La lógica de la insurrección, Alfredo María Bonanno, 1984.

De la revista Insurrection nro 1.

 

Cuando escuchamos la palabra insurrección pensamos en algún momento preciso de agitación en el pasado, o imaginamos un choque similar en el futuro. La insurrección espontánea ocurre cuando las personas son empujadas más allá de sus límites de resistencia en sus puntos de explotación. Ciertos hechos tienen lugar: enfrentamientos callejeros, ataques contra la policía, destrucción de los símbolos del capitalismo (bancos, joyeros, supermercados, etc.). Tales momentos de violencia popular atrapan a los anarquistas sin preparación, sorprendidos de que la apatía de ayer se transforme en la ira de hoy.

Mira Brixton hace un par de años: los anarquistas no eran, no podrían haber sido, protagonistas en los disturbios. Los eventos los tomaron por sorpresa. La gente se levantó por razones aparentemente simples, pero que estaban eclosionando debajo de la superficie durante mucho tiempo. La participación de anarquistas fue simplemente la de adaptarse a la situación, el invitados de una insurrección pero no actuando con una lógica insurreccional. Lanzar un ladrillo no es la mejor manera para que un revolucionario consciente participe en una insurrección.

 

Cuando hablamos de aplicar una lógica de insurrección nos referimos a hacer las cosas al revés. No nos limitamos a identificar áreas de tensión social y unirnos cuando explota, tratamos de estimular la rebelión y aún más, proponer y participar en la formación de una organización de revuelta.

 

Tratemos de ser lo más claros posible.

 

El tipo de organización que queremos decir debe ser de carácter asociativo, social o de masas—un comité, grupo de apoyo, liga contra la represión, asociación por los derechos de vivienda, grupos antinucleares, liga abstencionista contra las elecciones, etc—no un grupo anarquista específico. ¿Por qué la gente debería pertenecer a un grupo anarquista para participar en una lucha social?

 

La participación de la gente en este tipo de estructura puede ser ilimitada, dependiendo del trabajo que los anarquistas logren hacer dentro de ella. Comenzando con un puñado de camaradas y personas más motivadas en una lucha en particular, ya sea una huelga salvaje, despidos masivos, una base contra la propuesta de la OTAN, okupaciones, etc., implicaría inicialmente difundir información sobre la situación establecida de la manera más clara y directa posible.

 

Se utilizarían folletos, revistas, carteles, debates, conferencias, reuniones públicas, etc., y se formaría la encarnación de uno de los grupos mencionados anteriormente. Cuando hay alguna respuesta a esta parte del trabajo es el momento de establecer un lugar de reunión y número de contacto. Las acciones de los organizativos serán más efectivas a medida que avance la lucha, aumenten los números y se desarrolle la represión contra ella.

 

El resultado no será seguro. La presencia activa de los anarquistas no significa control, sino más bien estimulación. Tienen los mismos derechos que el otro y no tienen un peso particular en la toma de decisiones. Sus sugerencias se considerarán válidas si ambas están en sintonía con el nivel general de sentimiento y al mismo tiempo tratan de empujarlo hacia adelante.

 

Las propuestas tímidas o vacilantes serían rechazadas como obstáculos para avanzar en la lucha y traicionar las necesidades y la rebelión. Una propuesta demasiado avanzada, que vaya más allá del nivel del momento sería considerada imposible, peligrosa y contraproducente. La gente se retiraría, temerosa de estar confundida en quién sabe qué.

 

Por lo tanto, los anarquistas que operan dentro de esta estructura deben estar en contacto con la realidad y proponer acciones que sean posibles y comprensibles. Es posible que una rebelión de desorden en expansión pueda evolucionar a partir de este trabajo inicial de estimulación. Esto es lo que queremos decir con los métodos y la lógica de la insurrección. Es bastante diferente a la lógica del sindicato y el sindicalismo (incluido el anarcosindicalismo), estructuras que comienzan desde una lógica de defensa en lugar de una de ataque. Tienden al crecimiento cuantitativo (aumento de la membresía) y a defender las ganancias pasadas y, en el caso de los sindicatos, a proteger los intereses de una categoría.

 

Lo que proponemos, por el contrario, son estructuras asociativas básicas organizadas para hacer frente a un objetivo de lucha y estimular los sentimientos de rebelión de los pueblos, para culminar en una insurrección lo más consciente posible.

 

Usando este método no hay forma de que los anarquistas dentro de la estructura puedan transformarse en un grupo de liderazgo o poder. De hecho, como hemos dicho, están obligados a seguir las condiciones de la lucha. No están trabajando para un crecimiento cuantitativo en su propio grupo anarquista. No pueden proponer simplemente acciones defensivas, sino que están obligados a ir hacia acciones cada vez más avanzadas. Por un lado, estas acciones pueden conducir a la insurrección y niveles que no se pueden predecir. Por otro lado, pueden no ser efectivos. En cualquier caso, la estructura asociativa original inevitablemente se vuelve redundante, y los anarquistas volverán a lo que estaban haciendo antes.

 

 

 

Traducción al Español por V de Invisible

 

Texto extraído de Anarchist Library.

El sexo del capitalismo. Roswhita Scholz.

 

 

Para mostrar lo que quiere decir la noción de “disociación–valor” conviene, en primer lugar, explicar lo que significa el concepto androcéntrico del “valor” tal como ha sido definido por la “crítica fundamental del valor” y que pretendo desarrollar aquí de modo crítico. En general, la noción de valor es utilizada de manera positiva, ya sea por parte del marxismo tradicional, por parte del feminismo o incluso de las ciencias económicas donde, bajo la forma de los precios, por ejemplo, el valor aparece como un elemento incondicionado e inamovible a través de la historia de las sociedades humanas. A este respecto, el enfoque de la crítica fundamental del “valor” es totalmente distinto. Bajo tal enfoque, el valor es entendido y criticado como la expresión de una relación social fetichista. En las condiciones propias de una producción mercantil destinada a mercados anónimos, los miembros de la sociedad, en lugar de utilizar de común acuerdo los recursos para la producción razonada de su existencia, producen, por separado, mercancías que sólo devienen productos sociales una vez que han sido intercambiados en el mercado. En tanto “representan” un “trabajo anterior” (consumo de energía social humana abstracta), esas mercancías constituyen un “valor”; es decir, corresponden a una cierta cantidad de energía social consumida en su fabricación. Esta representación se expresa a su vez a través de un médium particular, el dinero, que es la forma general del valor para todo el universo mercantil. La relación social mediatizada por esta forma trastoca profundamente las relaciones entre las personas y los productos materiales: los miembros de la sociedad, en tanto que personas, aparecen de forma asocial, como simples productores privados y como individuos carentes de vínculos. Inversamente, la relación social aparece como una relación entre cosas, entre objetos muertos que se enlazan a través de las cantidades abstractas de valor que representan. Las personas son cosificadas y las cosas se ven, por así decirlo, personificadas. El resultado es la alienación mutua de los miembros de la sociedad, que no utilizan sus recursos en función de decisiones conscientes, tomadas de común acuerdo, sino que se someten a una relación ciega entre cosas muertas, sus propios productos, bajo el mando de la forma–dinero. Es así como, una y otra vez, se incurre en un mal reparto de los recursos, lo que nos precipita a crisis y catástrofes sociales.

 

La crítica de este fetichismo que subordina los seres humanos en tanto que seres sociales a las relaciones creadas por sus propios productos debe, pues, realizarse desde el nivel de la producción mercantil, del valor, del trabajo abstracto y la forma–dinero. Y es precisamente ahí donde la teorización marxista anterior ha fracasado. Aquello que constituye la verdadera radicalidad de la teoría marxiana ha sido marginado como filosófico, mientras que, al nivel concreto de la teoría social, es decir en un sentido social y económico, se mostró incapaz de romper el corsé taxonómico del sistema moderno de producción mercantil (en sus diversas formaciones, históricamente asincrónicas). Al contrario, la “crítica fundamental del valor” pretende actualizar ese núcleo desaparecido de la crítica de la economía política y poner de manifiesto que la forma aparentemente natural del valor reviste un carácter–fetiche negativo, para llegar así a una reformulación de la crítica social radical: “Como mercancías, las cosas son objetos–valor abstractos privados de calidad sensible, y únicamente bajo esa forma extraña son socialmente mediatizadas. En el marco de la crítica marxiana de la economía política, este valor económico se determina de manera puramente negativa, en tanto que forma de representación abstracta y muerta del trabajo social efectuado sobre el producto, forma a la vez cosificada, fetichista, separada de cualquier contenido sensible y concreto y que, a través de un perpetuo movimiento de forma de las relaciones de cambio, se desarrolla hasta llegar al dinero en tanto que cosa ‘abstracta’ por antonomasia” (1). Sin embargo, este fetichismo específico de la forma-mercancía en tanto que principio general y dominante de la socialización sólo existe en los sistemas modernos de la producción mercantil. Sólo el capitalismo moderno ha engendrado una forma–mercancía orientada hacia mercados anónimos, autónoma y escindida del resto de la vida y de las otras formas relacionales, y que, al mismo tiempo, domina todo el proceso social de la vida. Anteriormente, se producía en primer lugar para el uso, y no sólo en los contextos agrarios sino también en el seno de corporaciones regidas por una legislación específica. En cuanto a la noción misma de “totalidad” social, ésta no podía surgir más que con la dominación realmente totalitaria de la forma–mercancía y de la forma–dinero sobre el conjunto de la sociedad. La producción mercantil, las relaciones monetarias y la “economía de mercado” como contexto sistémico general vieron la luz gracias a que el valor, y por ende su forma fenoménica, el dinero, se transforma, de simple médium entre productores realmente independientes (economías familiares, etc.) en un fin en sí mismo social general: bajo la forma de capital, forma un bucle consigo mismo para “valorizarse”, es decir para engendrar, en un proceso ininterrumpido, “más dinero” (plusvalía).

 

Dos condiciones son constitutivas de esta “valorización del valor” productiva en un sentido capitalista y distinguen ese modo de producción capitalista de cualquier producción mercantil premoderna. En primer lugar, la producción de bienes de uso –en condiciones precapitalistas, la razón de ser absolutamente natural de la producción– se transforma en un simple vector de la abstracción–valor y transforma, por ende, la satisfacción de las necesidades humanas en simple “subproducto” de la acumulación de capital–dinero. Se da, pues, una inversión de fines y medios: “El fetichismo se ha vuelto autorreflexivo y, por tanto, convierte al trabajo abstracto en una máquina que encuentra en sí misma su propia finalidad. A partir de entonces, el fetichismo ya no se ‘desvanece’ en el valor de uso, sino que se presenta bajo la forma del movimiento autónomo del dinero, como transformación de una cantidad de trabajo abstracto y muerto en otra cantidad –superior– de trabajo abstracto y muerto (la plusvalía) y, de este modo, como movimiento tautológico de reproducción y autorreflexión del dinero, que sólo se convierte en capital, y deviene por lo tanto moderno, bajo esta forma” (2). 

 

En segundo lugar, la propia fuerza humana de trabajo debe convertirse en mercancía. Privada de todo acceso autónomo y consciente a los recursos, una parte siempre creciente de la sociedad se ve sometida a la dictadura del “mercado de trabajo”, haciendo así de la capacidad humana de producir una capacidad fundamentalmente heterónoma. Sólo en esas condiciones la actividad productiva se transforma en “trabajo abstracto”, que no es más que la forma de actividad específica que reviste la finalidad en sí misma abstracta de incrementar el dinero dentro del espacio de funcionamiento de la “economía de empresa” capitalista, es decir una forma de actividad separada de la vida y las necesidades de los propios productores. A medida que el capitalismo va desarrollándose, toda la vida individual y social, en todo el planeta, lleva el sello del movimiento autónomo del dinero. Eso acarreará como consecuencia que “el trabajo vivo deje de aparecer como expresión del trabajo muerto autonomizado”, y el trabajo (abstracto), que surge tan sólo con el capitalismo, se plantee delante de un modo ajeno a la historia, como un principio ontológico (3). La visión truncada que el marxismo tradicional del movimiento obrero tenía de este contexto sistémico (4) consistía en que criticaba la “plusvalía” en un sentido puramente superficial y sociológico, es decir en cuanto a su “apropiación” por parte de la “clase capitalista”. No era la forma del valor funcionando en bucle y de manera fetichista lo que era denunciado como escandalosa, sino únicamente su “distribución desigual”. Precisamente por eso, a ojos de los representantes de la “crítica fundamental del valor”, este “marxismo del trabajo” permanece prisionero de la ideología de una simple “justicia distributiva”. Es en el carácter absurdo del fin en sí mismo de la forma–mercancía y de la forma–dinero totalitarias donde reside el problema, mientras que la “distribución equitativa” en el seno de dicha forma permanece sujeta a las leyes del sistema y, por lo tanto, a las restricciones impuestas por ese mismo sistema, lo que hace de ella una mera ilusión. Una simple redistribución en el interior de la forma–mercancía, de la forma–valor y de la forma–dinero, sea cual sea el modo de aplicación de la misma, no puede evitar las crisis, ni acabar con la miseria global engendrada por el capitalismo; el problema no consiste en la apropiación de la riqueza abstracta bajo la forma no abolida del dinero, sino en esa misma forma. Así, el viejo movimiento obrero, con su “crítica” sesgada del capitalismo formulada en el marco de las categorías no abolidas del capitalismo, sólo podía obtener –y aún de modo pasajero– ciertas mejoras, algunos alivios inmanentes al sistema. Hoy, en la vorágine de la crisis que vive el sistema mercantil, esas mejoras son hechas añicos una tras otra. En ese proceso, el marxismo tradicional y más generalmente la izquierda política han ido asumiendo todas las categorías fundamentales de la socialización capitalista, en particular el “trabajo abstracto”, el valor en tanto que principio general pretendidamente perenne a lo largo de la historia y, por consiguiente, también la forma–mercancía y la forma–dinero en tanto que formas generales de relación social, del mismo modo que el mercado universal anónimo como esfera de la mediación social fetichista, etc. En cuanto a la miseria y la alienación que acompañan semejante contexto sistémico categorial(5), deberían ser corregidas mediante intervenciones políticas externas. Todavía hoy en día, esta ilusión sigue siendo recalentada y servida con salsa keynesiana (de izquierdas).

 

A lo largo del proceso histórico en que se ha impuesto el capitalismo, solamente en las sociedades atrasadas en cuanto a la producción mercantil moderna ha podido surgir un sistema relativamente autónomo basado en la legitimación de esta ideología. Fue una “modernización a marchas forzadas” que trataba de alcanzar a los países desarrollados bajo la forma de un capitalismo de Estado; modernización (mal) interpretada como un “contrasistema socialista”, aunque no resultase en modo alguno de una crisis capitalista que hubiese alcanzado un grado de madurez suficiente. Durante algunas décadas, este paradigma sólo fue dominante, por el contrario, en algunas sociedades “subdesarrolladas” desde el punto de vista capitalista, y ubicadas en la periferia del mercado mundial (Rusia, China, tercer mundo). Dado que tales sociedades eran también sistemas de producción mercantil –aunque estuviesen “a la zaga” de las economías más desarrolladas–, la dinámica capitalista de la mercancía y del dinero con su mediación anónima a través del mercado (que comporta siempre el principio de la competencia) era forzosamente operativa en ellas, aunque fuese de un modo distinto al de Occidente: era el Estado quien desempeñaba el papel de empresario colectivo.

 

Y es esa misma dinámica de la forma–valor abstracta funcionando en bucle (incluso en los países del bloque del Este), a través de procesos inducidos por el mercado mundial y la carrera por desarrollar las fuerzas productivas, la que acabó por hundir “el socialismo realmente existente” (alias capitalismo de Estado), desembocando en escenarios de crisis y guerras civiles a lo largo de los años 90 en diversas regiones del globo. El hundimiento de aquella “modernización a marchas forzadas” no condujo, sin embargo, ni por asomo, a ninguna “perspectiva reformadora” que permitiese avanzar hacia la “economía de mercado y la democracia” (ése es el término con que el capitalismo puro de Occidente se ve actualmente arropado, incluso en el lenguaje codificado de la izquierda conformista), a condición de que el sistema mercantil y sus criterios fuesen mantenidos, sino que desembocó exclusivamente en una “perspectiva” de barbarie. 

 

A partir de la década de 1980, las esperanzas de una vida mejor quedaron también truncadas en el tercer mundo. Gracias al crédito, la perspectiva del pretendido desarrollo, siempre concebido bajo la forma–mercancía fetichista, y que –debido a una cierta euforia modernizadora– caracterizó el Zeitgeist (el espíritu de la época) hasta mediados de la década de 1970, pareció realizable durante algún tiempo. Sin embargo, este concepto limitado al marco de sistema–mundo capitalista naufragará en el curso de la década de los 80 y numerosos países se verán precipitados en la miseria bajo la presión neoliberal, una de cuyas consecuencias fue el endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Las condiciones impuestas por estas instituciones para el reembolso de la deuda comportaron toda una serie de “procesos de ajuste estructural” (ése era el eufemismo utilizado) y una agravación dramática de la situación social para una amplia mayoría de la población. Es previsible que esas condiciones de vida precarias se extiendan igualmente a las naciones occidentales altamente industrializadas. El valor, el trabajo abstracto, la mediación mercantil sobre la base del fin en sí mismo capitalista, se han tornado obsoletos; el “hundimiento de la modernización”(6) se manifiesta cada vez con mayor claridad.

 

La condición postmoderna resulta paradójica en la medida que, por un lado, el capitalismo se revela incapaz de asegurar la reproducción de la humanidad (incluso según los propios criterios del sistema, de todos modos inaceptables) y que, por otra parte, los antiguos paradigmas de una “crítica del capitalismo” sesgada y prisionera de las formas y categorías del sistema mercantil (ya sea una crítica de tipo “marxista obrero clásico”, keynesiano o “nacional–revolucionario/antiimperialista”) andan por caminos trillados. Lejos de desaparecer, las desigualdades sociales se han ido agravando dramáticamente, pero ya no pueden ser aprehendidas en términos de “plusvalía indebidamente sustraída”, es decir a partir de una concepción puramente sociológica e ignorando los contextos–formas de base, o en función de las “relaciones entre las clases” o las “relaciones de dependencia nacional”.

 

Esta visión de la “crítica fundamental del valor”, por coherente que sea y por plausible que se nos antoje su manera de interpretar los numerosos fenómenos de la actual crisis mundial, deja completamente de lado, siguiendo su propia lógica, la relación entre los sexos. Hablando en plata, sólo el “valor” y, junto a él, el “trabajo abstracto” –sexualmente neutros– son dignos de ser teorizados, incluso si lo son en tanto que objetos de una crítica radical. El hecho que permanece ignorado es que, en el sistema de producción mercantil, hay que realizar también tareas domésticas, criar a los hijos y ocuparse de las personas mayores o enfermas; es decir, que resulta imprescindible ejecutar toda una serie de tareas que incumben habitualmente a las mujeres (incluso si ejercen un trabajo asalariado) y de las que no pueden encargarse, o sólo en parte, profesionales(7).

 

Así pues, no es sólo el movimiento automático y fetichista del dinero y el carácter tautológico del trabajo abstracto lo que determina el contexto societario global. De hecho, lo que se produce es una “disociación” sexual específica, que se articula de manera dialéctica con el valor. Lo disociado no constituye un simple “subsistema” de esta forma (a semejanza del comercio exterior, del sistema jurídico o incluso de la política), sino una parte esencial y constitutiva de la relación social global. Esto significa que no existe una “relación derivada”, lógica e inmanente, entre “valor” y “disociación”. El valor es la disociación y la disociación es el valor. Cada elemento está contenido en el otro, sin que eso les haga sin embargo idénticos. Se trata de dos elementos esenciales y centrales de una sola y única relación social, en sí misma contradictoria y rota, y que es necesario comprender en un mismo nivel elevado de abstracción.

 

Y es que aquello que el valor no puede aprehender, aquello que él mismo disocia, desmiente precisamente la pretensión a la totalidad de la forma–valor; representa lo que la propia teoría no nos dice y escapa, por lo tanto, a los instrumentos de la crítica del valor. Dado que las actividades femeninas de reproducción representan la otra cara del trabajo abstracto, resulta imposible subsumirlas bajo la noción de “trabajo abstracto”, tal como lo ha hecho con frecuencia el feminismo, adoptando la categoría positiva del trabajo que acuñó en su día el marxismo del movimiento obrero. En las actividades disociadas, que comprenden igualmente, y no en último lugar, el afecto, la asistencia, los cuidados dispensados a las personas frágiles o enfermas, así como el erotismo, la sexualidad y el “amor”, se incluyen sentimientos, emociones y actitudes contrarias a la racionalidad de la “economía empresarial” que impera en el dominio del trabajo abstracto, y que se oponen a la categoría del trabajo, incluso si no están exentos por completo de cierta racionalidad utilitarista y de normas constrictivas.

 

A este respecto, el mundo patriarcal moderno no sólo delega en la “mujer” –o, mejor dicho, le atribuye y proyecta en ella ciertas actividades precisas, sino también determinados sentimientos y cualidades: la sensualidad, la emotividad, la debilidad intelectual y de carácter, etc. El sujeto masculino ilustrado(8) que, en tanto que sujeto socialmente determinante, representa la voluntad de imponerse (a través de la competencia), el intelecto (en relación con las formas de reflexión capitalistas), la fuerza de carácter (como adaptación a las exigencias capitalistas), etc., y que encarna todavía (inconscientemente) al mecánico de precisión disciplinado de la fábrica fordista, este sujeto, pues, está asimismo fundamentalmente estructurado a través de dicha “disociación”. En este sentido, la disociación– valor comporta también un aspecto cultural–simbólico y una dimensión sociopsicológica cuyo conocimiento requiere recurrir a las herramientas propias del psicoanálisis.

 

Según la tesis de la disociación–valor, la esfera privada y la pública, dialécticamente mediatizadas de la misma manera, son connotadas respectivamente femenina y masculina. Pero, contrariamente a lo que algunas hipótesis estereotipadas podrían sugerir, la relación entre los sexos no tiene su “lugar” objetivo en las esferas privada y pública. Desde siempre, las mujeres han estado presentes en las esferas públicas, sobre todo en el mundo del trabajo; pero la disociación prosigue en el propio seno de dichas esferas.

 

Incluso en la época postmoderna, cuando un número creciente de mujeres ejerce la actividad asalariada, con una cualificación profesional equivalente a la de los hombres, y a pesar de que los medios de comunicación gusten disertar acerca de la “confusión de los sexos”, salta la vista que, fundamentalmente, la jerarquía sexual y la discriminación de las mujeres no han desaparecido. En la esfera privada, las mujeres siguen ocupándose de los niños y del trabajo doméstico en mayor medida que los hombres, mientras que, en la esfera del trabajo, los salarios femeninos continúan siendo inferiores a los de los hombres y resulta raro ver a mujeres ocupando funciones importantes en la vida pública, etc., lo cual es debido sin duda a las connotaciones y atribuciones sexualmente específicas, “clásicas” del mundo moderno, y por ende a las responsabilidades reales de las mujeres por todo cuanto se refiere a la reproducción privada, connotaciones vigentes en la época postfordista.

 

Esta crítica de la noción de valor pensada de manera androcéntrica tal como se propone bajo la apelación general de “teoría de la forma disociación–valor” tiene consecuencias no sólo para la “crítica fundamental del valor”, sino también para otras aproximaciones que, en el pasado, abordaron de manera crítica la abstracción valor y el fetiche–mercancía (aunque la mayoría de las veces lo hicieran de manera inconsecuente). En ese sentido, se ve particularmente afectada una noción del “valor de uso” pensada de manera enfática y siempre positiva, como podemos constatar en ciertas teorías de izquierdas y a veces feministas. En ellas, el valor de uso se presenta como “femenino” y, como tal, se le suponen ciertas potencialidades de resistencia. Pero la ecuación “valor de uso = femenino, valor de cambio = masculino”, al tiempo que mantiene la subordinación jerárquica del valor de uso respecto al valor de cambio, sigue derivando las disparidades sexuales específicas únicamente de la forma–mercancía, presuntamente neutra desde un punto de vista de género. Siguiendo la lógica androcéntrica, el análisis queda confinado en el espacio interior de la mercancía. Por el contrario, según Kornelia Hafner, para Marx era ya primordial la constatación de que “los valores de uso aparecen como criaturas del capital” y que la hipótesis de una “utilidad pura” (y asimismo abstracta) del valor de uso surge tan sólo cuando, a través de la relación–capital, la forma–mercancía se ha expandido hasta el punto de ser más o menos dominante(9). Para la “crítica fundamental del valor” que aquí nos interesa resulta, en primer lugar, que la mercancía no encarna un “valor de uso” más que en el proceso de circulación, en tanto que objeto mercantil. Y, a ese respecto, el valor de uso no deja de ser a su vez una simple categoría–fetiche abstracta y económica. El valor de uso no designa la utilidad concreta del uso sensible y material, sino únicamente la abstracta “utilidad por excelencia” en tanto que valor de uso de un valor de cambio. Merced a la disociación–valor, la propia noción de valor de uso pertenece en cierto modo al universo mercantil androcéntrico–abstracto. 

 

Al mismo tiempo, la espera que resulta efectivamente incompatible con este contexto–forma económico(10) es la del consumo y de las actividades vinculadas a él en cualquier sentido. Es ahí en primer lugar donde debemos tratar de aprehender lo “disociado” de la forma–valor. Sólo en el consumo tienen verdaderamente lugar el uso y el disfrute sensible y material. Así pues, el producto mercantil(11) “engullido” en el consumo se sustrae a la forma–mercancía. Lo que aquí no se toma en cuenta es que esta incompatibilidad de los bienes con el contexto–forma económica no se refiere simplemente al consumo “puro” e inmediato, sino que se ve mediatizada por una esfera de actividades de reproducción imbricadas –en parte o incluso a priori– con otras actividades, instantes y relaciones no mediatizados por la forma–mercancía.

 

Así definido, lo “disociado” que, bajo el ángulo del contexto– forma androcéntrico dominado por el valor, conduce de algún modo a la nada en los límites del consumo, aparece, pues, en la teoría social masculina unidimensionalmente fundamentada sobre el valor, como algo casi ajeno a la historia, como una masa blanda e informe semejante a la percepción de lo femenino en la sociedad cristiana occidental en general, y que un análisis en términos de forma–valor no conseguiría aprehender. Aquello que, por el contrario, no tiene que ver con lo disociado, es el consumo de los medios de producción en el marco de la economía de empresa, como es el caso de la maquinaria, de las inversiones, etc.; estos elementos se inscriben inmediatamente en el “universo masculino” del valor. Pero, desde un punto de vista conceptual, lo “disociado” no se deja reducir al consumo o a la preparación de bienes comprados para ser consumidos; a ello se añaden –y de manera central– el afecto, la ayuda a las personas débiles, los cuidados, el amor, etc., e incluso la sexualidad y el erotismo. Es difícil distinguir aquí lo que corresponde a la actividad obligatoria y aquello que tiene que ver con aspectos existenciales de la vida. Pero, al contrario de lo que ocurre con el “trabajador abstracto”, es precisamente esa característica la que hace que las actividades de reproducción femeninas resulten agobiantes.

 

Desde el punto de vista histórico–lógico, el trabajo abstracto y la disociación surgen, pues, al mismo tiempo; no puede decirse que uno engendre otro. Cada uno representa la condición previa para la constitución del otro. En este sentido, la relación de disociación representa en cierto modo una metaestructura, contrariamente a la hipótesis reduccionista según la cual el valor sería el único principio de constitución y representaría la naturaleza misma de las sociedades basadas en la producción mercantil.

 

Así, lo disociado femenino resulta ser el Otro de la forma–mercancía con una entidad propia y completa; pero, por otro lado, permanece sometido e infravalorado precisamente porque se trata del momento disociado en el seno de la producción social general. Podríamos decir que, si bien la forma abstracta corresponde a la mercancía, la deformidad abstracta corresponde, por el contrario, a lo disociado; y cabría, acerca de lo disociado, hacer referencia de manera paradójica a una forma de lo informe que –subrayémoslo una vez más– no podría ser aprehendida mediante las categorías intrínsecas a la forma–mercancía. La ciencia y la teoría androcéntrica de la forma–mercancía(12) no pueden tomar en consideración tal relación, puesto que sus teorías y sus aparatos conceptuales deben “expulsar” como “ilógico” y “ajeno a la conceptualización” todo aquello que no sea compatible con la forma–mercancía.

 

Sin embargo, la “sensibilidad” de que se trata en el contexto de la “disociación” constituye evidentemente una construcción histórica. Esto concierne a las actividades femeninas realizadas de cara a la reproducción (preparación de los bienes de consumo, amor, cuidados dispensados a las personas enfermas o frágiles, afecto, etc.) y que, bajo esta forma, no aparecieron hasta el siglo XVIII con la diferenciación entre un sector del trabajo asalariado capitalista y un sector privado de reproducción doméstica(13) algo que tiene que ver además con la constitución de las necesidades en general(14)

 

El hecho de que, en el contexto de la forma disociada, lo “femenino” disociado no constituya en modo alguno algo “mejor” respecto a lo “masculino” moldeado por la forma–mercancía, se debe a que se trata de una unidad negativa entre la forma–mercancía y lo “disociado”. Otra consecuencia: incluso mujeres que son (solamente) activas en el sector reproductivo (determinación, que empíricamente, no se aplica forzosamente a todas las mujeres) viven una existencia obtusa y alienada, reflejo invertido del trabajo abstracto en el seno del espacio del funcionamiento económico(15) del capital. El uso y el goce sensibles, pero también actividades vinculadas a ello y las cualidades atribuidas a la mujer, son pues inmanentes a la sociedad capitalista, incluso si no lo son a la forma–valor. 

 

Por lo tanto, según la teoría de la disociación–valor, hay que partir del hecho que la relación moderna entre los sexos debe ser analizada en el contexto del patriarcado productor de mercancías (como del valor) y, consiguientemente, no como un dato perenne a través de la historia, “paralelo” a las distintas formaciones sociales. Eso no significa que no tenga una prehistoria. No obstante, la relación entre los sexos alcanza, bajo la modernidad mercantil, una cualidad totalmente nueva, que hay que tener en cuenta tanto a nivel teórico como analítico. En la época postmoderna, constatamos una nueva transformación en la relación entre los sexos. Sin embargo, tal como lo habíamos apuntado anteriormente, volvemos a encontrarnos con la codificación fundamental en el sentido de la disociación– valor y de la jerarquización de los sexos que le corresponde en todas sus refracciones postmodernas, sus diversificaciones, sus inversiones, sus transformaciones y excrecencias, sus retroacciones y diferenciaciones, tanto en la vida de la mujer que desarrolla una carrera profesional como en el caso del hombre que se ocupa del hogar, en el fútbol femenino como en el estriptís masculino, en los matrimonios de gays y de lesbianas, e incluso en los espectáculos de travestis tan apreciados por los medios de comunicación, por señalar simplemente algunos ejemplos destacados.

 

Así, podemos ver con mayor claridad hacia dónde nos conduce el desarrollo postmoderno del patriarcado mercantil: no sólo asistimos a las transformaciones y a las excrecencias, a las retroacciones y a las inversiones antes mencionadas. Mucho más, a medida que va agravándose la crisis estructural del sistema capitalista, que se extiende ya a toda la superficie del planeta, asistimos a una deriva global hacia la barbarie del patriarcado productor de mercancías. Si, en las dramáticas sacudidas sociales provocadas por la crisis mundial, las mujeres ya no son únicamente responsables de la esfera de la reproducción –algo que correspondía en otros tiempos a su imagen ideal y que se mantuvo hasta la época fordista–, hoy son, contrariamente a los hombres, responsables del trabajo doméstico y del trabajo asalariado, pero siguen siendo infravaloradas, a pesar o quizás a causa de ello. Quedan, pues, ridiculizadas todas las evaluaciones optimistas que, desde mediados de la década de los 80, consideraban que la emancipación de la mujer era un hecho prácticamente consumado, por no hablar de aquéllas que aún siguen afirmándolo.

 

A esa deriva hacia la barbarie, la crítica de la disociación–valor opone el objetivo de una abolición del valor, de la forma–mercancía, de la economía de mercado, del trabajo abstracto y de la disociación –una perspectiva que persigue la abolición de la relación general que rige la sociedad mercantil y que debe operarse a la vez a nivel material, ideal y sociopsicológico. En este sentido radical, de manera general, todos los niveles y todas las esferas son puestos en cuestión, lo que incluye la crítica de la familia nuclear, hoy en plena descomposición. Por lo tanto, se trata de rebasar la “masculinidad” y la “feminidad” tal como la conocemos y, con ellas, las sexualidades preformadas que les corresponde.

 

Citas

 

  1. Kurz, Robert (1991) Der Kollaps der Modernisierung. Von Zusammenbruch des Kasernensozialismus zur Krise der Weltökonomie. Frankfurt a. Maun: Eichborn. P. 16 y siguientes. Existe una traducción en castellano de Ignacio RialSchies, realizada en Argentina y publicada el año 2016 por Editorial Marat con prólogo de Anselm Jappe: El colapso de la modernización. Del derrumbe del socialismo de cuartel a la crisis de la economía mundial. [N. del E.]
  2.  Ibid., P. 18.
  3. Ibid., P. 18 y siguientes.
  4. En el texto: Systemzusammenhang. [N. del T.].
  5. En el texto: kategoriale Systemzusammenhang. [N. del T].
  6.  Kurz, Der Kollaps der Modernisierung, op. cit.
  7. Respecto a lo que sigue, consultar Kurz, Robert “Geshlechtsfetischismus. Anmerkungen zur Logic von Männlichkeit und Weiblichkeit” y Scholz, Roswitha “El valor lo hace el hombre”, en “Krisis”, “Contribuciones a la crítica de la sociedad mercantil”, N° 12, 1992, P. 135, 155 y siguientes. [N. del T.]
  8. En el texto: aufgeklärt. Alusión a la crítica de la Ilustración (Aufklärung) y de la “razón” tal como fue formulada por: Horkheimer, Max & Theodor W. Adorno, (1974) La dialectique de la raison. Fragments philosophiques. París: Gallimard. [N. del T.]
  9. Hafner, Kornelia citada por Kurz, “Geschlechtsfetichismus…”, loc. cit., P. 137.
  10.  En el texto: ökonomischer Formzusammenhang. [N. del T.]
  11.  En el texto: warenförmig hergestellte Produkt. [N. del T.]
  12. En el texto: warenförmigen Binnenzusammenhang. [N. del T.]
  13.  Ver, por ejemplo, sobre este tema Hausen, Karin “Die Polarisierung der Geschlechtscharaktere. Eine Spiegelung der Dissoziation von Erwerbsund Familienleben”, en Conze, Werner (Hg.) (1976) Sozialgeschichte der Familie in der Neuzeit Europas. Stuttgart: Ernst Klett Verlag.
  14. Sin pretender adoptar aquí una postura construccionista vulgar, pretendiendo ignorar cualquier relación natural, aunque fuese dinámica y mediatizada por la sociabilidad, hay que afirmar sin embargo que toda pulsión está estructurada de manera sociocultural y nunca se da simplemente, de manera natural e inmediata.
  15.  En el texto: betriebswirtschftlich. [N. del E.]

 

 

Extraído de la edición producida por Pensamiento y Batalla Editorial  y La Quimera Ediciones.

Orientalismo. Introducción. Parte III. Edward W. Said, (1978).

PARTE III

 

A continuación vaya exponer y explicar brevemente los tres aspectos de mi realidad contemporánea a los que me he referido antes, para que se pueda comprender cómo me han conducido por un camino determinado a lo largo de la investigación y de la redacción de este estudio.

 

1. La distinción entre conocimiento puro y conocimiento político. Es muy fácil sostener que los conocimientos sobre Shakespeare o Wordsworth no tienen interés político, mientras que los conocimientos sobre la China o la URRSS contemporáneas sí. Desde un punto de vista formal y profesional a mí se me denomina «humanista», titulo que indica que las humanidades son mi especialidad y que, por tanto, seria difícil encontrar algún tema de interés político en el trabajo que realizo dentro de esta especialidad. Por supuesto, todas estas etiquetas y términos, según los estoy utilizando, deberían matizarse, pero creo que la veracidad general de lo que estoy señalando es de sobra válida. Una de las razones que se esgrimen para decir que un humanista que escribe sobre Wordsworth o un autor especializado en Keats realizan un trabajo que no tiene implicaciones políticas es que
su labor parece no tener ningún efecto político directo en la realidad de todos los días. Un especialista en economía soviética trabaja en un
área de estudios muy espinosa y en la que están implicados muchos intereses; los estudios o propuestas que pueda presentar en el proceso de investigación serán tenidos en cuenta por los políticos, los organismos gubernamentales, los economistas de las diferentes instituciones y los expertos de los departamentos de inteligencia. La diferencia entre los «humanistas» y las personas cuyo trabajo tiene una implicación o una trascendencia política se puede ampliar diciendo que las tendencias ideológicas del primero tienen una importancia incidental en la política (aunque quizá tengan gran importancia para sus colegas, que pueden acusarle de estalinista, fascista o liberal), mientras que la ideología del segundo es parte consustancial de su material –de hecho, la economía, la política y la sociología, en el mundo académico moderno, se consideran ciencias ideológicas- y, por tanto, se da por supuesto que es «política».

 

Con todo, la mayoría de los conocimientos que se producen actualmente en Occidente (y ahora me refiero sobre todo a Estados Unidos)está sometida a una limitación determinante: la concepción de que todo conocimiento está constituido por ideas no políticas; esto es, ideas eruditas, académicas, imparciales y suprapartidistas. Se puede aceptar esta pretensión desde un punto de vista teórico, pero en la práctica, la realidad es mucho más problemática. Nadie ha inventado un método que sirva para aislar al erudito de las circunstancias de su vida, de sus compromisos (conscientes o inconscientes) con una clase, con un conjunto de creencias, con una posición social o con su mera condición de miembro de una sociedad. Todo esto influye en su trabajo profesional, aunque, naturalmente, sus investigaciones y los frutos de ellas intenten alcanzar un grado de relativa libertad con respecto a las restricciones y limitaciones que impone la cruda realidad de todos los días. En efecto, el conocimiento es algo menos parcial que el individuo que lo produce (con sus circunstancias vitales que le enredan y confunden); por tanto, este conocimiento no puede ser no político.

 

Si las discusiones sobre literatura o filología clásica están impregnadas de significación política o, por el contrario, no se dejan influir por ella es un complicado asunto del que he tratado en otra obra.’ Ahora me interesa señalar que el consenso general y liberal que sostiene que el conocimiento «verdadero» es fundamentalmente no político (y que, a la inversa, el conocimiento abiertamente político no es verdadero), no hace más que ocultar las condiciones políticas oscuras y muy bien organizadas que rigen la producción de cualquier conocimiento. Como hoy día se utiliza el adjetivo «político» para desacreditar cualquier trabajo que se atreva a violar el protocolo de una pretendida objetividad supra política, todo esto nos resulta difícil de entender. Podemos decir que la sociedad civil admite una gradación en la importancia política de los diversos campos del conocimiento. Hasta cierto punto, la importancia política de una materia proviene de que pueda traducirse directamente a términos económicos, y la importancia política será aún mayor si su campo de estudio tiene afinidad con ciertas fuentes reconocidas de poder en la sociedad política. Como ejemplo un estudio económico sobre las fuentes de energía soviéticas a largo plazo y su efecto en la capacidad militar probablemente será subvencionado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos y, en consecuencia, adquirirá una categoría política que no podría conseguir nunca un estudio sobre las primeras obras narrativas de Tolstoi financiado, en parte, por una fundación privada. Sin embargo, los dos trabajos pertenecen a lo que la sociedad civil considera un campo similar: los estudios rusos, aunque uno pueda estar realizado por un economista muy conservador y el otro, por un historiador radical de la literatura. Lo que quiero decir es que «Rusia», como tema general, tiene prioridad política sobre las diferencias más o menos precisas que se puedan establecer entre la «economía» y la «historia literaria», porque la sociedad política, en el sentido en que Gramsci utiliza el término, penetra dentro de los dominios de la sociedad civil, en este caso representada por el mundo académico, y los satura de significaciones que le conciernen directamente a ella.

 

No quiero extenderme más en el aspecto teórico’ de este problema; me parece que el valor y la credibilidad de mi propuesta se pueden demostrar de una manera más concreta: siguiendo, por ejemplo, el camino de Noam Chomsky, quien ha estudiado la conexión instrumental que existió entre la guerra del Vietnam y el concepto de erudición objetiva que se utilizó para encubrir algunas investigaciones militares subvencionadas por el Estado.» Ahora bien, como Gran Bretaña, Francia y, recientemente, Estados Unidos son potencias imperiales, siempre que algún asunto relacionado con sus intereses ben el extranjero está en juego, sus sociedades políticas transmiten a sus sociedades civiles una sensación de urgencia y una fuerte dosis
de política, por expresarlo de algún modo. Creo que se puede decir, por ejemplo, que un inglés que a finales del siglo XIX se interesaba por países como la India o Egipto, lo hacía sin olvidar nunca el hecho de que eran colonias británicas. Puede parecer, a simple vista, que decir esto no tiene nada que ver con decir que todo el conocimiento académico sobre la India y Egipto está, de alguna manera, matizado, condicionado y violado por la densa realidad política; no obstante, esto es lo que estoy tratando de decir en este estudio. Porque si es cierto que ninguna obra humanística puede permanecer ajena a las implicaciones que su autor tiene en tanto que sujeto humano, determinado por sus propias circunstancias, debe ser cierto
también que ningún europeo o estadounidense que estudie Oriente puede renunciar a las circunstancias principales de su realidad: que él se enfrenta a Oriente, primero como europeo o estadounidense y después como individuo. Y ser europeo o estadounidense en esta situación no es sin duda una realidad intrascendente; ha significado y significa ser consciente, aunque sea vagamente, de pertenecer a una potencia con unos intereses muy definidos en Oriente, y, más importante aún, de pertenecer a una parte de la Tierra que ha mantenido una serie de relaciones históricas con Oriente desde prácticamente los tiempos de Homero.

 

Expuestas de este modo, estas realidades políticas son todavía demasiado indefinidas y generales como para resultar realmente interesantes. Cualquiera estaría de acuerdo con ellas, sin aceptar por ello necesariamente que le importaran mucho a Flaubert, por ejemplo, cuando escribió Salammbo;» o a H. A. R. Gibb cuando escribió Modern Trends in Islam. El problema reside en que existe una diferencia demasiado grande entre la gran realidad dominante, como la he descrito yo, y los detalles de la vida cotidiana que rigen el minucioso ejercicio de escribir una novela o un texto especializado. Pero si, de entrada, descartamos la idea de que esas «grandes» realidades, como la dominación imperial, puedan aplicarse de una manera mecánica y determinista a asuntos tan complejos como la cultura y las ideas, estaremos a punto de iniciar un estudio muy interesante. Pienso
que el interés que Europa y Estados Unidos han mostrado hacia Oriente ha sido, sin duda, de orden político, como lo demuestran ciertos hechos históricos que ya he expuesto aquí; pero también considero que la cultura creó ese interés, que contribuyó vigorosamente, junto con razones puramente políticas, económicas y militares, a convertir Oriente en un lugar variado y complejo dentro del campo que yo denomino orientalismo.

 

Por tanto, el orientalismo no es una simple disciplina o tema político que se refleja pasivamente en la cultura, en la erudición o en las instituciones, ni una larga y difusa colección de textos que tratan de Oriente; tampoco es la representación o manifestación de alguna vil conspiración «occidental» e imperialista, que pretende oprimir al mundo «oriental», Por el contrario, es la distribución de una cierta conciencia geopolítica en unos textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos y filológicos; es la elaboración de una distinción geográfica básica (el mundo está formado por dos mitades diferentes, Oriente y Occidente) y también, de una serie completa de «intereses» que no solo crea el propio orientalismo, sino que también mantiene a través de sus descubrimientos eruditos, sus reconstrucciones filológicas, sus análisis psicológicos y sus descripciones geográficas y sociológicas; es una cierta voluntad o intención de comprender -y en algunos casos, de controlar, manipular e incluso incorporar- lo que manifiestamente es un mundo diferente (alternativo o nuevo); es, sobre todo, un discurso que de ningún modo se puede hacer corresponder directamente con el poder político, pero que se produce y existe en virtud de un intercambio desigual con varios tipos de poder: se conforma a través de un intercambio con el poder político (como el estado colonial o imperial), con el poder intelectual (como las ciencias predominantes: la lingüística comparada, la anatomía o cualquiera de las ciencias de la política moderna), con el poder cultural (como las ortodoxias y los cánones que rigen los gustos, los valores y los textos); con el poder moral (como las ideas sobre lo que «nosotros» hacemos y «ellos» no pueden hacer o compren del mismo modo que «nosotros»), De hecho, mi tesis consiste en que el orientalismo es -y no solo representa- una dimensión considerable de la cultura, política e intelectual moderna, y, como tal, tiene menos que ver con Oriente que con «nuestro» mundo.

 

El orientalismo es una realidad cultural y política, lo que significa que no existe en un espacio vacío carente de archivos; muy al contrario, pienso que es posible demostrar que lo que se piensa, se dice o incluso se hace en relación a Oriente sigue unas líneas muy determinadas que se pueden aprehender intelectualmente. Creo también que al estudiar la manera en que la superestructura ejerce presiones sobre los detalles de la composición, se pueden encontrar ciertos matices, los cuales constituyen las realidades de la intertextualidad. La mayoría de los eruditos humanistas, creo, están perfectamente de acuerdo con la idea de que los textos existen dentro de los contextos, de que existe un concepto que es la intertextualidad y de que la presión ejercida por las convenciones, las generaciones precedentes y los estilos retóricos limitan lo que Walter Benjamín llamó una vez la «sobrevaloración del individuo productivo en nombre del (…) principio de «creatividad»», principio según el cual se supone que el poeta ha creado su obra por si mismo, a partir de su propia inspiración. Sin embargo, actualmente existe una especial aversión a reconocer que las fuerzas políticas, institucionales e ideológicas actúan también en el autor, como individuo. Cualquier humanista que haga una interpretación de Balzac, tendrá en consideración la influencia que se aprecia en la Comédie humaine del conflicto entre Geoffroy Saint-Hilaire y Cuvier; pero, sin embargo, no concederá importancia a la influencia de las teorías monárquicas y reaccionarias que hay en la obra porque considerará que disminuyen su «genio» literario. Del mismo modo -<como Harry Bracken ha demostrado sin lugar a dudas-, los filósofos suelen discutir sobre Locke, Hume y el empirismo sin tener nunca en cuenta que hay una conexión explicita entre las doctrinas filosóficas de estos autores clásicos y la teoría racial, la justificación de la esclavitud o los argumentos en favor de la explotación colonial. Éstos son los procedimientos más comunes que permiten a la erudición contemporánea conservar su pureza.

 

Quizá sea cierto que casi siempre que la cultura ha intentado meter las narices en el fango de la política, los resultados han sido enormemente iconoclastas; quizá también, la interpretación social de la literatura en mi propio campo de estudio no ha ido paralela a los enormes avances técnicos del análisis textual detallado. Pero no se puede eludir el hecho de que los estudios literarios, en general, y los teóricos marxistas estadounidenses, en particular, no han realizado grandes esfuerzos por salvar el abismo existente entre los niveles de la superestructura y de la base en la erudición histórica textual; en alguna otra ocasión he llegado a decir que el estamento literario y cultural en su conjunto se ha dejado en el tintero el estudio serio del imperialismo y la cultura.» Por consiguiente, el orientalismo nos sitúa cara a cara con este asunto; es decir, con el hecho de reconocer que el imperialismo político orienta todo un campo de estudios, de imaginación y de instituciones académicas, de modo que es imposible eludirlo desde un punto de vista intelectual e histórico. Pero siempre quedará la eterna excusa de decir que un erudito literario y un filósofo, por ejemplo, están preparados para hacer literatura y filosofía, respectivamente, y no política ni análisis ideológicos. En otras palabras, que el argumento del especialista puede bloquear con bastante eficacia la perspectiva intelectual, que, en mi opinión, es más extensa y seria.

 

Me parece que al problema del estudio del imperialismo y la cultura (u orientalismo) se le puede dar una simple respuesta compuesta de dos partes. En primer lugar, casi todos los escritores del siglo XIX (y esto mismo seria válido para los de periodos anteriores) eran extraordinariamente conscientes de la realidad del imperio; este es un tema que no se ha estudiado muy bien, pero un especialista moderno en la época victoriana tendrá que admitir que los héroes de la cultura liberal, como John Stuart Mili, Thomas Amold, Carlyle, Newman, Macaulay, Ruskin, George Eliot, e incluso Dickens, tenían unas opiniones muy concretas sobre la raza y el imperialismo, que podemos encontrar fácilmente en sus escritos. De igual modo, un especialista debe acabar admitiendo que Mili, por ejemplo, dejó claro en On líberty y en Representative Governrnent que sus puntos de vista no podían ser aplicados a la India (al fin y al cabo fue funcionario en la India Office durante una gran parte de su vida) porque los indios eran inferiores tanto por su civilización como por su raza. El mismo tipo de paradoja podremos encontrar en Marx; más adelante lo demostraré. En segundo lugar, creer que la política, en forma de imperialismo, tiene un efecto en la producción literaria, en la erudición. en las teorías sociales y en la escritura de la historia no equivale, en modo alguno, a afirmar que, por tanto, la cultura es algo degradado o denigrado; muy al contrario, toda mi tesis consiste en que podremos comprender mejor la persistencia y la durabilidad de un sistema hegemónico. como la propia cultura, cuando reconozcamos quelas coacciones internas que estos imponen en los escritores y pensadores son productivas y no unilateralmente inhibidoras. Esta es la idea que, indudablemente, Gramsci, Foucault y Raymond Williams, cada uno a su manera, han intentado exponer. Solamente. una o dos páginas de Williams sobre «Los usos del Imperio» en The Long Revolution, nos dicen mucho más acerca de la riqueza cultural del siglo XIX que la mayoría de los volúmenes de análisis textual hermético.

 

Por tanto, yo estudio el orientalismo como un intercambio dinámico entre los autores individuales y las grandes iniciativas políticas que generaron los tres grandes imperios -británico, francés y estadounidense- en cuyo territorio intelectual e imaginario se produjeron los escritos. Lo que, como erudito, me interesa más, no es la gran realidad política, sino el detalle, del mismo modo que, lo que nos interesa en personas como Lane, Flaubert o Renan no es la verdad (para ellos, indiscutible) de que los occidentales son superiores a los orientales, sino el testimonio preparado y modulado que ofrecen los detalles de su obra dentro del enorme espacio abierto por esa verdad. Solo hay que recordar, para que entendamos lo que digo, que Manners and Customs of Modern Egyptians, de Lane, es un clásico de la observación histórica y antropológica por su estilo y sus detalles inteligentes y brillantes y no porque refleje la superioridad racial.

 

El tipo de cuestiones que el orientalismo plantea, por tanto, son las siguientes: ¿Qué tipo de energías intelectuales, estéticas y culturales participaron en la elaboración de una tradición imperialista como la orientalista? ¿Cómo la filología, la lexicografia, la historia, la biología, las teorías políticas y económicas, la narrativa y la poesía lírica se pusieron al servicio de una visión del mundo tan imperialista como la orientalista? ¿Qué cambios, modulaciones, refinamientos e incluso revoluciones sufrió el orientalismo? ¿Qué significado adquieren en este contexto la originalidad, la continuidad y la individualidad? ¿Cómo se transmite o reproduce el orientalismo de una época a otra? En fin, ¿cómo podemos estudiar el fenómeno cultural e histórico del orientalismo considerándolo como una obra humana voluntaria -y no como una especie de razonamiento en el vacío-; con toda su complejidad histórica y con todo su detalle y valor, sin, al mismo tiempo, perder de vista la alianza entre la acción cultural, las tendencias políticas, el Estado y las realidades especificas de dominación? Un estudio guiado por estas preocupaciones puede abordar, de modo responsable, cuestiones políticas y culturales. Pero esto no significa que este estudio establezca una regla inmutable sobre las relaciones entre conocimiento y política. Mi tesis es que toda investigación humanística debe establecer la naturaleza de esta relación en el contexto específico de su estudio, de su tema y de sus circunstancias históricas.

 

2. La cuestión metodológica. He dedicado una de mis obras a analizar y exponer la importancia que, para trabajar en el campo de las ciencias humanas, tiene el hecho de encontrar y formular un primer paso, un punto de partida, un principio inicial.» Lo que aprendí entonces e intenté exponer fue que no existe algo dado o fácil de encontrar que pueda ser considerado como un punto de partida: los principios tienen que establecerse de acuerdo a cada proyecto, de tal manera que posibiliten la realización de lo que viene a continuación. Jamás había comprobado, de una manera tan consciente, la dificultad que entraña esta regla, como en mi estudio de orientalismo (si la he resuelto con o sin éxito, no lo puedo decir). La idea de un comienzo, el acto de comenzar implica necesariamente un acto de delimitación, un acto por el que algo se separa de una gran masa de material y se extrae de ella para que represente y sea un punto de partida, un comienzo. Para alguien que se dedique al estudio de los textos, esta noción de delimitación inicial es lo que Louis Althusser llamó la problemática, una unidad determinada y específica de un texto o de un grupo de textos que ha surgido a través del análisis.’? Pero, en el caso del orientalismo (al contrario que en el de los textos de Marx, que es el que Althusser estudia), no solo existe el problema de encontrar un punto de partida o problemática, sino también el de designar qué textos, autores y períodos son los que más convienen al estudio.

 

En mi opinión, no tenía sentido intentar escribir una historia del orientalismo narrativa y enciclopédica, en primer lugar porque, si el principio directriz de mi estudio era<da idea europea de Oriente», el material del que me hubiera tenido que ocupar no habría tenido límites, en segundo lugar porque el modelo narrativo no se ajustaba a mis intereses descriptivos y políticos, y en tercer lugar porque obras como La Renaissance orientale, de Raymond Schwab; Die Arabischen Studien in Europa bis in den Anfang des 20. Jahrhunderts, de Johann Fück, y más recientemente The Matter Af araby in Medieval England, de Dorothee Metlitzki,!’ ya incluyen trabajos enciclopédicos acerca de ciertos aspectos de los contactos entre Europa y Oriente, y sus objetivos se diferencian de la labor crítica que yo he esbozado en un contexto general, político e intelectual.

 

Se me planteaba también el problema de reducir un archivo muy denso a dimensiones manejables y, lo que es más importante, el de destacar dentro, de ese grupo de textos algún concepto de naturaleza intelectual sin por ello descuidar el orden cronológico. Mi punto de partida, por tanto, ha sido la experiencia británica, francesa y estadounidense en Oriente, en un sentido global, las bases históricas e intelectuales que la hicieron posible y sus cualidades y características . Por razones que explicaré a continuación, he limitado el ya de por sí limitado (pero todavía excesivamente vasto) conjunto de cuestiones a la experiencia que británicos, franceses y estadounidenses han tenido en el mundo árabe y en el mundo islámico, los cuales, durante casi un milenio han representado Oriente. Al hacer esto, parece que de entrada he eliminado una gran parte de Oriente -India, Japón, China y otras zonas del Extremo Oriente-, no porque estas regiones carezcan de importancia (que, evidentemente la tienen), sino porque es posible estudiar la experiencia que Europa tuvo en Oriente Próximo y en los países islámicos independientemente de su experiencia en el Extremo Oriente. Sin embargo, en ciertos períodos de esta historia general de intereses europeos en Oriente, determinadas regiones, como Egipto, Siria o Arabia, no se pueden abordar sin estudiar también la implicación que Europa tuvo en lugares más remotos como son Persia y la India: un ejemplo importante a este respecto es la conexión que tuvieron Egipto y la India para la Gran Bretaña de los siglos XVIII y XIX. Otros ejemplos importantes son el papel desempeñado por Francia descifrando el Zend Avesta, la preeminencia de París como centro de estudios de sánscrito durante la primera década del siglo XIX, y el hecho de que el interés que mostró Napoleón por Oriente estuviera determinado por su conocimiento del papel británico en la India; toda esta preocupación por el Extremo Oriente influyó directamente en el interés que Francia manifestó por el Oriente Próximo, el islam y los árabes.

 

Gran Bretaña y Francia dominaron el Mediterráneo oriental desde finales del siglo XVII. Pero al estudiar esta dominación sistemática, no he hecho justicia a las importantes contribuciones que Alemania, Italia, Rusia, España y Portugal hicieron al orientalismo ni al gran impulso que la revolución en los estudios biblicos -estimulada por sus pioneros, el obispo Lowth, Eichhom, Herder y Michaelis- dio, en el siglo XVIII, al estudio de Oriente. En primer lugar, tenía que centrarme rigurosamente en el material británico y francés, y, después, en el estadounidense porque me parecía indiscutible, no solo que Gran Bretaña y Francia fueron las naciones pioneras en Oriente y en los estudios orientales, sino también que mantuvieron estas posiciones de vanguardia gracias a los dos entramados coloniales más grandes que la historia anterior al siglo xx ha conocido. En lo que se refiere a Oriente, Estados Unidos, desde la Segunda Guerra Mundial, ha seguido, creo que bastante conscientemente, las sendas trazadas por las dos potencias europeas. En consecuencia, considero que por su calidad, coherencia y cantidad, los escritos británicos, franceses y estadounidenses sobre Oriente superan a los trabajos, indudablemente cruciales, hechos en Alemania, Italia, Rusia y cualquier otro lugar. Pero también pienso que es verdad que los avances más decisivos que se hicieron en la erudición oriental fueron realizados primero por Gran Bretaña y Francia, y, después, por los alemanes. Silvestre de Sacy, por ejemplo, no fue solo el primer orientalista europeo moderno y profesional que se ocupó del islam, de la literatura árabe, de la religión drusa y de la Persia sasánida, sino que también fue el profesor de Champollion y de Franz Bopp, fundador de la lingüística comparada alemana. El mismo derecho a recibir este trato prioritario y preeminente tienen William Jones y Edward William Lane.

 

En segundo lugar -y esto que vaya decir compensa ampliamente las lagunas que pueda presentar este estudio del orientalismo-, recientemente se han publicado importantes trabajos sobre la tradición de los estudios bíblicos que se realizaron hasta el comienzo de lo que llamo el orientalismo moderno. El mejor, el más relevante y  el impresionante «Kubla Khan» and The Fail f[Jerusalem, de E. S. Shaffer,» un estudio indispensable sobre los orígenes del romanticismo y sobre la actividad intelectual que subyace en gran parte de la obra de Coleridge, Browning y George Eliot. Hasta cierto punto, la obra de Shaffer desarrolla las ideas proporcionadas por Schwab, articulando los materiales relevantes que se pueden encontrar en los especialistas alemanes de textos bíblicos, y utilizándolos para leer, de una manera inteligente y siempre interesante, las obras de tres grandes escritores británicos. Pero el libro carece del sentido político e ideológico que los escritores británicos y franceses de los que yo me ocupo dieron al orientalismo; además, al contrario que Shaffer, yo intento aclarar las evoluciones posteriores del orientalismo académico y literario: por un lado, las conexiones entre el orientalismo británico y el francés, y por otro, la ascensión de un imperialismo de inspiración puramente colonial. También quiero demostrar que todos estos temas se reproducen con más o menos exactitud en el orientalismo americano posterior a la Segunda Guerra Mundial.

 

Sin embargo, hay un aspecto en el que mi estudio no es acertado: aparte de alguna referencia ocasional, no analizo de manera exhaustiva los progresos de los eruditos alemanes después del periodo inicial dominado por Silvestre de Sacy. Cualquier estudio que pretenda ofrecer unos conocimientos sobre el orientalismo académico y preste poca atención a eruditos como Steinthal, Müller, Becker, Goldziher, Brockelmann, Nóldeke -por mencionar solo a unos pocos-, se merece algunos reproches que, en mi caso, yo mismo me hago. Siento particularmente no prestar más atención a la erudición alemana cuyo prestigio científico creció a mediados del siglo XIX. George Eliot denunció a los eruditos británicos que la ignoraban; estoy pensando en el retrato inolvidable que ella hace del señor Casaubon en Middlemarcho. Una de las razones por las que Casaubon no puede terminar su Key lo All Mythologies es, de acuerdo con su joven primo Will Ladislaw, su desconocimiento de la erudición alemana. Y es que Casaubon no solo ha elegido un tema «que cambia con tanta rapidez como la química, un tema en el que constantemente se producen nuevos descubrimientos que dan lugar a nuevos puntos de vista»; también está llevando a cabo una labor parecida a la refutación de Paracelso, «porque no es un orientalista, ya sabes».

 

George Eliot no estaba equivocada cuando daba a entender que, más o menos hacia 1830, que es la época en la que Middlemarch se sitúa, la erudición alemana había alcanzado preeminencia europea. Pero durante los dos primeros tercios del siglo XIX jamás pudo desarrollarse en el contexto de la erudición alemana una estrecha colaboración entre los orientalistas y un interés nacional prolongado y constante por Oriente. No había nada en Alemania que se correspondiera con la presencia británica y francesa en la India, el Mediterráneo oriental y África del Norte. Es más, el Oriente alemán era casi exclusivamente un Oriente erudito o, al menos, clásico: sirvió de tema para poemas, obras de imaginación e incluso novelas, pero nunca fue real como Egipto y Siria lo fueron para Chateaubriand, Lane, Lamartine, Burton, Disraeli o Nerval. Es significativo el hecho de que dos de los trabajos alemanes sobre Oriente más renombrados, Westostlicher Diwan, de Goethe, y Über die Sprache und Weisheit der Indier, de Friedrich Schlegel, se basaran, respectivamente, en un viaje por el Rin y en unas horas pasadas en las bibliotecas de Paris. La labor que llevó a cabo la erudición alemana consistió en refinar y perfeccionar las técnicas que se aplicaban a los textos, los mitos, las ideas y las lenguas que la Gran Bretaña y la Francia imperiales recogían literalmente de Oriente.

 

No obstante, lo que el orientalismo alemán tenía en común con el británico y el francés y, más tarde, con el estadounidense, era una especie de autoridad intelectual sobre Oriente dentro de la cultura occidental. Esta autoridad debe ser, en gran medida, uno de los temas de estudio de cualquier descripción del orientalismo, y así lo es en esta obra. Incluso el nombre orientalismo sugiere el estilo serio, quizá ponderado, de un experto; cuando lo aplico a las ciencias sociales estadounidenses modernas (aunque los investigadores de este campo no se autodenominan orientalistas, y por tanto, mi uso del término es anómalo, es para destacar el hecho de que los expertos en Oriente Próximo siguen inspirándose en los vestigios de las posiciones intelectuales del orientalismo europeo del siglo XIX.

 

La autoridad no tiene nada de misterioso o natural; se forma, se irradia y se difunde; es instrumental y persuasiva; tiene categoría, establece los cánones del gusto y los valores; apenas se puede distinguir de ciertas ideas que dignifica como verdades, y de las tradiciones, percepciones y juicios que forma, transmite y reproduce. Sobre todo, la autoridad se puede —de hecho se debe– analizar. Todos estos atributos que tiene la autoridad se pueden aplicar al orientalismo, y en gran medida mi trabajo en este estudio consiste en describir, por un lado, la autoridad histórica del orientalismo y, por otro, a las personas que son una autoridad en materia de orientalismo.

Para realizar este estudio sobre la autoridad, mis principales recursos metodológicos son lo que puede llamarse la localización estratégica, que es una manera de describir la posición que el autor de un texto adopta con respecto al material oriental sobre el que escribe, y la formación estratégica, que es una forma de analizar la relación entre los textos y el modo en que los grupos, los tipos e incluso los géneros de textos adquieren entidad, densidad y poder referencial entre ellos mismos y, más tarde, dentro de toda la cultura. Utilizo la noción de estrategia simplemente para definir el problema al que todo escritor sobre Oriente tiene que enfrentarse: cómo abarcarlo, cómo aproximarse a él, cómo evitar ser vencido o aplastado por su sublimidad, su extensión y sus terribles dimensiones. Todo el que escribe sobre Oriente debe definir su posición con respecto a él; trasladada al texto, esta posición presupone el tipo de tono narrativo que él adopta, la clase de estructura que construye y el género de imágenes, temas y motivos que utiliza en su texto; a esto se le añaden las maneras deliberadas de dirigirse al lector, de abarcar Oriente y, finalmente, de representarlo o de hablar en su nombre. Sin embargo, nada de esto sucede en la esfera de lo abstracto. Cualquier escritor que trate de Oriente (y esto es válido incluso para Homero) asume algún precedente oriental, algunos conocimientos previos de Oriente, conocimientos a los que hace referencia y en los que se apoya. Además, toda
obra sobre Oriente se asocia a otras obras, a determinados públicos e instituciones y al propio Oriente. El conjunto de relaciones entre las obras, los públicos y algunos aspectos particulares de Oriente constituye, por tanto, una formación que se puede analizar -por ejemplo, la relación entre los estudios filológicos, las antologías de literatura oriental, los relatos de viajes y los libros de fantasías orientales- y cuya presencia en el tiempo, en el discurso y en las instituciones(escuelas, bibliotecas y organismos de asuntos exteriores) le da fuerza
y autoridad.

 

Espero haber dejado claro que mi preocupación por la autoridad no presupone un análisis de lo que subyace en el texto orientalista, sino, por el contrario, un análisis de su superficie, de la exterioridad con relación a lo que describe. Creo que nunca se insistirá demasiado en esta idea. El orientalismo se fundamenta en la exterioridad, es decir en el hecho de que el orientalista, poeta o erudito, hace hablar a Oriente, lo describe, y ofrece abiertamente sus misterios a Occidente, porque Oriente solo le preocupa en tanto que causa primera de lo que expone. Lo que dice o escribe, en virtud de que está dicho o escrito, pretende indicar que el orientalista está fuera de Oriente tanto desde un punto de vista existencial como moral. El producto principal de esta exterioridad es, por supuesto, la representación: ya en la obra de Esquilo Los persas, Oriente deja de tener la categoría de un Otro lejano y a veces amenazante, para encarnarse en figuras relativamente familiares (en el caso de Esquilo, las mujeres asiáticas oprimidas). La inmediatez dramática de la representación en Los persas encubre el hecho de que el público observa una representación muy artificiosa de lo que un no oriental ha convertido en símbolo de todo Oriente. Mi análisis del texto orientalista, por tanto, hace hincapié en la evidencia -que de ningún modo es invisible de que estas representaciones son representaciones, y no retratos «naturales» de Oriente. Esta evidencia se puede encontrar de manera destacada en los textos que podríamos llamar verídicos (historias, análisis filológicos, tratados políticos) y en los textos reconocidos como abiertamente artísticos (por ejemplo, los imaginarios). Los aspectos que se deben considerar son el estilo, las figuras del discurso, las escenas, los recursos narrativos y las circunstancias históricas y sociales, pero no la exactitud de la representación ni su fidelidad a algún gran original. La exterioridad de la representación está siempre gobernada por alguna versión de la perogrullada que dice que si Oriente, pudiera representarse a sí mismo, lo haría; pero como no puede, la representación hace el trabajo para Occidente y faute de mieux; para el pobre Oriente. «No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados», como escribió Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte.

 

Otra de las razones que me llevan a insistir en la idea de la exterioridad es mi necesidad de aclarar, al referirnos al discurso cultural y al intercambio dentro de una cultura, que 10 que comúnmente circula por ella no es «la verdad», sino sus representaciones. No hace falta demostrar de nuevo que el propio lenguaje es un sistema muy organizado y codificado que emplea muchos recursos para expresar, indicar, intercambiar mensajes e información, representar, etc. Al menos en cualquier ejemplo de lenguaje escrito, no hay nada que sea una presencia dada, sino una represencia o representación. El valor, la eficacia, la fuerza y la veracidad aparente de una afirmación escrita acerca de Oriente dependen, por tanto, muy poco de Oriente como tal e instrumentalmente no pueden depender de él. Por el contrario, para el lector, la afirmación escrita es una presencia porque ha excluido y desplazado a «Oriente» como realidad y lo ha convertido en algo superfluo. Así, todo el orientalismo pretende reemplazar a Oriente, pero se mantiene distante con respecto a él: que el orientalismo tenga sentido es una cuestión que depende más de Occidente que de Oriente, y este sentido le debe mucho a las técnicas occidentales de representación que hacen que Oriente sea algo visible y claro, que esté «allí» en el discurso que se elabora sobre él. Y estas representaciones, para lograr sus efectos, se apoyan en instituciones, tradiciones, convenciones y códigos de inteligibilidad, y no en un Oriente distante y amorfo.

 

La diferencia entre las representaciones de Oriente que se hacían antes del último tercio del siglo XVIII y las posteriores a esta época (esto es, las que pertenecen a lo que llamo orientalismo moderno) estriba en que, en el último periodo, el horizonte de las representaciones se amplió mucho más. Es cierto que, después de William Jones y de Anquetil-Duperron, y tras la expedición de Napoleón a Egipto, Europa llegó a conocer Oriente de una manera más científica a vivir en él con una autoridad y una disciplina que nunca antes había tenido. Pero lo que le importaba a Europa era la mayor capacidad y el mayor perfeccionamiento que adquirían sus técnicas para recibir Oriente. Cuando, a finales del siglo XVIII, Oriente reveló definitivamente la edad de sus lenguas -que se remontaban en el tiempo más allá de la genealogía divina del hebreo-.-, fue un grupo de europeos el que hizo el descubrimiento y lo transmitió a otros eruditos; finalmente, este descubrimiento se preservó en la ciencia de la filología indoeuropea, una nueva y poderosa ciencia que nacía para examinar el Oriente lingüístico y, con ella, como muestra Foucault en Les mots el les choses,  nacía también una completa red de intereses científicos afines. Del mismo modo, William Beckford, Byron, Goethe y Victor Hugo reestructuraron Oriente por medio de su arte y lograron que sus colores, sus luces y sus gentes fueran visibles a través de las imágenes, los ritmos y los motivos que ellos utilizaron para describirlos. El Oriente «real», a lo sumo, provocaba la visión de un escritor, pero raramente la guiaba.

 

El orientalismo respondió más a la cultura que lo produjo que a su supuesto objetivo, que también estaba producido por Occidente. Así, la historia del orientalismo presenta una gran coherencia interna y un conjunto muy articulado de relaciones con la cultura dominante que lo envuelve. Mi análisis, en consecuencia, intenta demostrar cómo es la forma de esta disciplina, cuál es su organización interna, quiénes son sus pioneros y sus autoridades patriarcales, cuáles son sus textos canónicos, sus ideas doxológicas y quiénes son sus figuras ejemplares, sus seguidores, comentadores y nuevas autoridades; intento también explicar cómo el orientalismo adoptó unas ideas «sólidas», unas doctrinas y tendencias que imperaban en la cultura,
y cómo, frecuentemente, se inspiró en ellas. Así, había y hay un Oriente lingüístico, un Oriente freudiano, un Oriente spengleriano, un Oriente darwiniano, un Oriente racista, etc., y por ello, todavía no ha habido un Oriente puro o no condicionado; nunca ha existido una forma no material de orientalismo y mucho menos algo tan inocente como una «idea» de Oriente. En este punto, en esta firme convicción y en sus consecuencias metodológicas subsecuentes, difiero de los eruditos que estudian la historia de las ideas. En efecto, el énfasis, la forma ejecutiva y, sobre todo, la efectividad material de las afirmaciones del discurso orientalista son posibles en unas circunstancias que cualquier historia hermética de las ideas tiende a ignorar completamente. Sin esos énfasis y sin esa efectividad material, el orientalismo sería, simplemente, una idea como cualquier otra, mientras que, por el contrario, es y ha sido mucho más que eso. Por esto, me propongo examinar no solo trabajos eruditos, sino también obras literarias y políticas, artículos periodísticos, libros de viajes, y estudios religiosos y filológicos. En otras palabras, adopto una perspectiva híbrida que, en líneas generales, es histórica y «antropológica», dado que creo que todos los textos tienen vínculos con el mundo y con sus circunstancias de acuerdo a unas condiciones que, por supuesto, varían de un género a otro y de un período histórico a otro.

 

Todavía creo, al contrario que Michel Foucault, a cuya obra debo mucho, que los escritores individuales influyen de manera determinante en ese cuerpo de textos colectivo y anónimo que constituye una formación discursiva como la orientalista. La unidad que presenta el enorme conjunto de textos que analizo se debe, en parte, al hecho de que con frecuencia se refieren unos a otros: el orientalismo es, después de todo, un sistema constituido por citas de obras y autores. El libro Manners and Customs of the Modern Egyptians, de William Lane, fue leído y citado por hombres tan diferentes como Nerval, Flaubert y Richard Burton. Esta obra era una autoridad que cualquiera que escribiera o pensara sobre Oriente, y no solo sobre Egipto, debía utilizar: cuando Nerval reprodujo párrafos literales de Modern Egyptians, recurrió a la autoridad de Lane para describir escenas campesinas de Siria, pero no de Egipto. La autoridad de Lane y las oportunidades que ofrecía citarlo discriminada o indiscriminadamente estaban allí porque el orientalismo había sido capaz de convertirlo en un texto de referencia. Sin embargo, no se puede comprender esta característica de Lane sin entender las peculiaridades de su texto; esto es válido también para Renan, Sacy, Lamartine, Schlegel y otros escritores influyentes. Foucault cree que, en general, el texto o el autor individual cuentan poco; la experiencia me demuestra que esto no es asi en el caso del orientalismo (quizá en ningún otro caso sea así). De acuerdo con esto, utilizo en mis análisis explicaciones de textos con el fin de revelar la dialéctica entre el texto o el autor individual y la formación colectiva compleja a la que la obra contribuye.

 

Pero este libro, aunque incluye una amplia selección de escritores, dista mucho de ser una historia completa o una relación general del orientalismo, y soy muy consciente de esta carencia. El discurso orientalista ha podido sobrevivir y funcionar en la sociedad occidental gracias a la riqueza de la red que lo forma: todo lo que yo he hecho es describir algunas partes de esta red en determinados momentos y sugerir la existencia de un todo mucho mayor, detallado, interesante y dotado de personajes, textos y sucesos fascinantes. Me justifico pensando que este libro no es más que el principio, y espero que haya eruditos y críticos que quizá quieran escribir otros. Aún queda por realizar un ensayo general que trate el tema del imperialismo y la cultura; habría que profundizar en el asunto de las conexiones entre el orientalismo y la pedagogía, en el del orientalismo italiano, alemán y suizo, en el de la dinámica que se crea entre los escritos eruditos y los imaginarios y en el de la relación entre los conceptos administrativos y las disciplinas intelectuales. Quizá el objetivo más importante de todos seria estudiar alguna posible alternativa contemporánea al orientalismo, preguntarse cómo se pueden estudiar otras culturas y pueblos desde una perspectiva libertaria, y no represiva o manipulativa. Pero entonces habría que replantearse el complejo problema del conocimiento y el poder. Todos estos son objetivos que he dejado sin completar en este estudio, lo cual no deja de ser embarazoso.

 

La última observación acerca del método que quiero hacer aqui -aunque quizá resulte algo pretenciosa por mi parte– es que he escrito este estudio pensando en bastantes tipos de lectores. A los que estudian literatura y crítica literaria, el orientalismo les ofrece un ejemplo magnífico de las relaciones entre la sociedad, la historia y la textualidad; además, el papel que Oriente ha desempeñado en la cultura occidental relaciona el orientalismo con la ideología, la política y la lógica del poder, que son materias, en mi opinión, de trascendencia para la comunidad literaria. Pensando en los que hoy día estudian Oriente, desde los eruditos universitarios hasta los artífices de la política, he escrito este libro con dos objetivos: en primer lugar, presentarles su genealogía intelectual de una manera que nunca se había hecho antes; y en segundo, criticar -esperando suscitar nuevas discusiones-las asunciones normalmente incuestionables en las que la mayoría de sus trabajos se fundamenta. El lector que no sea un especialista encontrará en este estudio temas que siempre llaman la atención, todos ellos relacionados no solo con la manera en que Occidente concibe y trata lo Otro, sino también con el papel singularmente importante que ha desempeñado la cultura occidental en lo que Vico llama el mundo de naciones. Finalmente, para los lectores del llamado Tercer Mundo, este estudio pretende ser un paso hacia la comprensión no tanto de la política occidental hacia el mundo no occidental, como de la fuerza del discurso cultural occidental, un discurso que, con demasiada frecuencia, ha sido erróneo, meramente decorativo o «superestructural». Espero haber descrito la formidable estructura de la dominación cultural y haber mostrado, particularmente a los pueblos que fueron colonizados, los peligros y las tentaciones de emplear esa estructura sobre ellos mismos o sobre otros.

 

Las tres grandes partes y los capítulos más breves en los que está dividido este libro intentan facilitar la exposición lo más posible. La primera parte «El ámbito del orientalismo», perfila a grandes rasgos todos los aspectos del tema, y los analiza en términos de experiencias y tiempo históricos, y en términos de motivos filosóficos y políticos. La segunda parte, «Estructuras y reestructuras del orientalismo», intenta describir el desarrollo del orientalismo moderno de manera cronológica y también a través de la descripción de un conjunto de recursos comunes a las obras de poetas, artistas y eruditos importantes. La tercera parte, «El orientalismo en nuestros días», empieza donde acaba el anterior, más o menos hacia 1870. Este es el periodo de la gran expansión colonial en Oriente que culmina con la Segunda Guerra Mundial. La última sección de la tercera parte muestra cómo la hegemonía pasó de manos británicas y francesas a manos estadounidenses; en él intento, finalmente, resumir las realidades sociales e intelectuales del orientalismo estadounidense de nuestros días.

 

3. La dimensión personal. En su libro Quademi dal carcere, Gramsci dice: «El punto de partida de cualquier elaboración critica es la toma de conciencia de lo que uno realmente es; es decir, la premisa «conócete a ti mismo» en tanto que producto de un proceso histórico concreto que ha dejado en ti infinidad de huellas sin, a la vez dejar un inventario de ellas». La única traducción inglesa existente termina así, inexplicablemente, el comentario de Gramsci, mientras que, de hecho, el texto en italiano concluye añadiendo: «Por tanto, es un imperativo comenzar por recopilar ese inventario».»

 

La inversión personal que he hecho en este estudio deriva en gran parte de mi conciencia de ser «oriental» y de haber sido un chico que creció en dos colonias británicas. Toda mi educación en esas colonias (Palestina y Egipto) y en Estados Unidos ha sido occidental y, sin embargo, esa profunda y temprana conciencia ha persistido en mi de muchas formas. Al estudiar el orientalismo he pretendido hacer el inventario de las huellas que ha dejado en mi la cultura cuya dominación ha sido un factor muy poderoso en la vida de todos los orientales. Por eso, me he concentrado en el estudio del Oriente islámico. Si lo que he logrado ha sido el inventario prescrito por Gramsci, no soy yo quien debe juzgarlo, aunque soy consciente de lo importante que es intentar hacerlo. A lo largo de mi trabajo, de la manera más rigurosa y racional que me ha sido posible, he intentado mantener un espíritu critico y emplear los instrumentos de investigación histórica, humanista y cultural de los cuales mi educación me ha hecho un afortunado beneficiario. Nada de esto, a pesar de todo, me ha hecho perder contacto con mi realidad cultural ni con la implicación personal de ser «un oriental».

 

Las circunstancias históricas que han hecho posible un estudio como este son bastante complejas, y aquí solo puedo mencionarlas de una manera esquemática. Todo aquel que haya residido en Occidente desde los años cincuenta, y en particular en Estados Unidos, habrá vivido una época de extraordinaria turbulencia en las relaciones Este-Oeste. A nadie se le habrá escapado el hecho de que, durante este período, el «Este» siempre ha supuesto un peligro y una amenazan, tanto si se refería al Oriente tradicional como a Rusta. En las universidades, la creación de institutos y programas de estudios de áreas culturales (area studies) ha convertido el estudio erudito de Oriente en una rama de la política nacional. En Estados Unidos, los organismos públicos demuestran un sano interés por Oriente debido a su importancia estratégica y económica y a su tradicional exotismo. El mundo, de pronto, se ha convertido en un lugar muy accesible para el ciudadano occidental que vive en la era de la electrónica y, en consecuencia, también Oriente se ha aproximado a él, y ahora quizá sea menos un mito que una encrucijada de intereses occidentales, especialmente estadounidenses.

 

Uno de los aspectos que el mundo electrónico posmoderno ha traído consigo es el reforzamiento de los estereotipos a través de los cuales se observa Oriente; la televisión, las películas y todos los recursos de los medios de comunicación han contribuido a que la información utilice moldes cada vez más estandarizados. En lo que se refiere a Oriente, la estandarización y la formación de estereotipos culturales han reforzado el mantenimiento de la demonología del «misterioso Oriente» que en el siglo XIX era dominio del mundo académico y del de la imaginación. Todo esto resulta mucho más evidente si analizamos el modo en que se intenta comprender el Oriente Próximo. Tres factores han contribuido a que cualquier percepción -incluso la más simple-s- de los árabes y del islam se convierta en un asunto muy politizado y casi desagradable: a) la historia de prejuicios populares antiárabes y anti-islámicos en Occidente que se refleja de una manera inmediata en la historia del orientalísmo; b) la lucha entre los árabes y el sionismo israelí y sus efectos en los judíos estadounidenses, en la cultura liberal y en la mayoría de la población; e) la ausencia casi total de una predisposición cultural que posibilite una identificación con los árabes y el islam y una discusión desapasionada sobre ellos. No es necesario decir que, como Oriente Próximo se identifica con la política de las grandes potencias, la economía del petróleo y la dicotomía simplista que califica a Israel de libre y democrático y a los árabes de diabólicos, totalitarios y terroristas, las oportunidades de saber claramente de qué se habla cuando se habla de Oriente Próximo son muy pequeñas, lo que no deja de ser deprimente. Una de las razones que me ha empujado a escribir este libro es mi propia experiencia personal. La vida de un palestino árabe en Occidente, particularmente en Estados Unidos, es descorazonadora. Existe en este país el consenso casi unánime de que políticamente no existe y si se le permite existir es como un estorbo o como un oriental. La red de racismo, de estereotipos culturales, de imperialismo político y de ideología deshumanizada que se cierne sobre el árabe o el musulmán es realmente sólida, y todo palestino ha llegado a sentirla como un castigo que le ha reservado el destino; pero todavía le resulta más duro constatar que en Estados Unidos ninguna persona académicamente comprometida con Oriente Próximo –es decir, ningún orientalísta- se ha identificado jamás, desde un punto de vista cultural y político, sinceramente con los árabes; es verdad que ha habido identificaciones en determinadas áreas, pero nunca han adoptado la forma «aceptable» de la identificación progresista con el sionismo, y todas, también con demasiada frecuencia, han tenido el defecto de estar asociadas a intereses políticos y económicos desacreditados (por ejemplo, los arabistas de las compañías de petróleo y del Departamento de Estado) o a la religión.

 

El nexo entre conocimiento y poder que crea «al oriental» y que en cierto sentido lo elimina como ser humano para mí no es una cuestión exclusivamente académica, es una cuestión intelectual de una importancia evidente. He podido valerme de mis preocupaciones humanísticas y políticas para analizar y describir una materia muy concreta, el nacimiento, desarrollo y consolidación del orientalismo. Con demasiada frecuencia, se presupone que la literatura y la cultura son inocentes política e históricamente. Yo siempre he creído lo contrario, y este estudio me ha convencido (y espero que les suceda lo mismo a mis colegas literarios) de que la sociedad y la cultura literaria solo se pueden comprender y analizar juntas. Además, y por una lógica casi ineludible, he acabado escribiendo una historia vinculada de manera secreta y misteriosa al antisemitismo occidental. Este antisemitismo y el orientalismo en su rama islámica se parecen mucho; esto es «una verdad histórica, cultural y política con una ironía implícita que cualquier palestino captará inmediatamente. Pero también me gustaría haber contribuido a mejorar el conocimiento del modo en que la dominación cultural ha actuado. Si esto fomenta un nuevo tipo de relación con Oriente —de hecho, si elimina «Oriente» y «Occidente» totalmente-, habremos avanzado algo en el proceso de lo que Raymond Williams ha llamado el «desaprehendimiento del espíritu inherente de dominación».»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

pag 41.

Orientalismo. Introducción. Parte II. Edward W. Said, (1978).

PARTE II

 

He comenzado asumiendo que Oriente no es una realidad inerte. No está simplemente allí, lo mismo que el propio Occidente tampoco está precisamente allí. Tenemos que admitir seriamente la gran observación de Vico acerca de que los hombres hacen su propia historia, de que lo que ellos pueden conocer es aquello que han hecho, y debemos extenderla al ámbito de la geografía: esos lugares, regiones y sectores geográficos que constituyen Oriente y Occidente, en tanto que entidades geográficas y culturales -por no decir nada de las entidades históricas-, son creación del hombre. Por consiguiente, en la misma medida en que lo es el propio Occidente, Oriente es una idea que tieneuna historia, una tradición de pensamiento, unas imágenes y un vocabulario que le han dado una realidad y una presencia en y para Occidente. Las dos entidades geográficas, pues, se apoyan, y hasta cierto punto se reflejan la una en la otra.

 

Después de haber dicho esto, parece razonable exponer algunas puntualizaciones. En primer lugar, seria un error concluir que Oriente fue esencialmente una idea o una creación sin su realidad correspondiente. Cuando Disraeli dijo en su novela Tancred que Oriente era una carrera, quería decir que, para los occidentales jóvenes e inteligentes, estudiar Oriente podía llegara ser una actividad apasionante; no se debería interpretar lo que dijo como que Oriente fuera solo una carrera para los occidentales. Había -y hay- culturas y naciones, localizadas en Oriente, cuyas vidas, historias y costumbres poseen una realidad obviamente más rica que cualquier cosa que se pueda decir de ellas en Occidente. Sobre este punto, mi estudio no tiene nada que añadir; simplemente constata su existencia. Pero el fenómeno del orientalismo, tal y como yo 10 trato aquí, aborda principalmente no la correspondencia entre el orientalismo y Oriente, sino la coherencia interna del orientalismo y sus ideas sobre Oriente (Oriente como una carrera), a pesar de, más allá de cualquier correspondencia o no con un Oriente «real». Creo que la afirmación de Disraeli sobre Oriente se refiere básicamente a esta coherencia creada, a esta verdadera constelación de ideas que es la cuestión esencial siempre que nos ocupamos de Oriente, y no a su mera y pura existencia, por citar a Wallace Stevens.

 

La segunda puntualización se refiere a que las ideas, las culturas y las historias no se pueden entender ni estudiar seriamente sin estudiar al mismo tiempo su fuerza o, para ser más precisos, sus configuraciones de poder. Creer que Oriente fue creado –o, como yo digo, «Orientalizado»– y creer que tales cosas suceden simplemente como una necesidad de la imaginación, es faltar a la verdad. La relación entre Occidente y Oriente es una relación de poder, y de complicada dominación: Occidente ha ejercido diferentes grados de hegemonía sobre Oriente, como señala bastante bien el titulo del clásico de K. M. Panikkar, Asia and Western Domínancei. Oriente fue orientalizado, no solo porque se descubrió que era «oriental», según los estereotipos de un europeo medio del siglo XIX, sino también porque se podía conseguir que lo fuera —-<es decir, se le podía obligar a serlo-. Tomemos, por ejemplo, el encuentro de Flaubert con una cortesana egipcia, encuentro que debió de crear un modelo muy influyente sobre la mujer oriental; ella nunca hablaba de sí misma, nunca mostraba sus emociones, su condición presente o pasada. Él hablaba por ella y la representaba. Él era extranjero, relativamente rico y hombre, y esos eran unos factores históricos de dominación que le permitían, no solo poseer a Kuchuk Hanem físicamente, sino hablar por ella y decir a sus lectores en qué sentido ella era típicamente orienta!. MI tesis es que la situación de fuerza de Flaubert en relación a Kuchuk Hanem no era un ejemplo aislado, y puede servir bastante bien como modelo de la relación de fuerzas entre Oriente y Occidente y del discurso acerca de Oriente que permite este modelo.

 

Esto nos lleva a una tercera puntualización. No hay que creer que el orientalismo es una estructura de mentiras o de mitos que se desvanecería si dijéramos la verdad sobre ella. Yo mismo creo que el orientalismo es mucho más valioso como signo del poder europeo atlántico sobre Oriente que como discurso verídico sobre Oriente (que es lo que en su forma académica o erudita pretende ser). Sin embargo, lo que tenemos que respetar e intentar comprender es la solidez del entramado del discurso orientalista, sus estrechos lazos con las instituciones socioecon6micas y políticas existentes y su extraordinaria durabilidad. Después de todo, un sistema de ideas capaz de mantenerse intacto, y que se ha enseñado como una ciencia (en academias, libros, congresos, universidades y organismos de asuntos exteriores) desde el periodo de Emest Renan hacia finales de 1848 hasta el presente en Estados Unidos, debe ser algo más grandioso que una mera colección de mentiras. El orientalismo, pues, no es una fantasía que
creó Europa acerca de Oriente, sino un cuerpo de teoría y práctica en el que, durante muchas generaciones, se ha realizado una inversión considerable. Debido a esta continua inversión, el orientalismo ha llegado a ser un sistema para conocer Oriente, un filtro aceptado que
Oriente atraviesa para penetrar en la conciencia occidental; igualmente, esa misma inversión hizo posibles —de hecho, las hizo realmente productivas- las declaraciones que en un principio se formularon dentro de la disciplina orientalista y que más tarde proliferaron en el interior de la cultura general.

 

Gramsci ha efectuado una útil distinción analítica entre sociedad civil y sociedad política según la cual la primera está formada por
asociaciones voluntarias (o, al menos, racionales y no coercitivas), como las escuelas, las familias y los sindicatos, y la segunda por instituciones estatales (el ejército, la policía y la burocracia central) cuya función dentro del Estado es la dominación directa. La cultura, por supuesto, funciona en el marco de la sociedad civil, donde la influencia de las ideas, las instituciones y las personas se ejerce, no a través de la dominación, sino a través de lo que Gramsci llama consenso. Así, en cualquier sociedad no totalitaria ciertas formas culturales predominan sobre otras y determinadas ideas son más influyentes que otras; la forma que adopta esta supremacía cultural es lo que Gramsci llama «hegemonía», un concepto indispensable para comprender, de un modo u otro, la vida cultural en el Occidente industrial. Es la hegemonía –o, mejor, los efectos de la hegemonía cultural- lo que da
al orientalismo la durabilidad y la fuerza de la que he estado hablando hasta ahora. El orientalismo no dista mucho de lo que Denys Hay ha
llamado «la idea de Europa»,’ una noción colectiva que nos define a «nosotros» europeos, contra todos «aquellos» no europeos, y se puede decir que el componente principal de la cultura europea es precisamente aquel que contribuye a que esta cultura sea hegemónica tanto dentro como fuera de Europa: la idea de una identidad europea superior a todos los pueblos y culturas no europeos. Existe, además, la hegemonía de las ideas europeas sobre Oriente, que reiteran la superioridad europea sobre un Oriente retrasado y normalmente anulan la posibilidad de que un pensador más independiente o más o menos escéptico pueda tener diferentes puntos de vista sobre la materia.

 

De una manera bastante constante, la estrategia del orientalismo ha dependido de esa superioridad de posición flexible que sitúa a
Occidente ante una serie completa de posibles relaciones con Oriente sin que Occidente pierda nunca la ventaja. ¿Por qué tenía que haber sido de otra manera, sobre todo durante el periodo de máxima supremacía europea, desde finales del Renacimiento hasta nuestros días? El científico, el erudito. el misionero, el comerciante o el soldado estaban o pensaban en Oriente porque podían estar allí o pensar en él sin que Oriente les ofreciera apenas resistencia. Bajo el lema general de conocer Oriente y dentro de los limites que el paraguas de la hegemonía occidental imponía, a partir de finales del siglo XVIII emergió un Oriente complejo, adaptado a los estudios académicos, a las exposiciones en los museos. a las reconstrucciones en la oficina
colonial, a la ilustración teórica de tesis antropológicas, biológicas, lingüísticas, raciales e históricas sobre el género humano y el universo, y a ejemplificar teorías económicas y sociológicas de desarrollo, de revolución, de personalidad cultural y de carácter nacional o religioso. Además, el examen imaginario de las realidades de Oriente se basaba. más o menos exclusivamente, en una conciencia occidental soberana. A partir de la posición central e indiscutida de esta conciencia surgió un mundo oriental, primero de acuerdo a las ideas generales sobre quién o qué era un oriental, y después, de acuerdo a una lógica detallada y gobernada no solo por una realidad empírica, sino también por una serie de deseos, represiones, inversiones y proyecciones. Si bien podemos encontrar grandes trabajos orientalistas de auténtica erudición, como son Chrestomathie Arabe, de Silvestre de Sacy, o An Account ofthe Manners and Customs of the Modern Egy¡rtians, de Edward Wi1liamLane, también tenemos que señalar que las ideas sobre las razas de Renany Gobineau surgieron del mismo movimiento, al igual que muchas novelas pornográficas victorianas (véase el análisis de Steven Marcus, «The Lustful Turk»).»

 

En este punto, debemos preguntamos si lo que importa en materia de orientalismo es un conjunto de ideas generales al que se supedita el resto del material (ideas que, no se puede negar, transmitían doctrinas sobre la superioridad europea, modelos racistas e imperialistas y puntos de vista dogmáticos sobre «10 oriental», como si fuera una abstracción ideal e inmutable), o el trabajo mucho más variado realizado por un número casi incontable de autores a los que podríamos elegir como ejemplos concretos de escritores que se han ocupado de Oriente. En cierto sentido, las dos alternativas, la general y la particular, constituyen realmente dos perspectivas del mismo material: en ambos casos habría que ocuparse de los pioneros en la especialidad, como por ejemplo William Jones, y de los grandes artistas, como Nerval o Flaubert. ¿Y por qué no seria posible emplear
las dos perspectivas a la vez, o una después de la otra? ¿No habrá algún peligro evidente de distorsión (que precisamente es a lo que los orientalistas académicos han sido muy propensos) si e! nivel de descripción que sistemáticamente se mantenga es demasiado general o demasiado especifico?

 

Mis dos temores son la distorsión y la inexactitud, o, mejor dicho, el tipo de inexactitud producido por una generalización demasiado dogmática y por una concentración demasiado positivista. Al intentar ocuparme de estos problemas, he procurado tratar tres aspectos de mi propia realidad contemporánea que me parece ofrecen la solución a estas dificultades metodológicas y de perspectiva; dificultades que pueden obligar, en el primer caso, a escribir un texto polémico basado en un nivel de descripción tan inaceptablemente general que el esfuerzo uno merezca la pena; o, en el segundo caso, a escribir una serie de análisis tan detallados y atomizados que se pierda el rastro de las líneas generales que constituyen la base de la especialidad y le confieren su particular coherencia. ¿Cómo, entonces, admitir la individualidad Y conciliaría con su contexto intelectual, general y hegemónico, sin que, de ningún modo, este sea un contexto pasivo o meramente dictatorial?

 

 

Orientalismo. Introducción. Parte I. Edward Said, (1978).

PARTE I

 

En una visita que hizo a Beirut durante la terrible guerra civil de 1975-1976, un periodista francés, profundamente entristecido, escribió refiriéndose al devastado centro de la ciudad: «Hubo una época en la que parecía formar parte [… ] del Oriente descrito por Chateaubriand y Nerval».’ Sin duda, tenía mucha razón en lo que respecta al lugar, especialmente desde el punto de vista de un europeo. Oriente era casi una invención europea y, desde la antigüedad, había sido escenario de romances, seres exóticos, recuerdos y paisajes inolvidables y experiencias extraordinarias. Ahora estaba desapareciendo, en cierto sentido había existido, pero su momento ya había pasado. Parecía irrelevante, tal vez, el hecho de que los propios orientales se estuvieran jugando algo en el proceso, de que incluso en los tiempos de Chateaubriand y Nerval hubieran vivido allí y de que en esos momentos fueran ellos los que sufrían; lo principal para el visitante europeo era la representación que Europa tenía de Oriente y de su destino inmediato, factores ambos que tenían una trascendencia particular y nacional, para el periodista y para sus lectores franceses.

Los estadounidenses no sienten exactamente lo mismo acerca de Oriente, al que tienden a asociar, más bien, con el Extremo Oriente
(China y Japón, sobre todo). Al contrario que estos, los franceses y británicos ~Y en menor medida los alemanes, rusos, españoles, portugueses, ítalianos y suizos- han tenido una larga tradición en lo que llamaré orientalismo, que es un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que este ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es solo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de Otro. Además, Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, Oriente no es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea. El orientalismo expresa y representa, desde un punto de vista cultural e incluso ideológico, esa parte como un modo de discurso que se apoya en unas instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales. En contraposición, el conocimiento que Estados Unidos tiene de Oriente parece considerablemente menos denso; sin embargo, las aventuras japonesa, coreana e indochina probablemente estén creando ahora una conciencia de lo «oriental» más seria y realista. Por otra parte, la creciente expansión política y económica de Estados Unidos en Oriente Próximo ha influido decisivamente en nuestro conocimiento de esta región. Es evidente (y a 10 largo de las páginas siguientes lo será aún más) que cuando hablo de orientalismo me refiero a bastantes cosas, todas ellas, en mi opinión, dependientes entre sí. En general, la acepción de orientalismo más admitida es la académica, y esta etiqueta sirve para designar un gran número de instituciones de este tipo. Alguien que enseñe, escriba o investigue sobre Oriente -y esto es válido para un antropólogo, un sociólogo, un historiador o un filólogo -tanto en sus aspectos específicos como generales, es un orientalista, y 10 que él o ella hace es orientalismo. Si lo comparamos con los términos «estudios orientales» o «estudios de áreas culturales» (area studies), el de «orientalismo» es el que actualmente menos prefieren los especialistas, porque resulta demasiado vago y recuerda la actitud autoritaria y despótica del colonialismo del siglo XIX y principios del xx. Sin embargo, se han escrito muchos libros y se han celebrado’ muchos congresos con «Oriente» como tema central y con el orientalismo, con su nueva o vieja apariencia, como principal autoridad. La realidad es que, aunque ya no sea lo que en otro tiempo fue, el orientalismo sigue presente en el mundo académico a través de sus doctrinas y tesis sobre Oriente y lo oriental.

 

En cuanto a esta tradición académica, cuyos destinos, transmigraciones, especializaciones y transmisiones son, en parte, el objeto de este estudio, existe un significado más general del término orientalismo. Es un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y -la mayor parte de las veces- Occidente. Así pues, una gran cantidad de escritores —entre ellos, poetas, novelistas, filósofos, políticos, economistas y administradores del Imperio-s- han aceptado esta diferencia básica entre Oriente y Occidente como punto de partida para elaborar teorías, epopeyas, novelas, descripciones sociales e informes políticos relacionados con Oriente, sus gentes, sus costumbres, su «mentalidad», su destino, etc. Este tipo de orientalismo se puede encontrar en Esquilo, Victor Hugo, Dante y Karl Marx. Más adelante, en esta introducción, trataré de los problemas metodológicos que se plantean al estudiar un tema tan vasto como éste.

 

Siempre se ha producido un intercambio entre el aspecto académico y el más o menos imaginativo del orientalismo, pero desde los últimos años del siglo XVIII la comunicación entre ambos ha sido considerable y bastante sistemática, quizá incluso regulada. Con esto, llego al tercer significado de orientalismo, que se define de una manera más histórica y material que los otros dos. Si tomamos como punto de partida aproximado el final del siglo XVIII, el orientalismo se puede describir y analizar como una institución colectiva que se relaciona con Oriente, relación que consiste en hacer declaraciones sobre él, adoptar posturas con respecto a él, describirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él; en resumen, el orientalismo es un estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente. Para definir el orientalismo me parece útil emplear la noción de discurso que Michel Foucault describe en L’Archéologiedu savoir y en Survei/ler el punir» . Creo que si no se examina el orientalismo como discurso, posiblemente no se comprenda esta disciplina tan sistemática a través de la cual la cultura europea ha sido capaz de manipular e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista político, sociológico, militar, ideológico, científico e imaginario a partir del periodo posterior a la Ilustración. Por otro lado, el orientalismo mantiene una posición de autoridad tal que no creo que nadie que escriba, piense o haga algo relacionado con Oriente sea capaz de hacerlo sin darse cuenta de las limitación es de pensamiento y acción que el orientalismo impone. En pocas palabras, por el orientalismo,
Oriente no fue (y no es) un tema sobre el que se tenga libertad de pensamiento o acción. Esto no significa que tenga que determinar unilateralmente 10 que se puede decir sobre Oriente, pero sí que constituye una completa red de intereses que inevitablemente se aplica (y, por tanto, siempre está implicada) siempre que aparece esa particular entidad que es Oriente. ¿Cómo ocurre este proceso? Eso es lo que este libro intenta exponer. También pretende demostrar cómo la cultura europea adquirió fuerza e identidad al ensalzarse a sí misma en detrimento de Oriente, al que consideraba una forma inferior y rechazable de si misma.

 

Hay una diferencia cualitativa y cuantitativa, tanto desde un punto de vista histórico como cultural, entre la presencia franco-británica en Oriente y, hasta la ascensión estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial, la presencia de otras potencias europeas y atlánticas. Hablar de orientalismo, pues, es hablar principalmente, aunque no exclusivamente, de una empresa cultural británica y francesa, un proyecto cuyas dimensiones abarcan campos tan dispares como los de la propia imaginación: todo el territorio de la India y de los países del Mediterráneo oriental, las tierras y textos bíblicos, el comercio de las especias, los ejércitos coloniales y una larga tradición de administradores coloniales, un impresionante conjunto de textos, innumerables «expertos» en todo lo referido a Oriente, un cuerpo de profesores orientalistas, un complejo aparato de ideas «orientales» (despotismo, esplendor, crueldad, sensualidad orientales), muchas sectas orientales, filosofías y sabidurías orientales adaptadas al uso local europeo … la lista podría extenderse más o menos indefinidamente. Mi punto de vista es que el orientalismo proviene de una relación muy particular que mantuvieron Francia y Gran Bretaña con Oriente que hasta principios del siglo XIX solo se había limitado a la India y a las tierras
bíblicas. Desde el comienzo del siglo XIX, y hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, Francia y Gran Bretaña dominaron Oriente y el orientalismo; desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha dominado Oriente y se relaciona con él del mismo modo en que Francia y Gran Bretaña lo hicieron en otra época. De esta relación, cuya dinámica es muy fructífera, incluso aunque siempre manifieste la fuerza hegemónica de Occidente (Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos), proviene el enorme volumen de textos que yo denomino orientalistas.

 

Debo decir que, además del importante número de libros y autores que examino, existe una cantidad mucho mayor de la que simplemente he tenido que prescindir. Mis tesis, sin embargo, no se apoyan en un catálogo exhaustivo de textos que tratan de Oriente, ni en la colección de escritos, autores e ideas claramente delimitados que forman en conjunto el canon del orientalismo; en su lugar, he basado mi estudio en una alternativa metodológica diferente cuya columna vertebral, en cierto sentido, es el conjunto de generalizaciones históricas que he presentado en esta introducción y que a continuación quiero analizar con más detalle.

 

 

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