de la antropología. Llamémoslo la respuesta estética. El otro consistía en centrarse más o menos exclusivamente sobre la práctica,[68] como si la práctica fuera un dominio de la realidad libre de agentes, intereses y discusiones, tanto políticas como filosóficas. Llamemos a esta la respuesta reductivamente pragmática.

En Orientalismo no pensaba que fuera posible ocuparse de ninguno de estos anestésicos. Tanto el escepticismo radical como la gran teoría y los puntos de vista puramente epistemológicos pueden haberme inhabilitado. Pero no creo que pudiera entregarme a la perspectiva de que existía un punto arquimédico exterior a los contextos que estaba describiendo, o que fuera posible diseñar ni desplegar una metodología interpretativa inclusiva que estuviera libre de las circunstancias históricas exactamente concretas de las que se derivaba el orientalismo y en las que obtenía su apoyo. Por tanto, me ha parecido particularmente relevante que los antropólogos, y no por ejemplo los historiadores, se hayan encontrado entre los más reacios a aceptar los rigores de la ineludible verdad que formulara de forma contundente por primera vez Giambattista Vico. Yo especulo —y diré más sobre esto más adelante— que como es sobre todo la antropología la que históricamente se ha constituido y construido en sus orígenes durante un encuentro etnográfico entre un observador europeo soberano y un indígena europeo que ocupaba, por así decirlo, una condición inferior y un lugar remoto, son ahora algunos antropólogos de finales del siglo XX los que dicen a alguien que ha desafiado el estatus de ese momento que lo habilitaba algo así como: «Al menos proporcióneme otro».(8)

Esta incursión digresiva continuará un poco más adelante, cuando vuelva de nuevo a lo que me parece que conlleva, a saber, la problemática del observador, asombrosamente poco analizada en las corrientes antropológicas revisionistas de las que hablaba antes. Esto es especialmente cierto, en mi opinión, en obras de antropólogos hábilmente originales como Sahlins (en su obra Islas de historia) o Wolf (en su obra Europa y los pueblos sin historia). El silencio es atronador, al menos para mí. Basta echar un vistazo a las muchas páginas de argumentación brillantes y sofisticadas de las obras de eruditos metateóricos, o a las de Sahlins y Wolf, para empezar a percibir quizá súbitamente cómo alguien, una voz autorizada, inquisidora y elegante, habla y analiza, amasa evidencias, teoriza y especula acerca de todo… excepto sobre sí misma. ¿Quién habla? ¿Para qué y para quién? Las preguntas no se formulan o, si se formulan, se convierten, según palabras de James Clifford cuando escribe sobre la autoridad etnográfica, en asuntos en gran medida de «elección estratégica».(10) Las historias, tradiciones, sociedades y textos de «otros» se contemplan o bien como respuestas a las iniciativas occidentales —y por tanto, pasivas, dependientes— o bien como dominios de la cultura que pertenecen fundamentalmente a las élites «indígenas». Pero en lugar de analizar más esta cuestióndebería volver ahora a mi excavación del campo que rodea al tema de discusión propuesto.

Uno habrá conjeturado entonces que ni a la representación, ni al «colonizado», ni a la «antropología» y sus «interlocutores», puede atribuírseles una significación verdaderamente esencial o fija. Las palabras parecen o bien vacilar ante diversas posibilidades de significado o bien, en algunos casos, dividirse en dos. Lo que más claro está acerca del modo en que nos interpelan es, por supuesto, que están irremediablemente afectadas por una serie de límites y presiones que no pueden obviarse por completo. Así, palabras como «representación», «antropología» y «colonizado» están insertas en escenarios que no pueden eliminar ninguna cantidad de violencia ideológica. Porque no sólo nos encontramos de inmediato forcejeando con el ambiente semántico inestable y volátil que evocan, sino que nos remiten sumariamente al mundo real para localizar y ocupar allí, si no el lugar antropológico, al menos sí la situación cultural en la que se hace de hecho el trabajo antropológico.

La «mundanidad» es un concepto que a menudo me ha parecido útil debido a dos significados que le son inherentes; uno es la idea de ser en el mundo secular, en contraposición a ser «de otro mundo», y el segundo se debe a lo que sugiere la palabra francesa mondanité, mundanidad como calidad de un savoir faire practicado y ligeramente hastiado, mundanalmente astuto y espabilado. La antropología y la mundanidad (en ambas direcciones) se necesitan mutuamente. La desubicación geográfica, el descubrimiento de lo secular y la dolorosa recuperación de historias implícitas o interiorizadas: estos elementos estampan la búsqueda etnográfica con la marca de una energía secular que es inconfundiblemente sincera. Aun así, los hasta ahora discursos, códigos y tradiciones prácticas masificados de la antropología, con sus autoridades, rigores disciplinares, mapas genealógicos y sistemas de mecenazgo y acreditación, se han sedimentado en diversas modalidades del ser antropológico. La inocencia, por supuesto, está fuera de toda duda. Y si sospechamos que, como en todas las disciplinas académicas, el modo habitual de hacer las cosas adormece y aísla al mismo tiempo al miembro del gremio, estamos diciendo algo verdadero sobre todas las formas de mundanidad disciplinar. La antropología no es una excepción.

Al igual que mi propio campo de la literatura comparada, la antropología, en todo caso, se basa en el hecho de la otredad y la diferencia, en el brioso empuje instructivo que le proporciona lo que es extraño o ajeno, «la profunda lozanía» en expresión de Gerard Manley Hopkins. Estas dos palabras, «diferencia» y «otredad», han adquirido hasta ahora propiedades de talismán. De hecho, es casi imposible no quedar atónito por la apariencia mágica e incluso metafísica que tienen, dadas las operaciones absolutamente deslumbrantes que los filósofos, antropólogos, teóricos de la literatura y sociólogos realizan con ellas. Aun así, lo más asombroso de la «otredad» y la «diferencia» es, como sucede con todos los términos generales, lo profundamente condicionadas que están por su contexto histórico y mundano. Hablar de «el otro» en los Estados Unidos de hoy día es, para los antropólogos contemporáneos de aquí, algo bastante distinto de lo que lo es, por ejemplo, para un antropólogo indio o venezolano: la conclusión extraída por Jürgen Golte en un reflexivo ensayo sobre «la antropología de la conquista» es que incluso la antropología no norteamericana y por tanto «indígena» está «íntimamente vinculada al imperialismo», tan dominante es el poder global irradiado desde el gran centro metropolitano (11). Ejercer la antropología en Estados Unidos es, por tanto, no sólo estar haciendo trabajo académico investigando la «otredad» y la «diferencia» en un extenso país; es estar analizándolas en un país enormemente influyente y poderoso cuyo papel global es el de una superpotencia.

La fetichización y la incesante celebración de la «diferencia» y la «otredad» pueden entenderse, por tanto, como una tendencia amenazadora. Evoca no sólo lo que Jonathan Friedman ha denominado «la espectacularización de la antropología», mediante la cual se produce la «textualización» y «culturización» de las sociedades al margen de la política y la historia,(12) o también la apropiación y traducción inconsciente del mundo mediante un proceso que a pesar de todas sus afirmaciones de relativismo, a pesar de sus exhibiciones de precaución epistemológica y de especialización técnica, no puede distinguirse fácilmente del desarrollo del imperio. He formulado esto de un modo tan claro como lo he hecho simplemente porque estoy impresionado de que en tantos de los numerosos escritos sobre antropología, epistemología, textualización y otredad que he leído —que en alcance y material abarcan el espectro comprendido desde la antropología hasta la historia y la teoría literaria— haya casi una total ausencia de referencias a la intervención imperial estadounidense como factor que afecte a la discusión teórica. Se dirá que he vinculado la antropología y el imperio de un modo demasiado grosero, demasiado indiferenciado; a lo que respondería preguntando cómo —y quiero decir realmente cómo— y cuándo se separaron. No sé cuándo se produjo este acontecimiento, ni siquiera si se produjo. De modo que en lugar de suponer que se produjo, veamos si todavía tiene alguna importancia el tema del imperio para el antropólogo estadounidense y, además, para nosotros como intelectuales.

La realidad es desalentadora. Los hechos son que tenemos grandes intereses globales y que los perseguimos con coherencia. Hay infinidad de ejércitos de académicos trabajando política, militar e ideológicamente. Piénsese, por ejemplo, en la siguiente afirmación, que de un modo bastante explícito establece la relación entre la política exterior y «el otro»: En los últimos años el Departamento de Defensa se ha enfrentado a muchos problemas que requieren el apoyo de las ciencias sociales y de la conducta. […] Las Fuerzas Armadas han dejado de estar involucradas en la guerra en solitario. Entre sus misiones se encuentran ahora la pacificación, la ayuda, «la batalla de las ideas», etc. Todas estas misiones requieren una comprensión de las poblaciones urbanas y rurales con las que entra en contacto nuestro personal militar; ya sea en las nuevas actividades «por la paz» o en el combate. En muchos países a lo largo y ancho de todo el mundo necesitamos más conocimiento sobre sus creencias, valores y motivaciones; sus organizaciones políticas, religiosas y económicas, y el impacto que tienen los diversos cambios o innovaciones sobre sus modelos socioculturales. […] Los siguientes aspectos son elementos que merecen consideración como factores de la estrategia de investigación para las agencias militares. Empresas de investigación prioritarias: 1) métodos, teorías y formación en ciencias sociales y de la conducta en países del extranjero […] 2) programas que formen a científicos sociales extranjeros […] 3) investigación en ciencias sociales dirigidas por científicos indígenas independientes […] 4) cometidos de ciencias sociales dirigidos por estudiosos universitarios estadounidenses importantes en centros de territorios en el extranjero […] 7) estudios desarrollados en Estados Unidos que analicen datos recogidos por investigadores de ultramar apoyados por agencias no dedicadas a la defensa. La elaboración de datos, recursos y métodos analíticos debería impulsarse de modo que los datos recogidos para unos determinados fines puedan utilizarse para muchos propósitos adicionales […] 8) colaborar con otros programas en Estados Unidos y en el extranjero que faciliten el acceso continuado del personal del Departamento de Defensa a los recursos académicos e intelectuales del «mundo libre».(13)

No es necesario decir que el sistema imperial, que abarca una inmensa red de estados patrocinadores y clientes, así como un aparato de inteligencia y de elaboración de políticas que no tiene precedentes ni en riqueza ni en poder, no lo abarca todo en la sociedad estadounidense. Ciertamente, los medios de comunicación están saturados de material ideológico, pero es igual de cierto que no todo en los medios de comunicación está saturado en la misma medida. Por todos los medios deberíamos reconocer distinciones, establecer diferenciaciones, pero, debemos añadir, no deberíamos perder de vista el flagrante hecho de que el envoltorio con el que Estados Unidos se abre paso en el mundo es considerable y no simplemente consecuencia de un Reagan y un par de Kirkpatricks, por así decirlo, sino que también depende enormemente del discurso cultural, de la industria del conocimiento, de la producción y divulgación de textos y textualidad; en pocas palabras, no de la «cultura» como un dominio antropológico general, que se discute y analiza rutinariamente en los estudios de poética cultural y textualización, sino, de un modo bastante específico, de nuestra cultura.

Los intereses materiales en juego en nuestra cultura son muy amplios y muy costosos. Llevan consigo no sólo problemas de guerra y de paz —porque si uno en general ha reducido el mundo no europeo a la categoría de una región inferior o subsidiaria, se vuelve muy fácil invadirlo y pacificarlo—, sino también problemas de distribución económica, prioridades políticas y, fundamentalmente, relaciones de dominación y desigualdad. Ya no vivimos en un mundo que sea en sus tres cuartas partes inactivo y subdesarrollado. Sin embargo, todavía no hemos producido un estilo nacional efectivo que se base en algo más equitativo y no coercitivo que una teoría de la profética superioridad que hasta cierto punto todas las ideologías culturales subrayan. La forma cultural concreta adoptada por superioridad en el contexto que revela —y cito un ejemplo típico— el insensato ataque del The New York Times (26 de octubre de 1986) a Ali Mazrui por atreverse a hacer una serie de películas sobre los africanos siendo africano él mismo, es que siempre que se muestre a África como una región que positivamente se ha beneficiado de la modernización civilizadora proporcionada por el colonialismo histórico entonces esa imagen puede tolerarse, pero si se ofrece una visión según la cual los africanos todavía sufren bajo el legado del imperio, entonces debe ponerse en su sitio, debe mostrarse como algo esencialmente inferior, como una regresión que se ha producido desde la partida del hombre blanco. Y, así, no se ha escatimado ninguna retórica —por ejemplo, Tears of the White Man de Pascal Bruckner, las novelas de V. S. Naipaul o los reportajes recientes de Conor Cruise O’Brien— para reforzar ese punto de vista.

Como ciudadanos e intelectuales pertenecientes a Estados Unidos, tenemos una particular responsabilidad por lo que sucede entre Estados Unidos y el resto del mundo, una responsabilidad que en absoluto se atenúa ni se cumple señalando que la Unión Soviética es peor. Lo cierto es que somos responsables, y por tanto más capaces, de influir en este país y en sus aliados de formas que no son aplicables a la Unión Soviética. De modo que deberíamos, en primer lugar, tomar escrupulosa nota de cómo —por mencionar los más obvio— en América Latina, así como en Oriente Próximo, África y Asia, Estados Unidos ha reemplazado a los grandes imperios anteriores como la fuerza exterior dominante.

No es ninguna exageración decir que la actuación no es buena si la contemplamos con honestidad, es decir, si no aceptamos acríticamente la idea de que tenemos derecho a una política casi absolutamente compacta de tratar de influir, dominar y controlar otros estados cuya relevancia, implícita o manifiesta, para los intereses de seguridad estadounidenses es supuestamente primordial. Desde la Segunda Guerra Mundial se han producido intervenciones militares de Estados Unidos en todos los continentes, y lo que estamos empezando a comprender ahora como ciudadanos es sólo la vasta complejidad y el alcance de dichas intervenciones, el enorme número de formas en que se producen y la tremenda inversión nacional que se hace en ellas. Que se producen no está en duda, todo lo cual es, en expresión de William Appleman Williams, el imperio como forma de vida. Las continuas revelaciones del Irangate forman parte de este complejo de intervenciones, si bien vale la pena señalar que sólo en una muy pequeña parte de la inmensa avalancha de los medios de opinión y comunicación se ha prestado mucha atención al hecho de que nuestras políticas en Irán y América Central —ya tengan que ver con la explotación de una apertura entre los «moderados» iraníes o ayudando a los «luchadores por la libertad» de la Contra a derrocar al gobierno legalmente elegido y constituido de Nicaragua— son políticas manifiestamente imperialistas.

Como no deseo dedicar mucho tiempo a este aspecto absolutamente obvio de la política estadounidense, no detallaré los casos ni me embarcaré en absurdas polémicas de definiciones. Aun cuando aceptemos, como aceptan muchos, que la política estadounidense en el extranjero es principalmente altruista y está dedicada a objetivos tan irreprochables como la libertad y la democracia, queda un espacio considerable para mantener una actitud escéptica. Porque, ¿acaso no estamos repitiendo como nación, aparentemente, lo que Francia y Gran Bretaña, España y Portugal y Holanda y Alemania hicieron antes que nosotros? ¿Y no tenemos tendencia a considerarnos a nosotros mismos por convicción y por poder como si de algún modo estuviéramos exentos de las aventuras imperiales más sórdidas que nos precedieron señalando precisamente nuestros inmensos logros culturales, nuestra prosperidad y nuestra conciencia teórica y epistemológica? Y, además, ¿acaso no presuponemos que nuestro destino es que deberíamos gobernar y dirigir el mundo, una función que nos hemos atribuido nosotros mismos como parte de nuestra misión en la jungla?

En pocas palabras, lo que ahora se encuentra ante nosotros desde el punto de vista nacional, y en el panorama imperial al completo, es la honda, la profundamente perturbada y perturbadora cuestión de nuestra relación con los otros; otras culturas, otros estados, otras historias, otras experiencias, otras tradiciones, otros pueblos y otros destinos. La dificultad de la cuestión es que no hay ninguna superioridad al margen de la realidad de las relaciones entre culturas, entre potencias imperiales y no imperiales desiguales, entre diferentes Otros, una superioridad que pueda concedernos el privilegio epistemológico de juzgar, valorar e interpretar estando libres de los abarrotados intereses, emociones y compromisos de las propias relaciones en curso. Cuando pensamos en las relaciones entre Estados Unidos y el resto del mundo somos, por así decirlo, parte de esas relaciones, no estamos fuera ni al margen de ellas. Como intelectuales, humanistas y críticos seculares nos corresponde, por tanto, observar el papel de Estados Unidos en el mundo de las naciones y del poder, desde dentro de la realidad y como participantes en ella, no como observadores exteriores distanciados que, como Oliver Goldsmith en la maravillosa expresión de Yeats, bebe otro sorbo del frasco de las esencias de nuestras mentes.

Ahora se da ciertamente el caso de que las tribulaciones contemporáneas de la antropología europea y estadounidense reciente reflejan sintomáticamente los acertijos y embrollos del problema. La historia de esa práctica cultural en Europa y Estados Unidos lleva consigo como elemento constitutivo principal la desigual relación de fuerza entre el etnógrafo-observador occidental exterior y una sociedad primitiva, o al menos diferente pero sin duda más débil y menos desarrollada. En Kim, Rudyard Kipling extrapola el significado político de esa relación y la personifica con una extraordinaria justicia artística en la figura del coronel Creighton, un etnógrafo a cargo del Observatorio de India, y también jefe de los servicios de inteligencia en India, el denominado Gran Juego al que pertenece el joven Kim. En obras recientes de teóricos que abordan la casi insuperable discrepancia entre una realidad política basada en la fuerza y un deseo científico y humano de comprender al Otro hermenéutica y compasivamente de formas que no siempre se circunscriben ni se definen por la fuerza, la antropología occidental moderna recuerda y ocluye al mismo tiempo esa problemática prefiguración novelística.

En lo que se refiere a si esos esfuerzos tuvieron éxito o fracasaron, esta es una cuestión menos interesante que el hecho mismo de que lo que los distingue, lo que los hace posibles, es cierta conciencia marcadamente avergonzada, si bien disfrazada, del escenario imperial, que después de todo es absolutamente penetrante e inevitable. Porque de hecho no conozco ningún modo de aprehender el mundo desde dentro de nuestra cultura (una cultura, a propósito, con toda una historia de exterminio e incorporación tras de sí) sin aprehender también la propia competición imperial. Y diría que esto es un hecho cultural de una extraordinaria importancia tanto política como interpretativa, porque es el verdadero horizonte que define (y hasta cierto punto su condición de posibilidad) conceptos que de otro modo serían tan abstractos y sin fundamento como la «otredad» y la «diferencia». El verdadero problema sigue rondándonos: la relación entre la antropología  como empresa en curso y, por otra parte, el imperio como preocupación en curso.

Dos casos, el de Oriente Próximo y el de Latinoamérica, nos aportan pruebas de la relación directa entre el academicismo «de área» especializado y la política pública, en la que las representaciones de los medios de comunicación no refuerzan la simpatía y la comprensión sino el uso de la fuerza y la brutalidad contra las sociedades autóctonas. En el discurso se asocia ahora de forma más o menos permanente el «terrorismo» con el islam, que para la mayoría de la gente es una religión o cultura esotérica pero a la que en los últimos años (tras la revolución iraní, tras las diferentes insurrecciones libanesas y palestinas) se ha atribuido un contorno especialmente amenazador mediante análisis «eruditos» del mismo (14). En 1986, la aparición de una serie de artículos editados por Benjamin Netanyahu (entonces embajador israelí ante las Naciones Unidas), bajo el título de Terrorism: How the West Can Win, contenía tres artículos de orientalistas acreditados, cada uno de los cuales afirmaba que había una relación entre islam y terrorismo. A lo que este tipo de argumentación dio lugar de hecho fue a la aprobación del bombardeo de Libia y a otras aventuras de escasa rectitud, dado que el público había leído u oído decir a expertos en los medios escritos y en televisión que el islam distaba poco de ser una cultura terrorista (15). Un segundo ejemplo tiene que ver con el significado popular atribuido a la palabra «indígenas» en el discurso sobre Latinoamérica, especialmente cuando se quiere consolidar la vinculación entre indígenas y terrorismo (o entre los indígenas como pueblo atrasado e impenitentemente primitivo y la violencia ritualizada). El famoso análisis de Mario Vargas Llosa de la masacre andina de periodistas peruanos («Inquest in the Andes: A Latin American Writer Explores the Political Lessons of a Peruvian Massacre», New York Times Magazine, 31 de julio de 1983) se basa en la susceptibilidad de los indios andinos hacia formas particularmente terribles de asesinato indiscriminado; la prosa de Vargas Llosa está atravesada de frases sobre los rituales indios, el atraso y la pesimista imposibilidad de cambio, todo lo cual se basa en la autoridad última de ciertas descripciones antropológicas. De hecho, algunos destacados antropólogos peruanos fueron miembros de la comisión (presidida por Vargas Llosa) que investigó la masacre.

Estas son cuestiones no sólo de importancia teórica, sino también cotidiana. El imperialismo, el control de territorios y pueblos de ultramar, se desarrolla en un continuo con historias, prácticas vigentes y políticas concebidas de forma muy diversa, así como con trayectorias culturales trazadas de manera distinta. Sin embargo, hasta ahora hay una literatura considerable del Tercer Mundo que esgrime una vehemente argumentación teórica y práctica contra los especialistas occidentales de los estudios de área, así como contra los antropólogos e historiadores. El discurso forma parte del esfuerzo revisionista poscolonial por recuperar tradiciones, historias y culturas arrebatadas por el imperialismo, y es también una tentativa de presentar los diferentes discursos del mundo en igualdad de condiciones. Uno piensa en la obra de Anwar Abdel Malek y Abdullah Laroui, de gente como el Grupo de Estudios Subalternos, de C.L.R. James y Ali Mazrui, en diversos textos como la Declaración de Barbados de 1971 (que acusa abiertamente a los antropólogos de cientificismo, hipocresía y oportunismo), así como en el Informe Norte-Sur y el Nuevo Orden Mundial de la Información. En su mayor parte, poco de todo este material llega al núcleo de, ni tiene influencia sobre, los círculos de análisis discursivo o disciplinar general de los centros metropolitanos. En lugar de ello, los africanistas occidentales leen a los autores africanos como fuente material para sus investigaciones, los especialistas occidentales en Oriente Próximo abordan los textos árabes o iraníes como evidencia primigenia de sus investigaciones, mientras que las solicitudes directas, incluso insistentes, de debate y compromiso intelectual elevadas por los anteriormente colonizados quedan en gran medida desatendidas.

En estos casos es irresistible replicar que la moda de las descripciones densas y los géneros borrosos opera dejando fuera e impidiendo el paso al clamor de las voces del exterior que demandan que se tengan en cuenta sus reivindicaciones sobre el imperio y la dominación. El punto de vista indígena, a pesar del modo en que normalmente se ha caracterizado, no es sólo un hecho etnográfico, no es ante todo, ni siquiera principalmente, un constructo hermenéutico; es en gran medida una resistencia de confrontación continua, prolongada y sostenida hacia la disciplina y la praxis de la propia antropología (como representante del poder «exterior»), de la antropología no como textualidad, sino a menudo como agente directo de la dominación política.

Sin embargo, ha habido tentativas interesantes, si bien problemáticas, de reconocer los posibles efectos de este descubrimiento sobre el trabajo antropológico en marcha. El libro de Richard Price First Time analiza el pueblo saramaka de Surinam, una población cuya forma de vida ha sido la de propagar lo que de hecho es el conocimiento secreto de lo que llaman Primera Vez a través de los grupos; de ahí que la Primera Vez, los acontecimientos del siglo XVIII que confieren a los saramaka su identidad nacional, esté «limitada, restringida y protegida». Price entiende con sensibilidad esta forma de resistencia a la presión exterior y la recoge minuciosamente. Sin embargo, cuando pregunta por «la cuestión esencial de si la difusión de información que obtiene su fuerza simbólica en parte del hecho de ser secreta no menoscaba el sentido mismo de esa información», se detiene brevemente sobre los inquietantes problemas morales, y después pasa él también a hacer pública la información secreta (16). Un problema similar se produce en el extraordinario libro de James C. Scott Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance. Scott hace una labor brillante mostrando cómo las explicaciones etnográficas no ofrecen, porque de hecho no pueden ofrecer, una «transcripción completa» de la resistencia campesina a los abusos del exterior, puesto que la estrategia campesina (rezagarse, retrasarse, ser impredecible, no comunicarse, y cosas así) no obedece al poder (17). Y aunque Scott ofrece un brillante relato tanto empírico como teórico de las resistencias cotidianas a la hegemonía, también debilita la resistencia misma que admira y respeta revelando en cierto sentido los secretos de su fuerza. No menciono a Price y a Scott para acusarlos (nada más lejos de mi intención, puesto que sus libros son extraordinariamente valiosos), sino para señalar algunas de las paradojas teóricas y aporías a que se enfrenta la antropología.

Como he dicho anteriormente, y como han señalado todos los antropólogos que han reflexionado sobre los desafíos teóricos ahora tan evidentes, ha habido una considerable suma de préstamos tomados de dominios adyacentes, desde la teoría literaria, la historia, etcétera, en cierta medida porque gran parte de esto ha eludido las cuestiones políticas por razones comprensibles, siendo la poética un asunto mucho más fácil del que hablar que la política. De un modo bastante gradual, sin embargo, se está considerando la antropología como parte de un todo histórico más amplio y más complejo, mucho más estrechamente alineado con la consolidación del poder occidental de lo que se había reconocido anteriormente. La obra reciente de George Stocking y Curtis M. Hinsley es un ejemplo particularmente persuasivo de ello,(18) como también es el caso de los muy diferentes tipos de obras realizadas por Talal Asad, Paul Rabinow y Richard Fox. En el fondo el reajuste tiene que ver, creo yo, en primer lugar con la nueva y menos formalista comprensión que estamos alcanzando de los procedimientos narrativos, y en segundo lugar con una conciencia mucho más desarrollada de la necesidad de ideas sobre prácticas alternativas y emergentes contrarias a las dominantes. Permítaseme ahora hablar de cada una de estas cosas.

La narrativa ha alcanzado hoy en las ciencias humanas y sociales el estatus de una convergencia cultural importante. Nadie que se haya topado con la extraordinaria obra de Renato Rosaldo puede dejar de reconocer este hecho. La obra Metahistoria: La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, de Hayden White, fue la primera en abordar la idea de que la narrativa estaba gobernada por tropos y géneros —la metáfora, la metonimia, la sinécdoque, la ironía, la alegoría, etcétera— que a su vez regularon e incluso produjeron a los historiadores más influyentes del siglo XIX, hombres de cuya labor histórica se ha supuesto que anticipaba ideas filosóficas y/o ideológicas apoyadas por hechos empíricos. White desplazaba la primacía tanto de lo real como de lo ideal; luego los reemplazaba con los mordaces procedimientos narrativos y lingüísticos de códigos formales universales. Lo que no parecía estar dispuesto a explicar (o era incapaz de hacerlo), era la necesidad de y la obsesión por la narrativa manifestada por los historiadores; por qué, por ejemplo, Jakob Burkhard y Marx emplearon estructuras narrativas (en contraposición a dramáticas o pictóricas) cuando las utilizaron, y las conjugaron con diferentes acentos que, para el lector, las dotaba de respuestas y cargas bastante distintas. Otros teóricos —Fredric Jameson, Paul Ricoeur, Tzvetan Todorov— exploraron las características formales de la narrativa en marcos sociales y filosóficos más amplios que los que había utilizado White, mostrando al mismo tiempo la magnitud y la relevancia de la narrativa para la vida social en sí misma. La narrativa dejaba de ser un modelo o patrón formal para convertirse en una actividad en la que convergían la política, la tradición, la historia y la interpretación.

Como tema de discusión teórica y académica más reciente, la narrativa ha resonado, por supuesto, con ecos del contexto imperial. El nacionalismo, resurgente o de nuevo cuño, se centra en las narraciones para estructurar, asimilar o excluir una u otra versión de la historia. La obra Imagined Communitites, de Benedict Anderson, remacha la cuestión de un modo muy atractivo, como también lo hacen los diversos colaboradores de la obra La invención de la tradición, editada por Eric Hobsbawm y Terence Ranger. La legitimidad y la normatividad —por ejemplo, en las discusiones recientes sobre «terrorismo» y «fundamentalismo»— no han entregado ni han negado las narraciones a las formas de la crisis. Si se cree que un determinado movimiento político de África o Asia es «terrorista», entonces se le niegan las consecuencias narrativas, mientras que si se le otorga un estatus normativo (como en Nicaragua o Afganistán) se impone sobre él la legitimidad de una narración completa. Así, a nuestro pueblo se le ha negado la libertad, y por tanto se organiza, se arma y lucha para conseguir la libertad; su pueblo, por otra parte, es un pueblo de terroristas malvados y gratuitos. Por tanto, las narraciones son política e ideológicamente permisibles, o no.(19)

Sin embargo, la narrativa también ha estado en discusión en la hasta ahora ingente literatura teórica sobre la posmodernidad, que también puede entenderse que tiene que ver con el debate político actual. La tesis de Jean-François Lyotard consiste en que las dos grandes narraciones de la emancipación y la ilustración han perdido su poder legitimador y han sido sustituidas hoy día por pequeñas narraciones locales (petits recits) que basan su legitimidad en la performatividad, es decir, en la capacidad del usuario de manipular los códigos con el fin de hacer cosas(20). Un bonito y razonable estado de cosas que, según Lyotard, se produjo por razones completamente europeas u occidentales: las grandes narraciones simplemente perdieron su fuerza. Dando a esto una interpretación ligeramente más amplia y situando la transformación en el seno de la dinámica imperial, el argumento de Lyotard no aparece como una explicación sino como un síntoma. Él distingue el posmodernismo occidental del mundo no europeo y de las consecuencias del modernismo —y la modernización— europea en el mundo colonizado (21). Así, el posmodernismo, con su estética de la cita, su nostalgia y su indiferenciación, se mantiene de hecho libre de su propia historia, lo cual equivale a decir que la división del trabajo intelectual, la circunscripción de las praxis en el seno de fronteras disciplinares claras y la despolitización del conocimiento pueden abrirse paso más o menos a discreción.

Lo sorprendente de la argumentación de Lyotard, y quizá la razón misma de su amplia popularidad, es cómo no sólo malinterpreta sino también tergiversa el principal desafío de las grandes narraciones y la razón por la que su poder puede parecer haberse mitigado ahora. Perdieron su legitimidad en gran medida como consecuencia de la crisis de la modernidad, que se iba a pique o quedaba paralizada en la ironía contemplativa por diversas razones, de las cuales una era la perturbadora aparición en Europa de diversos Otros cuya procedencia era el dominio imperial. En las obras de Eliot, Conrad, Mann, Proust, Woolf, Pound, Lawrence, Joyce o Forster, la alteridad y la diferencia están asociadas sistemáticamente con los extranjeros que, ya sean mujeres, indígenas o excéntricos sexuales, irrumpen en la escena para desafiar y combatir las historias, las formas y los modos de pensamiento metropolitanos establecidos. A este desafío respondió el modernismo con la ironía formal de una cultura incapaz de decir sí, deberíamos dejar el control, o no, deberíamos mantenerlo pese a quien pese: una afectada pasividad contemplativa se convierte, como György Lukács señaló con perspicacia, en ademanes paralizados de impotencia estetizada,(22) como por ejemplo en el final de Pasaje a la India, en el que Forster señala y confirma la historia oculta, un conflicto político entre el doctor Aziz y Fielding —el sometimiento de India por Gran Bretaña— y aun así no puede recomendar ni la descolonización ni la colonización continuada. «No, todavía no, no aquí», es todo lo que Forster puede adelantar como forma de solución.(23)

Dicho brevemente, a Europa y a Occidente se le estaba pidiendo que se tomaran al Otro en serio. Este, creo yo, es el problema histórico fundamental del modernismo. El subalterno y el ser constitutivamente diferente alcanzaron súbitamente una articulación negativa exactamente allá donde en la cultura europea podía contarse con que el silencio y la conformidad lo acallarían. Pensemos en la siguiente y más exacerbada transformación del modernismo tal como se ejemplifica en el contraste entre Albert Camus y Fanon cuando escriben sobre Argelia. Los árabes de La peste y de El extranjero son seres anónimos que se emplean como telón de fondo de la portentosa metafísica europea explorada por Camus, quien, deberíamos recordar, negaba en sus Crónicas argelinas la existencia de una nación argelina (24). Fanon, por su parte, impone a una Europa que juega «le jeu irresponsable de la belle au bois dormant» una contranarrativa emergente, el proceso de liberación nacional (25). A pesar de su amargura y su violencia, toda la cuestión de la obra de Fanon es obligar a la metrópoli europea a pensar en su historia junto con la historia de las colonias que están despertando del cruel estupor y la obligada inmovilidad del dominio imperial, en palabras de Aimé Césaire, «mesurée au compas de la souffrance» («medida al compás del sufrimiento»)(26). En solitario, y sin el debido reconocimiento otorgado por la experiencia colonial, dice Fanon, las narraciones occidentales de la ilustración y la emancipación se revelan como una hipocresía muy pesada; por tanto, dice, el pedestal grecolatino se desmorona.

Falsificaríamos completamente, en mi opinión, la aplastante novedad de la abarcadora mirada de Fanon —que tan brillantemente hace uso del Cahier d’un retour au pays natal de Césaire y de Historia y conciencia de clase de Lukács para llevar a cabo su síntesis— si no subrayamos, como hizo él, la fusión entre Europa y su imperio actuando de forma conjunta en el proceso de descolonización. Con Césaire y C. L. R. James, el modelo de Fanon para el mundo postimperial se basaba en la idea de un destino colectivo y plural para la humanidad, occidental y no occidental por igual. Como dice Césaire, «et il rest à l’homme à conquérir toute interdiction immobilisée aux coins de sa ferveur et aucune racene possède le monopole de la beauté, de l’intelligence, de la force / et il est place pour tout au rendez-vous de la conquête» («y el hombre todavía debe vencer toda prohibición que lo inmoviliza en lo más profundo de su fervor y que ninguna raza posee el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza / y que hay sitio para todos en la celebración de la conquista»).

Por tanto, piénsese detenidamente en las narraciones en el seno del contexto proporcionado por la historia del imperialismo, una historia cuya competición subyacente entre el blanco y el no blanco ha emergido líricamente en la nueva y más inclusiva contranarración de la liberación. Esto, diría yo, es la situación del posmodernismo al completo, para la cual la amnésica visión de Lyotard ha sido insuficientemente amplia. Una vez más, la representación se vuelve relevante, no sólo como un dilema académico o teórico, sino también como una opción política. Cómo representa el antropólogo o la antropóloga su situación disciplinar es, en un determinado plano, por supuesto, una cuestión de la situación local, personal o profesional. Pero forma parte de hecho de una totalidad, la sociedad de uno, cuya forma y orientación dependen del peso acumulativo afirmativo o disuasorio y de oposición conformado por toda una serie de opciones como esta. Si buscamos refugio en la retórica sobre nuestra impotencia, ineficacia o indiferencia, entonces debemos estar dispuestos a admitir que semejante retórica contribuye finalmente a una u otra orientación. La cuestión es que las representaciones antropológicas influyen igualmente tanto en el mundo del representador como en aquel o aquello que se representa.

No creo que se haya afrontado en modo alguno el desafío antiimperialista representado por Fanon y Césaire u otros como ellos; tampoco los hemos tomado en serio como modelos o representaciones del quehacer humano en el mundo contemporáneo. De hecho, Fanon y Césaire —hablo de ellos, por supuesto, en cuanto categorías— tocan directamente la cuestión de la identidad y del pensamiento identitario, ese accionista secreto de la reflexión antropológica actual sobre la «otredad» y la «diferencia». Lo que Fanon y Césaire exigían de sus partidarios, incluso durante el fragor de la batalla, era que abandonaran las ideas fijas de la identidad establecida y la definición culturalmente autorizada. Volverse diferente, decían, con el fin de que su destino como pueblos colonizados pudiera ser diferente: esta es la razón por la que el nacionalismo, a pesar de toda su obvia necesidad, es también el enemigo. No puedo decir ahora si es posible que la antropología como antropología sea diferente, es decir, que se olvide de sí misma y se convierta en alguna otra cosa que sirva para responder al guante arrojado por el imperialismo y sus antagonistas. Quizá la antropología tal como la hemos conocido sólo pueda subsistir a un lado de la línea divisoria del imperio, para permanecer allí como socio colaborador de la dominación y la hegemonía.

Por otra parte, algunas de las tentativas antropológicas recientes de reexaminar críticamente de arriba abajo la noción de cultura pueden estar empezando a contar una historia diferente. Si dejamos de pensar en la relación entre las culturas y sus adeptos como algo absolutamente contiguo, totalmente sincrónico, con una correspondencia absoluta, y pensamos en las culturas como fronteras permeables y, en su conjunto, defensivas entre sistemas de gobierno, aflora una situación más prometedora. Por tanto, contemplar a los Otros no como algo ontológicamente dado sino como algo históricamente constituido supondría socavar los sesgos exclusivistas que tan a menudo atribuimos a las culturas, y en no menor medida a la nuestra propia. Las culturas pueden representarse, por tanto, como zonas de control o de abandono, de rememoración y olvido, de fuerza o dependencia, de exclusividad o de compartir, todo lo cual tiene lugar en la historia global que es nuestro elemento.(27) El exilio, la inmigración y el cruce de fronteras son expe guante arrojado por el imperialismo y sus antagonistas. Quizá la antropología tal como la hemos conocido sólo pueda subsistir a un lado de la línea divisoria del imperio, para permanecer allí como socio colaborador de la dominación y la hegemonía.

Por otra parte, algunas de las tentativas antropológicas recientes de reexaminar críticamente de arriba abajo la noción de cultura pueden estar empezando a contar una historia diferente. Si dejamos de pensar en la relación entre las culturas y sus adeptos como algo absolutamente contiguo, totalmente sincrónico, con una correspondencia absoluta, y pensamos en las culturas como fronteras permeables y, en su conjunto, defensivas entre sistemas de gobierno, aflora una situación más prometedora. Por tanto, contemplar a los Otros no como algo ontológicamente dado sino como algo históricamente constituido supondría socavar los sesgos exclusivistas que tan a menudo atribuimos a las culturas, y en no menor medida a la nuestra propia. Las culturas pueden representarse, por tanto, como zonas de control o de abandono, de rememoración y olvido, de fuerza o dependencia, de exclusividad o de compartir, todo lo cual tiene lugar en la historia global que es nuestro elemento.(28) El exilio, la inmigración y el cruce de fronteras son experiencias que pueden proporcionarnos, por tanto, nuevas formas narrativas o, en expresión de John Berger, otras formas de contar. Si estos movimientos novedosos están sólo al alcance de figuras excepcionalmente visionarias como Jean Genet o de historiadores comprometidos como Basil Davidson (que atraviesa y transgrede provocativamente las fronteras construidas nacionalmente) y no los antropólogos profesionales, no es algo que me corresponda a mí decir. Pero lo que quiero decir, en cualquier caso, es que la fuerza instigadora de semejantes ejemplos es de una relevancia extraordinaria para todas las humanidades y las ciencias sociales, puesto que continúan luchando con las formidables dificultades del imperio.

[1] Véase Carl E. Pletsch, «The Three Worlds, or the Division of Social Scientific Labor, c. 1950-1975», Comparative Studies in Society and History, 23 (octubre de 1981), pp. 565-590. Véase también Peter Worsley, The Third World, University of Chicago Press, Chicago, 1964. <<

[2] Véase Fanon, Wretched of the Earth, p. 101 (hay trad. cast.: Los condenados de la tierra, traducción de Julieta Campos, Fondo de Cultura Económica, México, 1963). <<

[3] Véanse Eqbal Ahmad, «From Potato Sack to Potato Mash: The Contemporary Crisis of the Third World», Arab Studies Quarterly, 2 (verano de 1980), pp. 223-234; Eqbal Ahmad, «Post-Colonial Systems of Power», Arab Studies Quarterly, 2 (otoño de 1980), pp. 350-363; Eqbal Ahmad, «The Neo-Fascist State: Notes on the Pathology of Power in the Third World», Arab Studies Quarterly, 3 (primavera de 1981), pp. 170-180. <<

[4] Véase Anthropology as Cultural Critique: An Experimental Movement in the Human Sciences, edición de George E. Marcus y Michael M. J. Fischer, University of Chicago Press, Chicago, 1986, así como Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, edición de James Clifford y George E. Marcus, University of California Press, Berkeley, 1986 (haytrad. cast.: Retóricas de la antropología, traducción de José Luis Moreno-Ruiz, Júcar, Madrid, 1991). <<

[5] Richard Fox, Lions of the Punjab: Culture in the Making, University of California Press, Berkeley, 1985, p. 186. <<

[6] Véase, por ejemplo, Sherry B. Ortner, «Theory in Anthropology since the Sixties», Comparative Studies in Society and History, 26 (enero de 1984), pp. 126-166. <<

[7] Véanse Anthropology and the Colonial Encounter, edición de Talal Asad Ithaca Press, Londres, 1973; Gérard Leclerc, Anthropologie et colonialisme: essai sur l’histoire de l’africanisme, Fayard, París, 1972, y L’Observation de l’homme: une histoire des enquêtes sociales, París, Seuil, 1979; Johannes Fabian, Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object, Columbia University Press, Nueva York, 1983. <<

[8] Véase Ortner, «Theory in Anthropology», pp. 144-160. <<

[9] En Marcus y Fischer, Anthropology as Cultural Critique, en la página 9 y siguientes el énfasis en la epistemología es muy destacado. <<

[10] James Clifford, «On Ethnographic Authority», Representations, 1 (primavera de 1983), p. 142. <<

[11] Jürgen Golte, «Latin America: The Anthropology of Conquest», en Anthropology: Ancestors and Heirs, edición de Stanley Diamond, Mouton, La Haya, 1980, p. 391. <<

[12] Jonathan Friedman, «Beyond Otherness or: The Spectacularization of Anthropology», Telos, 71 (1987), pp. 161-170. <<

[13] Junta de Ciencias de Defensa, Report of the Panel on Defense: Social and Behavioral Sciences, Williamstown, Massachusetts, 1967. <<

[14] He reflexionado sobre esto en mi libro Covering Islam: How the Media and the Experts Determine How We See the Rest of the World, Pantheon Books, Nueva York, 1981. Véase también «The MESA Debate: The Scholars, the Media and the Middle East», Journal of Palestine Studies, 16 (invierno de 1987), pp. 85-104. <<

[15] Véase Blaming the Victims: Spurious Scholarship and the Palestinian Question, edición de Edward W. Said y Christopher Hitchens, Verso, Londres, 1988, pp. 97-158. <<

[16] Richard Price, First Time: The Historical Vision of an Afro-American People, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1983, pp. 6 y 23. <<

[17] James C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance, Yale University Press, New Haven, Connecticut, 1985, pp. 278-350. Véase también Fred R. Myers, «The Politics of Representation: Anthropological Discourse and Australian Aborigines», American Ethnologist, 13 (febrero de 1986), pp. 138-153. <<

[18] Véanse George W. Stocking Jr., Victorian Anthropology, Free Press, Nueva York, 1987, y Curtis M. Hinsley Jr., Savages and Scientists: The Smithsonian Institution and the Development of American Anthropology, 1846-1910, Smithsonian Institution Press, Washington, D. C., 1981. <<

[19] Véase Edward Said, «Permission to Narrate», London Review of Books (16-29 de febrero de 1984), pp. 13-17. <<

[20] Véase Jean François Lyotard, The Postmodern Condition: A Report on Knowledge, traducción al inglés de Geoff Bennington y Brian Massumi, Theory and History of Literature, vol. 10, University oof Minnesota Press, Mineápolis, 1984, pp. 23-53. <<

[21] Véase Irene L. Gendzier, Managing Political Change: Social Scientists and the Third World, Westview Press, Boulder, Colorado, 1985. <<

[22] Georg Lukács, History and Class Consciousness: Studies in Marxist Dialectics, traducción al inglés de Rodney Livingston, MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 1971), pp. 126-134 (hay trad. cast.: Historia y conciencia de clase, traducción de Manuel Sacristán, Orbis, Barcelona, 1986). <<

[23] La argumentación se expone de un modo más completo en mi libro Culture and Imperialism, Knopf, Nueva York, 1994 (hay trad. cast.: Cultura e imperialismo, traducción de Nora Catelli, Anagrama, Barcelona, 1996). <<

[24] Albert Camus, Actuelles, III: Cronique algérienne, 1939-1958, Gallimard, París, 1958, p. 202: «Si bien disposé qu’on soit envers la revendication arabe, on doit cependant reconnâitre qu’en ce qui concerne l’Algérie, l’indépendance nationale est une formule purement pasionelle. Il n’y a jamais eu encore de nation algérienne. Les Juifs, les Turcs, les Grecs, les Italiens, les Bebères, auraient autant de droit à réclamer la direction de cette nation virtuelle». <<

[25] Frantz Fanon, Les Damnés de la terre, F. Maspero, París, 1976, p. 62 (hay trad. cast.: Los condenados de la tierra, traducción de Julieta Campos, Fondo de Cultura Económica, México, 1963). <<

[26] Aimé Césaire, Cahier d’un retour au pays natal [Notebook of a Return to the Native Land]: The Collected Poetry, tradución al inglés de Clayton Eshleman y Annette Smith, University of California Press, Berkeley, 1983, pp. 76 y 77. <<

[27] Ibid. <<

[28] Véase Raymond Williams, Problems in Materialism and Culture: Selected Essays, NLB, Londres, 1980, pp. 37-47. <<

Del Libro «Reflexiones sobre el exilio». Selección de ensayos literarios y culturales por el autor. Edward Said, (2005). Traducción: Ricardo Garcia.