Introducción
Toda religión necesita un Dios, y la política moderna ha inventado el suyo: el Estado. A la izquierda es protector; a la derecha es guardián del orden; para ambos es el centro de todo. Cuando ocurre una tragedia, ya sea que el metanol envenene botellas o que la policía convierta las favelas en cementerios, la explicación es siempre la misma: ha faltado Estado. Nunca se admite que estas muertes, envenenamientos y expulsiones sean producto directo de su presencia. El Estado nunca se equivoca, dicen, sólo se ausenta. Es un discurso que coloca a la máquina burocrática en el mismo nivel que Dios: infalible en esencia, culpable solo de la mala interpretación de sus administradores.
Este mito sirve bien al sistema. Permite que Derecha e izquierda escenifiquen su guerra de torcidas, mientras preservan lo que realmente importa: el engranaje capitalista. La derecha defiende el mercado desnudo, la izquierda el mercado regulado, pero ambos aseguran que nada escapa a la lógica de la propiedad privada, de la circulación de mercancías y de la obediencia a la soberanía nacional. La disputa entre lo público y lo privado no es más que teatro, porque lo público y lo privado son las dos manos del mismo cuerpo. Mientras discutimos quién debe administrar, nunca discutimos por qué necesitamos ser administrados.
Este ensayo desmonta la farsa. Muestra cómo la izquierda no es alternativa al capitalismo, sino su hermana liberal. Como su discurso es anestesia, no crítica. Cómo la lógica del Estado regula vidas y territorios, ya sea por la bala de la policía, el desalojo judicial, el acaparamiento, la minería o el veneno legalizado que llena los estantes. Lo que se revela, en el fondo, es que no hay soberanía popular: hay soberanía estatal. No hay lucha de clases en la política institucional: hay mantenimiento del orden. Y no hay emancipación posible mientras insistamos en adorar al mismo Dios secular que nos mata todos los días.
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La idea de soberanía nacional siempre fue vendida como si fuera una conquista popular, pero nunca pasó de un artificio estatal para concentrar poder. El truco está en enmascarar la soberanía del Estado como si fuera soberanía del pueblo, cuando en la práctica significa reducir una multiplicidad de culturas, etnias, dialectos y modos de vida a una entidad única, abstracta y burocrática. Esta unidad forzada se celebra como símbolo de independencia, pero es solo colonización reempaquetada: la nación como jaula que domestica la diversidad y la somete a una bandera, un himno, un idioma oficial. Lo que llaman soberanía popular no es otra cosa que la centralización de la vida bajo un aparato que decide quién puede hablar, quién puede existir y quién será borrado en nombre del orden nacional.
La soberanía nacional no es liberación, es necropolítica. Es la gestión selectiva de la muerte, el poder de decidir quién debe ser sacrificado para que el todo siga funcionando. Pueblos indígenas, quilombolas, comunidades periféricas: todos estos son tratados como exceso a ser eliminado, como problema a ser administrado. La bandera que ondea en las escuelas no representa inclusión, sino el derecho del Estado a disponer de la vida de aquellos que no caben en su ficción de unidad. Es una soberanía que no protege, pero que autoriza la destrucción. La retórica de la patria oculta que, en la práctica, es solo el exterminio organizado.
Esta construcción es supremacista por naturaleza. Nace del imaginario blanco europeo que impuso fronteras, ejércitos e idiomas oficiales como herramientas de poder. No se trata de proteger pueblos, sino de proteger territorios como activos, explotables y negociables en el mercado global. Cuando se habla de defender la soberanía nacional, lo que se defiende es el derecho del Estado a explotar hasta el hueso, a devastar en nombre del progreso, a negociar recursos naturales como si fueran mercancías sin dueño. La soberanía es siempre económica antes de ser cultural, y siempre violenta antes de ser protectora.
La ironía es que incluso sectores de la izquierda reproducen este mito como si fuera bandera revolucionaria. Hablan de soberanía popular, pero no son más que ventrílocuos del mismo Estado que extermina y explota. Aceptan como natural que el Estado represente al pueblo, cuando en realidad el Estado representa sólo su propia lógica de control y represión. La soberanía nacional nunca ha sido nuestra, nunca ha sido del pueblo: siempre ha sido de ellos. Es el disfraz perfecto para la guerra permanente contra cualquier forma de vida que escape al monopolio estatal.
La izquierda se especializó en crear un Dios secular llamado Estado. Cuando ocurre un desastre, sea una masacre policial, sea un veneno circulando en botellas, sea una comunidad expulsada por la orden judicial, el discurso es siempre el mismo: faltó Estado. Nunca es el Estado el que mata, el que deja morir, el que organiza el exterminio. La retórica se construye como catecismo: el estado es perfecto, pero ausente. El Estado es justo, pero desvirtuado. El Estado es protector, pero secuestrado por las manos equivocadas. El Estado no puede ser cuestionado en su esencia, sólo en sus gestores momentáneos. Es la misma lógica de la religión, donde Dios nunca se equivoca, solo los hombres malinterpretan su voluntad. Esa idolatría transforma la máquina de represión en un ser sagrado, incuestionable, y cualquier crítica real es luego tachada de ingenuidad, radicalismo o irresponsabilidad.
Esta mitología estatal no es inocente, es estrategia de poder. Mientras se crea que el Estado es un ente neutral, se puede justificar cualquier violencia como accidente, cualquier represión como excepción, cualquier tragedia como fracaso temporal. La masacre no es política, es desviación. La corrupción no es estructura, es mal uso. El genocidio no es plano, es una desgracia. Así, se mantiene viva la fe en el protector invisible, exactamente como se mantiene viva la fe en Divinidades religiosas. No importa cuántos cuerpos se acumulen en las periferias, cuántas tierras se tomen, cuántas represas exploten: la culpa nunca es del Estado en sí, sino de su ausencia.
La ironía es que esta narrativa le da al Estado un estatus de perfección que ni siquiera la Iglesia se atrevió a darle a Dios. Porque en la religión todavía existe la idea de castigo divino, de ira santa, de catástrofe enviada como castigo. En el Estado, no: siempre es inocente, siempre víctima, siempre un padre mal interpretado. Esa teología política es la base de la izquierda, que adora vender la fantasía de que un gobierno bueno, elegido democráticamente, encarnaría de hecho la voluntad popular. Pero no encarna. Escenifica. Es teatro que protege la estructura real de explotación.
El discurso de la izquierda sobre el Estado no se limita a pintarlo como divino, sino que también lo proyecta como padre. Un padre severo, a veces distante, pero siempre necesario. Esta narrativa convierte a la sociedad en un niño, incapaz de caminar solo, incapaz de organizarse, incapaz de tomar decisiones sobre su propio destino. El estado aparece como tutor que distribuye lecciones, castigos y recompensas, siempre en la posición de autoridad moral incuestionable. Es una forma de infantilización colectiva que legitima la dependencia. Después de todo, si la gente es un niño, debe ser guiado, educado y disciplinado. No puede ser soberano, sólo puede ser tutelado.
Este paternalismo aparece de manera más evidente en los debates sobre regulación y protección. Cuando ocurre una tragedia, como en el caso del metanol en bebidas, la explicación de la izquierda es inmediata: faltó el Padre-Estado para vigilar a los hijos irresponsables que se atrevieron a producir sin su permiso. No se admite que el problema no es la ausencia de regulación, sino la lógica misma que permite que el veneno circule en nombre de la ganancia. El Estado se presenta como aquel que sabe lo que es mejor, y el pueblo es representado como niño que no entiende nada de riesgos, tecnología o autonomía. Esta postura no protege, controla. No libera, subyuga.
La infantilización también sirve para justificar la represión. Cuando la policía mata en Matanzas, no es masacre, sino»corrección». Cuando el Poder Judicial ordena desalojos violentos, no es robo, sino «educación por ley». El pueblo es siempre el alumno indisciplinado que necesita corrección paterna. El discurso de la izquierda no rompe con eso, al contrario, refuerza, alegando que la violencia es sólo exceso del Padre, y no esencia de su autoridad. La disciplina es travestida de cuidado. La sumisión se camufla como protección.
El resultado de este paternalismo es el bloqueo de la autonomía. Si el pueblo es eternamente menor de edad, no puede decidir, no puede autogobernarse, no puede organizar su propia vida colectiva. Sólo puede esperar que el padre sea justo, que el padre sea bueno, que el padre gobierne para él. Es la más eficiente de las prisiones ideológicas: transformar la dependencia en naturalidad, la pasividad en virtud, y la obediencia en necesidad. El pueblo no crece, no madura, no se emancipa. Simplemente permanece infantilizado, esperando la próxima migaja, la próxima corrección, la próxima promesa de cuidado.
Izquierda y derecha SE VENDEN COMO polos opuestos, pero en realidad funcionan como dos organismos de un mismo ecosistema, dos especies que conviven dentro del mismo cuerpo llamado capitalismo. La diferencia es sólo estética, de lenguaje y de intensidad, nunca de esencia. La derecha defiende el capital desnudo y crudo, salvaje, sin maquillaje, llamándolo libertad económica. La izquierda defiende el capital vestido, con barniz regulatorio, llamándolo justicia social. Pero ambos se alimentan de la misma base: la propiedad privada intocable, el mercado como motor inevitable y el estado como árbitro supremo. No hay ruptura, solo variación del mismo juego.
Es como comparar cáncer y parásito: parecen fuerzas diferentes, pero ambos erosionan el mismo organismo y sobreviven de él. La derecha se presenta como la versión brutal del capital, que no se avergüenza de matar, explotar y devastar en nombre del lucro. La izquierda se presenta como la versión civilizada, que intenta organizar la explotación de forma más «humana», pero sin jamás eliminar el engranaje. Cuando defiende estatales, no defiende colectivización, defiende lucro administrado por el Estado. Cuando habla de soberanía, no habla de autonomía de los pueblos, sino de fortalecimiento de la máquina burocrática que opera en nombre del mercado global.
Esa complicidad estructural es invisible para quien vive la polarización como fe. Los Bolsonaro creen que la izquierda es comunista, y los petistas creen que la derecha es el mal absoluto. Pero la práctica muestra que solo son administradores de diferentes fases del mismo capitalismo. Uno flexibiliza las leyes laborales, el otro aumenta los beneficios temporales. Uno recorta el presupuesto de educación, el otro inyecta más dinero durante cuatro años. Ambos, sin embargo, preservan intacto el núcleo: la división entre quien trabaja y quien se beneficia, entre quien produce y quien se apropia.
Lo más cruel es que esa simbiosis entre izquierda y derecha no es accidente, es condición de supervivencia del sistema. El capitalismo necesita la alternancia para renovarse, necesita la ilusión de elección para mantener al pueblo dentro del juego. Necesita el salvajismo para acelerar el saqueo y necesita la regulación para amortiguar la revuelta. Así, las dos fuerzas se vuelven indispensables, complementarias y cómplices. La izquierda y la derecha no son enemigas mortales, son hermanas siamesas, atrapadas por el mismo vientre podrido del capital. Y mientras creamos en esta puesta en escena, continuaremos alimentando al mismo monstruo.
El caso del metanol en las bebidas alcohólicas es un claro ejemplo de cómo la narrativa estatal, especialmente la de la izquierda, funciona como anestesia. La tragedia ocurre, personas quedan ciegas, otras mueren, y la explicación surge como una oración lista: eso sólo sucedió porque faltó Estado para fiscalizar. Nunca se admite que estas bebidas circularon con plena ciencia de las autoridades, que estaban en redes conocidas, que la lógica de la adulteración es parte del propio mercado tolerado por el Estado. El discurso prefiere transformar la catástrofe en un accidente causado por la ausencia, y no en un producto directo de la estructura. Es la misma letanía de siempre: sin Estado, la selva; con Estado, el orden. Y el pueblo, infantilizado, traga como si fuera verdad.
Esta retórica es conveniente porque transfiere la culpa a una ausencia abstracta, en lugar de enfrentar la presencia concreta de un Estado selectivo, corrupto y cómplice. La izquierda pinta la regulación como solución milagrosa, olvidando que hasta en los sectores más regulados ocurren tragedias idénticas. La fiscalización siempre se aplica de manera desigual: dura contra los pequeños productores, indulgente con los grandes conglomerados. El metanol no es accidente de falta, es resultado de la lógica capitalista que busca abaratar costos y maximizar lucro, protegida por una burocracia que cierra los ojos cuando interesa. La regulación no es un antídoto contra el veneno, es el sello oficial que legitima el veneno que circula en viales autorizados.
El cinismo de esta narrativa es que se disfraza de protección, pero es solo legitimación del mismo engranaje. La izquierda dice:»Necesitamos más Estado». Pero ese Más Estado solo significa más poder para la misma máquina que ya ha dejado circular el veneno. Es una teología secular donde el Dios-Estado nunca se equivoca, sólo se ausenta. La tragedia del metanol no es prueba de la ausencia de regulación, sino de la presencia de la lógica de ganancia y connivencia estatal. La izquierda, al repetir el mantra, no defiende al pueblo: defiende la fe en el padre protector que siempre llega demasiado tarde, pero nunca pierde el derecho a ser adorado.
La idolatría intelectual de la izquierda es quizás el componente más cómico y al mismo tiempo más trágico de su narrativa. Porque no se trata solo de defender al Estado como herramienta política, sino de elevar esta Defensa al estado de dogma Académico. Los intelectuales producen libros, artículos y conferencias repitiendo el mantra: el problema no es el Estado, sino quien lo administra. Es la vieja tesis de la neutralidad estructural, donde la máquina sería pura, simplemente mal operada. La repetición de este argumento sirve como catecismo moderno, donde el intelectual es el sacerdote y el estado es el altLa idolatría intelectual de la izquierda es quizás el componente más cómico y al mismo tiempo más trágico de su narrativa. Porque no se trata solo de defender al Estado como herramienta política, sino de elevar esta Defensa al estado de dogma Académico. Los intelectuales producen libros, artículos y conferencias repitiendo el mantra: el problema no es el Estado, sino quien lo administra. Es la vieja tesis de la neutralidad estructural, donde la máquina sería pura, simplemente mal operada. La repetición de este argumento sirve como catecismo moderno, donde el intelectual es el sacerdote y el estado es el altar. El resultado es un saber que no emancipa, sino que adiestra, transformando crítica en justificación.
Esta idolatría se manifiesta en la negativa sistemática a reconocer que el Estado es el engranaje de la explotación misma. Cuando se enfrentan a Matanzas, desalojos, represión, llenan la boca para decir que son «contradicciones del proceso democrático». Como si la bala que atraviesa cuerpos en los barrios marginales fuera solo un error de ruta, y no la política real en funcionamiento. Los intelectuales no denuncian la máquina, sólo los operadores a la vez. Y así, preservan intacto el mito Esta idolatría se manifiesta en la negativa sistemática a reconocer que el Estado es el engranaje de la explotación misma. Cuando se enfrentan a Matanzas, desalojos, represión, llenan la boca para decir que son «contradicciones del proceso democrático». Como si la bala que atraviesa cuerpos en los barrios marginales fuera solo un error de ruta, y no la política real en funcionamiento. Los intelectuales no denuncian la máquina, sólo los operadores a la vez. Y así, preservan intacto el mito de que otro Estado es posible, de que una versión mejorada de la misma estructura nos salvaría del caos. Es la promesa del paraíso sEs la promesa del paraíso secular: un estado socialista que, curiosamente, sigue siendo Estado.
Esta fe ciega no difiere de la fe Bolsonaro. Ambas partes idolatran sus mitos, una con uniforme y otra con bolígrafo. Ambos ignoran la materialidad de las muertes, de la explotación, de la exclusión. Ambos viven en una burbuja donde cualquier contradicción es relativizada. Para los intelectuales de la izquierda, el Estado nunca se equivoca en sí mismo, solo «necesita más democracia». Para los fanáticos de la derecha, el líder nunca se equivoca, solo «necesita más poder». Son versiones diferentes del mismo fundamentalismo.
Lo más irónico es que esta idolatría se presenta como una crítica sofisticada, llena de jerga y citas. Pero en el fondo no es más que una racionalización barata, un modo elegante de legitimar la dependencia y la obediencia. Es una forma de mantener a la población anestesiada, creyendo que el Estado es un protector imperfecto pero corregible. Mientras tanto, las tragedias se repiten, las masacres continúan, y los intelectuales siguen ocupados escribiendo tesis sobre cómo hacer al verdugo más humano.
La aprobación de la exención del impuesto sobre la renta hasta cinco mil reales fue celebLa aprobación de la exención del impuesto sobre la renta hasta cinco mil reales fue celebrada como un gran logro popular, pero no es más que una puesta en escena dentro del engranaje democrático. El gobierno Lula la vendió como victoria histórica de la clase trabajadora, y los intelectuales de izquierda repitieron el coro con entusiasmo casi religioso. Sin embargo, basta con mirar de cerca para darse cuenta de que la medida no cambia nada estructural. No toca la regresividad del sistema tributario brasileño, donde el pobre paga proporcionalmente muchos más impuestos indirectos que el rico. No enfrenta el sistema financiero, no mueve los privilegios de los grandes, no desmonta las brechas que permiten a los más ricos esconder patrimonio. Es solo un ajuste superficial, Un abrazo temporal que el próximo gobierno puede revertir sin esfuerzo.
El hecho de que haya sido aprobada unánimemente en el Congreso debería ser, en sí mismo, la señal más clara de que no hay nada revolucionario en esta decisión. Si hasta los sectores más alineados al capital financiero aplaudieron, es porque no amenaza los cimientos de nadie. PEl hecho de que haya sido aprobada unánimemente en el Congreso debería ser, en sí mismo, la señal más clara de que no hay nada revolucionario en esta decisión. Si hasta los sectores más alineados al capital financiero aplaudieron, es porque no amenaza los cimientos de nadie. Por el contrario, sirve al mercado en sí, estimulando el consumo durante algunos años, calentando los indicadores económicos, generando una sensación de bienestar que fortalece al gobierno a corto plazo. Es una carta electoral, no una transformación social. Se cree que la medida dura solo un ciclo de poder, sin alterar la lógica que mantiene la desigualdad como regla.
La ironía es que la izquierda repite este espectáculo como si fuera ruptura, cuando es solo mantenimiento. Lula gobierna por la lógica del mercado, y sus victorias son concesiones planificadas, parte de un engranaje que alterna pérdidas y ganancias de acuerdo con la conveniencia política. La exención del IR hasta cinco mil no representa conquista social en sí, sino la continuación del juego democrático que gestiona la miseria en dosis controladas. Es la La ironía es que larepite este espectáculo como si fuera ruptura, cuando es solo mantenimiento. Lula gobierna por la lógica del mercado, y sus victorias son concesiones planificadas, parte de un engranaje que alterna pérdidas y ganancias de acuerdo con la conveniencia política. La exención del IR hasta cinco mil no representa conquista social en sí, sino la continuación del juego democrático que gestiona la miseria en dosis controladas. Es la prueba viviente de que la democracia se trata menos de emancipación y más de rotación de gerentes del mismo capital.
El Petismo siempEl Petismo siempre fue vendido como tercera vía entre neoliberalismo y socialismo, pero, en la práctica, nunca pasó de una administración eficiente del mercado. El Estado bajo Lula no rompió con la lógica del capital, sólo la gestionó de forma más organizada y menos caótica que sus antecesores de derecha. Las políticas sociales que ganaron fama internacional, como Bolsa Familia, no atacaron la raíz de la desigualdad, solo ofrecieron migajas para mantener la rueda girando sin tanta fricción. No fue redistribución, sino amortiguación. No fue emancipación, sino administración de la pobreza. Y esto no es descuido, es proyecto: el mantenimiento del orden depende de una masa controlada por beneficios mínimos, incapaz de estallar en revuelta.
La lógica petista es, por lo tanto, la lógica del libre mercado con barniz popular. Las concesiones sociales siempre se calculan para no tocar los pilares de la acumulación. El agronegocio sigue intacto, las mineras continúan exportando riqueza sin límites, los bancos nunca luLa lógica petista es, por lo tanto, la lógica del libre mercado con barniz popular. Las concesiones sociales siempre se calculan para no tocar los pilares de la acumulación. El agronegocio sigue intacto, las mineras continúan exportando riqueza sin límites, los bancos nunca lucraron tanto. Y la izquierda repite la narrativa de que» al menos mejoró», como si la mejora temporal y superficial fuera sinónimo de conquista histórica. El mercado se beneficia doblemente: gana estabilidad política y gana legitimidad internacional, ya que Lula es visto como estadista que pacifica y administra la barbarie con eficiencia. El capital agradece, los intelectuales aplauden, y el pueblo sigue atrapado en el ciclo de migajas y deudas.
Este mecanismo es el engranaje real de la democracia: alternar momentos de brutalidad abierta con momentos de aparente cuidado para que el sistema nunca esté realmente amenazado. Lula, en ese sentido, no es ruptura, sino válvula de escape. Es el gestor capaz de dar la impresión de cambio sin alterar nada esencial. Es el administrador perfecto de la esperanza, que transforma la revuelta en resignación. El petismo no es una alternativa al capitalismo, es una de sus caras más sofisticadas.
La narrativa de la izquierda se construye como una anestesia política, un calmante colectivo que evita que el dolor social se convierta en revuelta. Cada vez que ocurre una tragedia, la explicación surge lista: no fue el Estado el que mató, reprimió o dejó morir, fue la falta de él. Es una fórmula mágica que exime a la estructura y transfiere la responsabilidad a los gestores momentáneos. Cuando ocurre una masacre policial, dicen que fue «exceso» de la Corporación. Cuando las comunidades son desalojadas, dicen que fue decisión aislada del Poder Judicial. Cuando el veneno circula en las botellas, dicen que faltó vigilancia. En todos los casos, el Estado aparece como inocente ausente, nunca como culpable presente. Esta operación discursiva es una vacuna contra la indignación real, porque convierte la ira en expectativa: en lugar de destruir la máquina, la población espera a un nuevo operador.
Este anestésico es funcional para el capital porque reduce la lucha social a reclamos formales y solicitudes de reforma. El pueblo se organiza no para emanciparse, sino para solicitar más cuidado del Padre-Estado. Protesta, pero siempre a la espera de ser escuchado por los representantes. Se queja, pero sin romper con la lógica de la delegación. El sistema agradece: la revuelta se convierte en audiencia pública, la rabia se convierte en voto, la masacre se convierte en Estadística. Nada se escapa del cajón institucional.
La izquierda opera como brazo psicológico del capitalismo. Legitima la frustración, pero canaliza la energía dentro del mismo juego. Al mismo tiempo que denuncia abusos, asegura que el objetivo de la indignación nunca sea el Estado en sí, sino solo sus operadores. Es una forma sofisticada de control social, porque permite que exista la revuelta sin salir nunca de los límites. Es contención simbólica, disciplina por la esperanza, prisión por la fe política.
El resultado es un ciclo infinito de falsas rupturas. Con cada nueva tragedia, se renueva la promesa de que «la próxima vez el Estado cuidará mejor». Con cada elección, se renueva la fe de que ahora será diferente. Pero nunca lo es. La anestesia no cura el dolor, solo prolonga la enfermedad. Y mientras la izquierda se presenta como guardiana de ese remedio amargo, la sociedad sigue paralizada, soportando golpes continuos con la ilusión de que un día el padre severo finalmente aprenderá a ser amoroso.
Las matanzas policiales no son aberraciones, son la expresión más pura de la función del Estado. Cuando la policía irrumpe en una favela, mata a veinte o treinta personas y luego presenta armas plantadas como justificación, no estamos ante fallas de regulación, sino de regulación en su forma más cruda. Así es como el Estado maneja los cuerpos indeseables: los elimina. La bala es Política pública, no accidente. La sangre que corre por los callejones no es una excepción, es un método. La seguridad pública no protege vidas, protege la propiedad, el orden social y la división de clases. La izquierda, como mucho, protesta diciendo que hubo «excesos». Pero el exceso de qué, si la masacre es rutina? Este lenguaje es cómplice, porque suaviza lo obvio: el Estado mata porque esa es su función.
Cada matanza es un mensaje para el conjunto de la sociedad. Muestra quién puede vivir sin miedo y quién puede ser asesinado sin escándalo. En la periferia, la vida vale menos que el precio de una bala. Para la clase media, la matanza aparece como limpieza necesaria, como operación contra «bandidos». Es la pedagogía del terror, la lección permanente de que los pobres y los negros deben recordar su lugar. El Estado no actúa solo: cuenta con la legitimación del silencio de la clase media y con la complicidad de la izquierda que prefiere hablar de «reforma policial» en vez de admitir la esencia represiva de la máquina.
Estas ejecuciones no son desviaciones, son regulación. Son la forma en que la soberanía decide qué vidas importan y cuáles pueden descartarse. La necropolítica no es un concepto abstracto, es la escena cotidiana de cuerpos caídos en el suelo, es la estadística de jóvenes asesinados que desaparece en la prensa al día siguiente. Cada operación es planificada, financiada y legitimada. No hay improvisación, hay método. No hay falla, hay funcionamiento.
La mayor ironía es que, incluso frente a constantes masacres, la izquierda insiste en culpar a gobiernos, delegados o comandantes aislados. Nunca admite que el problema es la existencia misma de una policía que nace y vive para matar. Al suavizar, al relativizar, al hablar de «humanización», protege el corazón del monstruo. Y así mantiene viva la fe en el Estado como si él pudiera, un día, cuidar de la vida cuando en realidad sólo sabe administrarla por la muerte.
Las milicias son a menudo tratadas como una anomalía, como si fueran una excrecencia que brotó de la falla estatal, una enfermedad que se propaga cuando el Estado no cumple su papel. Pero la verdad es más incómoda: las milicias son el propio Estado en versión subterránea, sin maquillaje legal, sin burocracia, sin pudor. Están compuestas por policías, bomberos, agentes públicos que, al jubilarse o permanecer en activo, transforman el monopolio de la violencia en negocio privado. Cobran tarifas, venden protección, explotan el transporte, controlan el comercio local. Hacen todo lo que el Estado hace, pero de manera más explícita. La diferencia entre el policía que mata en nombre de la ley y el miliciano que mata en nombre de las ganancias es solo el uniforme o la firma en papel. El método es el mismo, la función es la misma: disciplinar cuerpos y extraer ingresos.
La izquierda insiste en describirlas como aberraciones, como desvío que necesita ser combatido con más Estado, más policía, más Ley. Pero cómo luchar contra un enemigo que es la extensión de la propia máquina? Cómo exterminar milicias sin exterminar la lógica que les dio origen? Es imposible. Las milicias no existen a pesar del Estado, sino porque el Estado es su incubadora. Son la prolongación informal de la necropolítica, el brazo clandestino de la regulación. Cuando el Estado quiere distancia pública de ciertas acciones, la milicia realiza. Cuando el Estado quiere limpiar un territorio sin firmar abajo, la milicia lo resuelve. Es una simbiosis perfecta, donde legal e ilegal se confunden en nombre del mismo orden.
La idea de que las milicias amenazan la soberanía es otra cortina de humo. No amenazan, refuerzan. Crean soberanías locales dentro de la soberanía nacional, pero siempre subordinadas a la lógica estatal y al mercado. El dinero circula, la violencia circula, y ambos retroalimentan el mismo engranaje. Mientras tanto, el pueblo sigue siendo víctima de dos verdugos que en realidad son uno solo: el Estado visible que arresta y mata en nombre de la ley, y el estado invisible que cobra y mata en nombre del lucro. Pero en el fondo son la misma entidad, la misma violencia, solo con diferentes insignias.
El acaparador no invade sólo tierras: ocupa una función dentro del proyecto estatal de transformar territorio en mercancía. El discurso oficial finge que el acaparador es enemigo del Estado, pero en la práctica es pieza útil del engranaje. El acaparamiento sólo prospera porque hay notarios que registran títulos falsos, jueces que homologan documentos sospechosos y parlamentarios que convierten crímenes en leyes. Pero la raíz del problema está más allá: está en la noción misma de que el subsuelo nunca pertenece a las comunidades, sino al Estado. Los pueblos indígenas pueden vivir en sus tierras, pero no tienen derecho sobre lo que está debajo de ellas. Los cimarrones pueden cultivar el suelo, pero no deciden sobre los minerales o acuíferos que existen allí. El subsuelo es monopolio estatal, y por eso la explotación mineral y energética siempre aparece como «Interés nacional», aunque destruya vidas y territorios.
Esta lógica revela que la soberanía no se trata de proteger la vida, sino de garantizar el flujo. El Estado organiza el territorio como infraestructura logística para la capital, construyendo carreteras, puertos, ferrocarriles y corredores de exportación que conectan minas, granjas y puertos sin tener en cuenta quién vive en el camino. La logística no es neutral: es la militarización disfrazada de transporte. Es la violencia incrustada en carreteras que sirven para drenar soja mientras rodean comunidades, en ferrocarriles que conectan minas con el puerto mientras aíslan pueblos enteros, en oleoductos que cruzan territorios como cicatrices impuestas. El acaparador armado en el campo es solo el rostro visible de una logística armada que atraviesa el país.
El extractivismo, en este sentido, no es ilegalidad, es proyecto. Las mineras y los agronegocios funcionan en simbiosis con el Estado, que proporciona infraestructura, legalidad y violencia. Cuando las comunidades se resisten, se tratan como obstáculos para el flujo, como interrupciones que deben eliminarse. El subsuelo nunca será suyo, los caminos nunca serán para ellos, los puertos nunca cargarán sus producciones. Son cuerpos y territorios desechables en nombre de la circulación de mercancías. La soberanía nacional es, en la práctica, el derecho a convertir la tierra en logística global, incluso si eso significa reducir comunidades enteras a escombros.
Las órdenes de desalojo son quizás la cara más transparente de la soberanía estatal: no necesitan metáforas, ni discursos complejos, solo la fuerza bruta legitimada por el sello jurídico. Cuando un juez firma un papel, la vida de cientos de familias se convierte en escombros. No importa cuántas generaciones hayan habitado ese espacio, no importa cuántas historias y recuerdos haya allí: lo que pesa es el título formal de propiedad. El derecho a la vivienda, proclamado como principio en tantas constituciones, se disuelve ante la sacralidad de la escritura registrada. El desalojo es el sacramento jurídico de la soberanía, donde el Estado reafirma que la tierra no pertenece a quien vive en ella, sino a quien puede probar posesión con documentos validados por la propia máquina estatal.
Este mecanismo revela que la justicia no es ciega: ve muy bien a quién debe servir. Las órdenes de desalojo rara vez se vuelven contra latifundios improductivos, mansiones construidas en áreas irregulares o edificios comerciales erigidos en zonas públicas. Se concentran en barrios marginales, ocupaciones urbanas, asentamientos rurales. La policía, convocada para ejecutar, no actúa como fuerza de mediación, sino como tropa antidisturbios que derriba, quema, expulsa. El Poder Judicial firma, el Estado envía tropas, y todo sucede dentro de la legalidad. El desalojo no es una excepción, es un ritual de reafirmación: la ley está por encima de la vida, y la vida solo importa como propiedad.
En la retórica de la izquierda, este proceso es criticado como brutalidad o como»falta de política de vivienda». Pero esta crítica nunca cuestiona la estructura que hace posible el desalojo: el dogma de la propiedad privada. Hablar de soberanía popular mientras el Estado derriba casas es una contradicción grotesca, pero normalizada. Porque el desalojo no es un accidente, es un mensaje. Es el estado recordando que la soberanía jurídica es, sobre todo, el derecho a decidir quién tiene tierra y quién será condenado a vagar sin tierra.
La oposición entre lo público y lo privado es una de las mayores farsas políticas de nuestro tiempo. La izquierda repite el mantra de que estatal significa colectivo, mientras que la derecha vende la ilusión de que privatización significa eficiencia. Ninguna de las dos narrativas corresponde a la realidad. Lo que existe de hecho es un engranaje único, donde lo público y lo privado se confunden y se retroalimentan. Los estados cobran tarifas como empresas privadas, transfieren ganancias como dividendos, endeudan a las personas con impuestos y tasas. Las Empresas privadas, por su parte, solo funcionan porque reciben exenciones fiscales, créditos subsidiados, contratos garantizados por el Gobierno. No existe una frontera real: lo público y lo privado son solo dos formas diferentes de monetarizar la vida.
Esta falacia es útil porque permite organizar un juego ideológico. La derecha acusa a la izquierda de estatista e ineficiente, la izquierda acusa a la derecha de privatista y depredadora. Pero en el fondo, ambas defienden la misma estructura: un Estado que protege el mercado y un mercado que depende del Estado. Privatizaciones como la de Vale muestran esto: la empresa estatal ya funcionaba como máquina de lucro para pocos, la versión privatizada apenas cambió el destinatario de los dividendos. El botín continúa, solo cambia el camino del dinero. La estatización no significa socialización, solo cambio de gerente.
La retórica pública versus privada también sirve para dividir al pueblo en torcidas. Quien defiende estatal se ve como defensor del interés colectivo, quien defiende privatización se ve como defensor de la eficiencia. Ninguno se da cuenta de que ambos están defendiendo la misma lógica: ganancias, crédito, deuda, explotación. El Estado no se opone al mercado, lo organiza. el mercado no existe sin el Estado, depende de él. La contradicción es solo teatral, y la audiencia continúa aplaudiendo la obra que la mantiene encarcelada.
La ironía final es que este falso choque es justamente lo que garantiza la estabilidad del sistema. Si bien discutimos si Petrobras debe ser estatal o privada, no discutimos por qué necesitamos que el petróleo sea una mercancía. Si bien discutimos si los bancos públicos son mejores que los privados, no discutimos por qué necesitamos bancos para controlar nuestras vidas. El debate público versus privado es la anestesia perfecta: hace que parezca que hay elección, cuando en realidad solo hay obediencia al mismo cuerpo, con máscaras diferentes.
La conclusión inevitable de todo este recorrido es que la izquierda institucional nunca fue comunista, y mucho menos anarquista. Es, a lo sumo, la versión liberal y domesticada del capitalismo, que maneja las contradicciones para preservar el engranaje. Cuando habla de socialismo, habla de socialismo regulado por el Estado, que no es más que capitalismo con maquillaje. Cuando habla de revolución, habla de reformas graduales que nunca llegan a ninguna parte. Lo que realmente teme no es la derecha, sino la autonomía popular. El verdadero pavor de la izquierda no es el fascismo explícito, sino la posibilidad de que el pueblo dispense tutores y organice su propia vida. Por eso, siempre que surgen movimientos autónomos, la izquierda corre para deslegitimar, acusar de infantilismo, de irresponsabilidad, de radicalismo. Lo que ella defiende, en esencia, es lo mismo que la derecha: el Estado como centro incuestionable de la vida política.
Esta posición revela su naturaleza profundamente anticomunista. Porque el comunismo, en su sentido más radical, es la negación de la propiedad privada y del Estado. Es la autogestión colectiva de la vida, sin tutores, sin patrones, sin burócratas. La izquierda, por el contrario, defiende la propiedad estatal, que no es colectiva, sino que solo se concentra en otro administrador. Defiende la democracia representativa, que no es poder popular, sino delegación alienada. Defiende la regulación del capital, que no es destrucción del capital, sino su preservación en condiciones más seguras. En nombre del socialismo, lo que produce es sólo liberalismo con otro color.
También es antianarquista porque rechaza cualquier posibilidad de descentralización real. El anarquismo apunta hacia horizontes de autogestión, de redes comunitarias, de pluralidad de formas de vida conviviendo sin un centro único. Pero la izquierda prefiere hablar de soberanía nacional, de proyecto popular, de Estado fuerte. Prefiere reproducir la lógica colonial de la homogeneidad, sofocando etnias, lenguas y culturas en nombre de la unidad nacional. Prefiere la verticalidad del comando en lugar de la horizontalidad de la vida colectiva. Prefiere el monopolio de la fuerza en lugar de la multiplicidad de lazos. Prefiere el orden, aunque cueste sangre, al riesgo de la libertad.
Al final, la izquierda es cómplice del mismo engranaje que dice combatir. No hay capitalismo regulado «humano», así como no hay estado benevolente. Solo existe el mismo mecanismo de explotación con diferentes administradores. La izquierda anestesia, la derecha brutaliza, pero ambas conservan la misma estructura. Mientras creamos en este teatro, seguiremos siendo prisioneros del mismo mito. La verdadera tarea no es elegir entre izquierda y derecha, público o privado, regulación o liberalización. La tarea es romper con la lógica que los sustenta, desmontar la máquina y hacer espacio para otra forma de vida, que no necesite de tutores, de banderas o de verdugos uniformados.
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